Pero aquel último objeto… Debería haber sido más cauto en sus negociaciones, haber estado más atento a la procedencia, se dijo, consciente de que en realidad sólo preparaba las mentiras que en caso necesario ofrecería a modo de exculpación al hombre plantado ante su puerta.
Tendió la mano izquierda hacia el vino, pero calculó mal el movimiento. La copa cayó al suelo y le salpicó las zapatillas y los bajos del pantalón. Dejando escapar un juramento, se volvió hacía el portero automático. El hombre seguía allí.
– Ahora estoy ocupado -pretextó-. Seguramente el asunto puede tratarse dentro de un horario normal.
– Eso cabría pensar -fue la respuesta-, pero, según parece, no nos resulta fácil captar su atención. Le hemos dejado varios mensajes en su contestador, y en su lugar de trabajo. Si no lo conociéramos, empezaríamos a pensar que nos elude adrede.
– Pero ¿de qué se trata?
– Señor Webber, está usted poniendo a prueba mi paciencia, igual que ha puesto a prueba la paciencia de la fundación.
Webber se rindió.
– De acuerdo, ya voy.
Mirando el charco de vino en las baldosas blancas y negras del suelo, esquivó con cuidado los cristales rotos. Una lástima, pensó mientras se quitaba el delantal. De camino hacia la puerta se detuvo un instante para coger el arma de la repisa en el pasillo y colocársela al cinto, en la espalda, bajo el jersey. Era un arma pequeña y se escondía fácilmente. Echó un vistazo a su imagen en el espejo, sólo para mayor seguridad, y abrió la puerta.
El hombre era más bajo de lo que preveía, y vestía un traje de color azul marino que quizás en su día fue una adquisición cara, pero en la actualidad se veía anticuado, pese a sobrellevar el paso de los años con cierta elegancia. En el bolsillo del pecho lucía un pañuelo de topos a juego con la corbata. Mantenía la cabeza agachada, aunque ahora como parte del ademán de quitarse el sombrero. Por un momento, a Webber le vino a la cabeza una extraña imagen: al visitante se le desprendía lo alto de la cabeza junto con el sombrero, como la cáscara de un huevo al romperse limpiamente, permitiéndole echar un vistazo al interior de su cavidad craneal. Pero no, allí había sólo mechones sueltos de pelo blanco, como hebras de algodón de azúcar, y una cabeza abovedada rematada en una punta claramente perceptible. De pronto, el hombre alzó la vista y Webber, en una reacción instintiva, dio un pequeño paso atrás.
Tenía la cara más bien pálida, y los orificios nasales eran minúsculos los agujeros oscuros en la base de la nariz estrecha y perfectamente recta. En torno a los ojos, la piel presentaba un sinfín de arrugas y hematomas, indicio de enfermedad y declive. Los ojos en sí apenas eran visibles, ocultos por los pliegues de piel que habían descendido sobre ellos desde la frente como la cera fundida de una vela impura. Bajo los globos oculares asomaba una carne roja, y Webber pensó que aquel individuo debía de padecer continuas irritaciones a causa de la arenilla y el polvo.
Pero saltaba a la vista que otros dolores reclamaban también su atención. Tenía el labio superior deformado, y a Webber le recordó las fotografías de los niños con paladar hendido empleadas en los dominicales para arrancar donaciones generosas, sólo que aquello no era un paladar hendido: era una herida, una incisión en forma de punta de flecha bajo la que asomaban unos dientes blancos y unas encías descoloridas. Estaba, además, muy infectada, en carne viva, y salpicada de puntos violáceos, casi negros. Webber tuvo la impresión de que casi veía a las bacterias devorar la carne, y se preguntó cómo podía soportar aquel hombre semejante martirio, y qué fármacos tendría que tomar sólo para poder dormir. De hecho, ¿cómo podía siquiera mirarse en el espejo y encontrarse ante ese recordatorio de la traición de su cuerpo y su propia mortalidad a todas luces inminente? Debido a su mal, era imposible calcularle una edad, pero Webber le echó entre cincuenta y sesenta años, aun teniendo en cuenta los estragos que padecía.
– Señor Webber -dijo, y pese a la herida, habló con voz delicada y amable-. Permítame que me presente. Me llamo Herodes. -Sonrió, y Webber tuvo que obligarse a mantener el semblante inexpresivo, sin delatar su repugnancia, por temor a que un movimiento en los músculos faciales del visitante abriera aún más la herida del labio, desgarrándolo hasta el tabique nasal-. A menudo me preguntan si me gustan los niños. Yo me lo tomo con humor.
Webber, sin saber qué contestar, se limitó a abrir la puerta un poco más para franquear el paso al desconocido y, como quien no quiere la cosa, se llevó la mano derecha a la cintura, donde la apoyó a un palmo del revólver. Cuando Herodes entró en la casa, movió la cabeza en un gesto cortés y lanzó una ojeada a la cintura de Webber, y éste tuvo la certeza de que adivinaba la presencia del arma sin inquietarse en absoluto por ello. Herodes miró luego hacia la cocina, y Webber le indicó que entrara. Vio que Herodes caminaba despacio, pero no por su enfermedad: sencillamente era un hombre que se movía con parsimonia. Una vez en la cocina, dejó el sombrero en la mesa y echó un vistazo alrededor, desplegando una sonrisa de benévola aprobación ante lo que veía. Sólo la música pareció molestarle, y arrugó un poco la frente al mirar el aparato de música.
– Parece…, no, lo es: es la Pavana de Fauré -observó-. Pero no puedo decir que apruebe lo que está haciéndose con la pieza.
Webber se encogió de hombros casi imperceptiblemente.
– Es Bill Evans -informó-. ¿A quién no le gustaba Bill Evans?
Herodes contrajo el rostro en una mueca de aversión.
– Nunca me han gustado esos experimentos -declaró-. Mucho me temo que soy un purista para casi todo.
– Allá cada cual con sus cosas -respondió Webber.
– Muy cierto, muy cierto. Este mundo sería muy aburrido si todos compartiéramos los mismos gustos. Aun así, es difícil no pensar que ciertos gustos conviene más evitarlos que cultivarlos. ¿Le importa que me siente?
– Está usted en su casa -contestó Webber mostrando apenas un asomo de disgusto.
Herodes tomó asiento, reparando en el vino y la copa rota en el suelo.
– Espero no haber sido el causante de eso -observó.
– Ha sido un simple descuido por mi parte. Ya lo recogeré después. -Webber no quería tener las manos ocupadas con una escoba y un recogedor estando ese hombre en su cocina.
– Veo que lo he interrumpido mientras preparaba la cena. Continúe, se lo ruego. No es mi intención apartarlo de sus quehaceres.
– No se preocupe. -Webber decidió nuevamente que prefería no darle la espalda a Herodes-. Ya seguiré cuando usted se marche.
Herodes se detuvo a pensar por un momento, como si reprimiese el impulso de hacer un comentario al respecto, y por fin lo dejó correr, como un gato que desiste de perseguir y aplastar a una mariposa. Optó por examinar la botella de borgoña blanco colocada en la mesa, volviéndola delicadamente con un dedo para leer la etiqueta.
– Ah, excelente -declaró. Se volvió hacia Webber-. ¿Le importaría servirme una copa, por favor?
Aguardó pacientemente mientras Webber, poco habituado a que sus invitados le plantearan semejantes exigencias, cogía dos copas del armario de la cocina y vertía una cantidad para Herodes que, en esas circunstancias, era más que generosa, y otra para él. Herodes levantó la copa y la olisqueó. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, lo dobló con cuidado y se lo puso bajo el mentón mientras tomaba un sorbo de la copa con la comisura de los labios, evitando la herida. Un hilo de vino resbaló por la barbilla y mojó el pañuelo.