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– Me parece que debería irse ya -dijo Webber-. Me gustaría seguir preparando la cena.

– No dudo que le gustaría. Pero mucho me temo que, por desgracia, no puedo dejar correr el asunto. Se requiere algún tipo de compensación.

– Yo no lo creo. No sé de qué me habla. Sí, he trabajado alguna vez para Graydon Thule, pero él tiene sus propios proveedores. No se me puede responsabilizar de todas las ventas fallidas.

– No se le responsabiliza de todas las ventas fallidas, sino sólo de una. A la Fundación Gutelieb le preocupa mucho la cuestión de la responsabilidad. Nadie lo obligó a actuar como lo hizo. Ésa es la gran virtud del libre albedrío, pero también su maldición. Debe usted asumir la culpabilidad de sus actos. Se tiene que reparar el daño ocasionado.

Webber empezó a hablar, pero Herodes levantó una mano para obligarlo a callar.

– No me mienta, señor Webber. Me ofende, y usted mismo se pone en ridículo. Compórtese como un hombre. Primero reconozca su culpa, y ya veremos después cuál puede ser la indemnización. La confesión es buena para el alma.

Alargó el brazo y apoyó la mano derecha en la de Webber. Herodes tenía la piel húmeda y fría, hasta el punto de resultar desagradable, pero Webber fue incapaz de moverse. Herodes parecía lastrarlo.

– Vamos, lo único que le pido es franqueza -instó Herodes-. Sabemos la verdad, y ahora sólo se trata de encontrar una manera para que tanto usted como nosotros podamos dejar esto atrás.

Sus ojos oscuros destellaban como espinelas negras en la nieve. Webber quedó paralizado. Asintió una vez, y Herodes respondió con un gesto similar.

– Últimamente las cosas se me han complicado mucho -explicó Webber. Le ardían los ojos y no le salían las palabras, como si estuviera al borde del llanto.

– Lo sé. Corren tiempos difíciles para mucha gente.

– Yo nunca había actuado así. Thule se puso en contacto conmigo por otro asunto, y yo lo dejé caer. Estaba desesperado. Obré mal. Presento mis disculpas: a usted, y a la fundación.

– Sus disculpas son aceptadas. Ahora, por desgracia, debemos hablar del asunto de la indemnización.

– He gastado ya la mitad del dinero. No sé en qué cantidad han pensado, pero…

Herodes pareció sorprenderse.

– Ah, no, no es cuestión de dinero -dijo-. No exigimos dinero.

Webber dejó escapar un suspiro de alivio.

– ¿Qué quieren, pues? -preguntó-. Si necesitan información sobre objetos de su interés, quizá me sea posible proporcionársela a un precio módico. Puedo hacer indagaciones, consultar a mis contactos. Seguro que encuentro algo para compensar la pérdida del grimorio y…

Dejó de hablar. De pronto había aparecido un sobre marrón en la mesa, de esos con el dorso de cartón que se usan para proteger fotografías.

– ¿Qué es? -preguntó Webber.

– Ábralo y lo verá.

Webber cogió el sobre. No llevaba el nombre ni las señas del destinatario; tampoco sello. Introdujo los dedos en él y extrajo una única fotografía en color. Reconoció a la mujer de la instantánea, capturada sin que ella advirtiera la presencia de la cámara, con la cabeza vuelta un poco a la derecha mientras miraba por encima del hombro, sonriendo a alguien o algo situado fuera de la imagen.

Era su hija, Suzanne.

– ¿Qué significa esto? -preguntó-. ¿Está usted amenazando a mi hija?

– No exactamente -respondió Herodes-. Como ya le he dicho, la fundación está muy interesada en la noción del libre albedrío. Usted tenía una alternativa en el asunto del grimorio, y se decantó por una de las opciones. Ahora mis instrucciones son plantearle otra alternativa.

Webber tragó saliva.

– Usted dirá.

– La fundación ha autorizado la violación y el asesinato de su hija. Quizá le sirva de consuelo saber que dichos actos no tienen por qué cometerse en ese orden.

Instintivamente, Webber lanzó una mirada al revólver y de inmediato hizo ademán de cogerlo.

– Debo advertirle -prosiguió Herodes- que, si algo me ocurre, su hija no llegará a ver el sol mañana, y sus padecimientos aumentarán considerablemente. Es posible que encuentre utilidad a esa arma, señor Webber, pero no en este momento. Permítame acabar, y luego piénselo bien.

Ante la duda, Webber no hizo nada, y su suerte quedó decidida.

– Como he dicho -continuó Herodes-, se ha autorizado una acción, pero no tiene por qué llevarse a cabo. Hay otra opción.

– ¿Cuál?

– Quítese usted la vida. Ésa es la alternativa: su vida, poniéndole fin rápidamente, o la vida de su hija, arrebatada muy despacio y con mucho dolor.

Webber, atónito, fijó la mirada en Herodes.

– Está usted loco. -Pero incluso mientras lo decía, supo que no era así. Había mirado a Herodes a los ojos y no había visto en ellos más que una cordura absoluta. Cabía la posibilidad de que una persona, sometida a grandes dolores, enloqueciera, pero ése no era el caso del hombre sentado frente a él. Por el contrario, el sufrimiento lo había dotado de una lucidez perfecta: no se hacía ilusiones sobre el mundo; poseía sólo una visión clara de la capacidad de éste para infligir padecimientos.

– No, no lo estoy. Tiene cinco minutos para decidirse. Pasado ese tiempo, será tarde para impedir lo que está a punto de suceder.

Herodes se reclinó en la silla. Webber cogió el revólver y apuntó a Herodes, pero éste no parpadeó siquiera.

– Llame. Dígales que la dejen en paz.

– ¿Ha tomado una decisión, pues?

– No, no hay ninguna decisión que tomar. Estoy advirtiéndole que, si no hace esa llamada, lo mataré.

– Y su hija morirá.

– Podría torturarlo. Podría pegarle un tiro en la rodilla, en la entrepierna, y seguir haciéndole daño hasta que acceda.

– Su hija morirá igualmente. Usted lo sabe. A un nivel muy primario se da cuenta de que lo que acaba de oír es verdad. Debe aceptarlo y elegir. Cuatro minutos, treinta segundos.

Webber amartilló el revólver.

– Le digo por última vez…

– ¿Cree que es usted el primer hombre a quien se le ofrece esa alternativa, señor Webber? ¿De verdad piensa que no he hecho esto antes? Al final deberá decidir: su vida o la vida de su hija. ¿Qué valora más?

Herodes esperó. Consultó su reloj, contando los segundos.

– Quería verla crecer. Quería verla casarse y llegar a ser madre. Quería ser abuelo. ¿Lo entiende?

– Lo entiendo. Ella aún tendrá toda la vida por delante, y sus hijos le pondrán a usted flores. Cuatro minutos.

– ¿No tiene a ningún ser querido?

– No.

El revólver tembló en la mano de Webber cuando tomó conciencia de la inutilidad de sus argumentos.

– ¿Cómo sé que no miente?

– ¿En cuanto a qué? ¿En cuanto a la violación y el asesinato de su hija? Ah, me parece que usted sabe bien que hablo en serio.

– No. En cuanto a… a dejarla en paz.

– Porque yo no miento. No me hace falta. Son otros los que mienten. A mí me corresponde darles a conocer las consecuencias de esas mentiras. Cada desliz exige una reparación. Cada acción provoca una reacción. La cuestión es: ¿a quién quiere usted más? ¿A su hija o a sí mismo?

Herodes se levantó. Tenía un móvil en la mano, la copa de vino en la otra.

– Le concederé un momento a solas -anunció-. Por favor, no intente usar el teléfono. Si lo hace, el trato quedará roto y me encargaré de que su hija sea violada y asesinada. Ah, y mis colaboradores se asegurarán además de que usted no vuelva a ver la luz del día.

Webber no hizo ademán siquiera de detener a Herodes cuando salió lentamente de la cocina. Parecía inmovilizado por la estupefacción.