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– Exquisito, gracias -dijo. Alzó el pañuelo en un gesto de disculpa-. Uno se acostumbra a sacrificar un poco de dignidad a fin de seguir viviendo conforme a sus deseos. -Volvió a sonreír-. Como habrá deducido, no soy un hombre sano.

– Lamento oírlo -respondió Webber. Se esforzó por imprimir cierta emoción a sus palabras.

– Agradezco el sentimiento -dijo Herodes con sequedad. Levantó el dedo y se señaló el labio superior-. Tengo el cuerpo plagado de cánceres, pero éste es reciente: una enfermedad necrotizante que no respondió a la penicilina ni a la vancomicina. El posterior desbridamiento no eliminó todo el tejido necrótico, y parece que ahora serán necesarias nuevas exploraciones. Curiosamente, cuentan que mi tocayo, el infanticida, sufrió de fascitis necrotizante en las ingles y los genitales. Un castigo de Dios, podríamos decir.

¿Se refiere al rey o a sí mismo?, se preguntó Webber, y fue como si de algún modo Herodes hubiera oído ese pensamiento, ya que se le demudó el rostro, y la escasa benevolencia que había mostrado pareció esfumarse.

– Siéntese, señor Webber, por favor. Puede que también prefiera retirar el arma que lleva bajo el cinturón. Estará más cómodo sin eso ahí, y yo no voy armado. He venido para hablar.

Un poco abochornado, Webber sacó el arma y la dejó en la mesa a la vez que se sentaba frente a Herodes. El revólver seguía a su alcance si lo necesitaba. Por si acaso, sostuvo la copa de vino con la mano izquierda.

– Vayamos al grano, pues -empezó Herodes-. Como le he dicho, represento los intereses de la Fundación Gutelieb. Hasta hace poco teníamos la impresión de que nuestra relación con usted era mutuamente beneficiosa: usted nos proporcionaba material, y nosotros pagábamos sin rechistar y con toda puntualidad. A veces le pedíamos que actuara en representación nuestra, adquiriendo algo en subasta cuando preferíamos mantener en el anonimato nuestros intereses. También en tales casos, creo, se vio usted compensado de sobra por el tiempo que nos dedicó. De hecho, se le permitió comprar tales objetos con nuestro dinero, y vendérnoslos con un margen de beneficio muy superior a la comisión de un agente. ¿Me equivoco? ¿Acaso distorsiono el carácter de nuestro acuerdo?

Webber negó con la cabeza pero no habló.

– Y de pronto, hace unos meses, le pedimos que comprase en nuestro nombre un grimorio: siglo XVII, francés. Según la descripción, encuadernado en becerro, pero sabemos que eso sólo era una estratagema para eludir una atención no deseada. La piel humana y la de becerro, como los dos sabemos, presentan texturas muy distintas. Es una pieza única, pues, por decir poco. Le dimos toda la información necesaria para llevar a cabo una compra preferente con éxito. No deseábamos que el libro saliera a subasta, aun tratándose de uno tan discreto y especializado como en apariencia era ése. Pero, por primera vez, fracasó usted en la adquisición de la pieza. Por lo visto, se le adelantó otro comprador. Nos devolvió el dinero, informándonos de que obtendría mejores resultados en la próxima ocasión. Por desgracia, en el caso de un objeto único, la noción de «próxima ocasión» carece de toda validez.

Herodes volvió a sonreír, esta vez con pesar: un maestro defraudado ante un alumno incapaz de asimilar un concepto sencillo. El ambiente en la cocina había cambiado desde la llegada de Herodes, y de manera muy palpable. No era sólo la escalofriante desazón que invadía a Webber por el rumbo que tomaba la conversación. No, era como si la fuerza de la gravedad aumentara lentamente, como si el aire se viciara. Cuando Webber intentó acercarse la copa a los labios, le sorprendió su peso. Pensó que si se ponía en pie e intentaba caminar, sería como vadear el lecho embarrado o cenagoso de un río. Era Herodes quien alteraba la esencia misma del ambiente, emanando elementos de su propio interior que modificaban la composición de cada átomo. Aquel moribundo, pues con toda certeza estaba muriéndose, transmitía una sensación de densidad, como si no fuese de carne y hueso, sino de un material desconocido, algo constituido por compuestos contaminados, una masa extraña.

Webber consiguió acercarse la copa a los labios. El vino le goteó barbilla abajo en una desagradable imitación de la indignidad previa del propio Herodes. Se lo enjugó con la palma de la mano.

– No pude hacer nada -adujo Webber-. Siempre habrá competencia para los hallazgos esotéricos o poco comunes. Resulta difícil mantener en secreto su existencia.

– En el caso del grimorio de La Rochelle, su existencia sí era un secreto -afirmó Herodes-. La fundación dedica mucho tiempo y esfuerzo a seguir el rastro a piezas de interés que pueden haber caído en el olvido, o haberse extraviado, y es muy cauta en sus indagaciones. El grimorio se localizó después de años de investigación. Fue catalogado de manera incorrecta en el siglo XVIII, error que se constató mediante un arduo cotejo por nuestra parte. Sólo la fundación conocía la trascendencia del objeto. Incluso su propietario lo consideraba una simple curiosidad, y aunque le atribuía cierto valor, ignoraba la importancia que podía llegar a tener para determinados coleccionistas. La fundación, por su parte, le designó a usted para actuar en su representación. Su única responsabilidad era cerciorarse de que el pago se hacía efectivo y organizar luego el transporte del objeto en condiciones seguras. La parte difícil del trabajo ya estaba hecha.

– No acabo de entender qué insinúa -dijo Webber.

– No insinúo nada. Estoy describiendo lo ocurrido. Usted se dejó llevar por la avaricia. Ya había tratado antes con el coleccionista Graydon Thule, y sabía que Thule sentía especial pasión por los grimorios. Le dio a conocer la existencia del grimorio de La Rochelle. A cambio, él accedió a pagarle honorarios de descubridor y, a fin de asegurarse de que el grimorio acabara en sus manos, ofreció cien mil dólares más de lo que la fundación tenía presupuestado. Usted no entregó toda esa cantidad al vendedor, sino que se quedó con la mitad, más los honorarios como descubridor. Después pagó a un subagente de Bruselas para que actuase en representación suya, y Thule se hizo con el grimorio. No me dejo ningún detalle, ¿verdad?

Webber se sintió tentado de rebatirlo, de desmentir las acusaciones de Herodes, pero fue incapaz. Sólo en retrospectiva se le ocurrió que había sido una estupidez pensar que saldría airoso del engaño. Pero en su momento se le antojó del todo factible, incluso razonable. Necesitaba el dinero: en los últimos meses había perdido liquidez, ya que su negocio no era inmune al declive económico. Por otra parte, su hija estudiaba segundo de medicina, y el coste de su educación era una sangría. Si bien la Fundación Gutelieb, como la mayoría de sus clientes, pagaba bien, no pagaba bien con la debida frecuencia, y Webber pasaba estrecheces desde hacía un tiempo. Con la adquisición del grimorio para Thule había ingresado en total ciento veinte mil dólares, descontado ya el pago al subagente de Bruselas. En sus circunstancias, eso era mucho dinero: le permitía aligerar sus deudas, cubrir su parte de la matrícula de Suzanne para el curso siguiente y guardarse un pequeño colchón en el banco. Empezó a sentir cierta indignación ante Herodes y su actitud. Webber no trabajaba para la Fundación Gutelieb. Sus obligaciones para con ellos eran mínimas. Cierto que, en rigor, su actuación en la venta del grimorio no había sido honrada, pero acuerdos como ése se producían continuamente. Al carajo Herodes. Ahora Webber tenía dinero suficiente para ir tirando, y contaba con el favor de Thule. Si la Fundación Gutelieb ponía fin a su relación comercial con él, que así fuese. Herodes no podía demostrar nada de lo que acababa de decir. Si se llevaba a cabo una investigación en torno a la procedencia del dinero, Webber disponía de facturas de venta falsas más que suficientes para justificar una pequeña fortuna.