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En el pasillo, Herodes examinó su imagen en un espejo. Se arregló la corbata y se sacudió un poco de pelusa de la chaqueta. Le encantaba ese traje viejo. Se lo había puesto en muchas ocasiones como ésa. Consultó el reloj por última vez. Oyó hablar a Webber en la cocina. Se preguntó si habría cometido la estupidez de hacer una llamada, pero el tono de voz descartaba esa posibilidad. A continuación pensó que tal vez Webber estuviera haciendo un acto de contrición o despidiéndose de su hija sin que ésta lo oyera, pero al acercarse distinguió claramente las palabras de Webber.

– ¿Y tú quién eres? -preguntaba-. ¿Eres tú? ¿Eres tú el que va a hacer daño a mi Suzie? ¿Eres tú? ¿Eres tú?

Herodes se asomó a la cocina. Webber tenía la mirada fija en la ventana. Herodes vio el reflejo de Webber y el suyo propio en el cristal, y por un breve instante tuvo la impresión de que quizá se viese una tercera silueta, demasiado etérea, pensó Herodes, para ser alguien que observaba desde el jardín. Sin embargo, en la cocina no había nadie aparte del hombre vivo o, mejor dicho, a punto de morir.

Webber se volvió hacia Herodes. Sollozaba.

– Maldito -dijo-. Maldito seas.

Se llevó el revólver a la sien y apretó el gatillo. A Herodes le vibraron los tímpanos al reverberar la detonación en las paredes alicatadas y el suelo embaldosado de la cocina. Webber se desplomó y quedó tendido, entre convulsiones, junto a la silla volcada. Era una manera poco profesional de apuntarse con una pistola, reflexionó Herodes, pero no podía esperarse que Webber fuese un experto en el arte del suicidio. La naturaleza misma del acto lo impedía. El cañón del revólver se había levantado en el momento del disparo, con lo que se había volado un fragmento de la parte superior del cráneo, pero no había conseguido matarse. Con los ojos de par en par, abría y cerraba la boca espasmódicamente, casi como el pescado que había puesto en el tajo durante sus últimos instantes de vida. En un arranque de compasión, Herodes cogió el arma de la mano de Webber y remató la tarea por él. Luego apuró el vino de su copa y se dispuso a marcharse. Se detuvo en la puerta y volvió a escrutar la ventana de la cocina. Allí había algo fuera de lo normal. Se acercó raudo a la encimera y observó el jardín de Webber, bien cuidado y tenuemente iluminado. Lo rodeaba una tapia alta e imposibilitaban el acceso sendas verjas a ambos lados de la casa. Herodes no vio el menor rastro de otra persona, y sin embargo se quedó preocupado.

Consultó su reloj. Ya había pasado allí demasiado tiempo, sobre todo si los disparos habían llamado la atención de alguien. Encontró el cuadro de distribución eléctrico de la casa en un armario bajo la escalera y cortó la luz con el interruptor general antes de sacar una mascarilla quirúrgica azul del bolsillo interior y taparse con ella la mitad inferior del rostro. En cierto modo la gripe A había sido una bendición para él. Sí, la gente a veces aún lo miraba de pasada, pero, para una persona con señales de enfermedad tan manifiestas como las suyas, eran miradas comprensivas a la vez que curiosas. Acto seguido, oculto entre las sombras, Herodes se fundió con la noche y se quitó de la cabeza para siempre a Jeremiah Webber y su hija. Webber había tomado una decisión, la decisión correcta a juicio de Herodes, y su hija viviría. Pese a sus amenazas a Webber, Herodes, que actuaba solo, no le haría daño.

Ya que, a su manera, era un hombre de honor.

4

Muy al norte, mientras la sangre del cadáver de Webber se mezclaba con el vino derramado y se coagulaba en el suelo de la cocina, y Herodes volvía a adentrarse en las sombras de las que había salido, el timbre de un teléfono resonó en el claro de un bosque.

Un hombre aovillado sobre unas sábanas mugrientas se vio arrancado de su sopor por ese sonido. Supo de inmediato que eran ellos. Lo supo porque había desenchufado el teléfono antes de acostarse.

Tendido en la cama, sólo movió los ojos, dirigiendo la mirada lentamente hacia el aparato, como si ellos ya estuvieran allí y el mínimo cambio de posición pudiera revelarles que estaba despierto.

Marchaos. Dejadme solo.

La televisión cobró vida atronadoramente, y por unos momentos vio unas escenas de una antigua serie cómica de los años sesenta, una con la que recordaba haberse reído en compañía de sus padres, sentado en el sofá entre ambos. Sintió que se le saltaban las lágrimas al acordarse de ellos. Tenía miedo y deseaba que lo protegieran, pero los dos se habían marchado de este mundo hacía mucho tiempo y él estaba totalmente solo. De pronto la imagen se desvaneció. En la pantalla quedó sólo nieve, y las voces salieron de ella, igual que la noche anterior, y que la noche anterior a ésa, y que todas las noches desde la entrega del último lote. Pese a la tibieza del ambiente, empezó a temblar.

Basta. Marchaos.

En la cocina, en el otro extremo de la cabaña, se encendió la radio. Sonaba su programa favorito, A Little Night Music, o favorito en otro tiempo. Antes le gustaba escucharlo mientras conciliaba el sueño, pero ya no. Ahora, cuando ponía la radio, los oía a ellos detrás de la música y en los silencios entre los movimientos sinfónicos, haciéndose oír por encima de la voz del locutor, sin ahogarla del todo, pero a volumen suficiente para impedirle concentrarse en los comentarios, y se le escapaban los nombres de compositores y directores en el esfuerzo por mantenerse ajeno a esa lengua extranjera que hablaba de manera tan meliflua. Y a pesar de que no entendía las palabras, la sensación que transmitían le llegaba con toda nitidez.

Deseaban liberarse.

Al final no aguantó más. Saltó de la cama, agarró el bate de béisbol que tenía siempre a mano y lo blandió con una fuerza y una determinación que él mismo, tiempo atrás, habría admirado. La pantalla del televisor estalló con un ruido sordo y una cascada de chispas. Al cabo de un momento la radio estaba hecha añicos en el suelo, y ya sólo le quedaba ocuparse del teléfono. Se plantó ante él, con el bate en alto, fijando la mirada en el cable eléctrico, que ni siquiera se hallaba cerca del enchufe, y en el cable conector de plástico, hipnóticamente cerca de la toma: desconectado. Y sin embargo el teléfono sonaba. Debería haberse sorprendido, pero no fue así. En los últimos días había perdido por completo la capacidad de sorpresa.

En lugar de reducir el aparato a esquirlas de plástico y circuitos, soltó el bate y volvió a conectar el teléfono a la red eléctrica y a la línea telefónica. Se acercó el auricular a la oreja, evitando tocarse con él por miedo a que de algún modo las voces saltaran del auricular a su cabeza y se instalaran allí, llevándolo a la locura, o más cerca de lo que ya estaba. Antes de marcar un número, escuchó por un momento, con los labios trémulos y las lágrimas resbalándole aún por el rostro. El teléfono al otro lado de la línea sonó cuatro veces, y después se activó un contestador. Siempre saltaba un contestador. Intentó serenarse en la medida de lo posible y empezó a hablar.

– Está pasando algo -dijo-. Tienes que venir y llevártelo todo. Dile a los demás que lo dejo. Pagadme lo que se me debe. Podéis quedaros con el resto.

Colgó, se puso un abrigo y unas zapatillas de deporte y cogió una linterna. Tras vacilar un instante buscó a tientas bajo la cama y localizó la funda universal verde M12 del ejército. Extrajo la Browning, se la metió en el bolsillo del abrigo, cogió el bate de béisbol para mayor paz de espíritu y abandonó la cabaña.

Era una noche sin luna, muy encapotada, de modo que el cielo estaba negro y el mundo se le antojó muy oscuro. El haz de la linterna hendió la oscuridad mientras recorría la hilera de habitaciones tapiadas camino de la número 14. Volvió a acordarse de su padre, y se vio a sí mismo de niño, de pie con el viejo frente a esa misma habitación, preguntándole por qué no había una número 13, por qué las habitaciones saltaban del 12 al 14. Su padre le explicó que la gente era supersticiosa. Nadie quería alojarse en una habitación con el número 13, o en la planta número 13 de uno de esos grandes hoteles de la ciudad, y eran necesarios ciertos cambios para que los clientes se quedaran tranquilos. Por eso la 13 se convirtió en la 14, y así todo el mundo dormía un poco mejor, a pesar de que, en realidad, la 14 seguía siendo la 13, por mucho que se empeñaran en ocultarlo. Los grandes hoteles de la ciudad tenían una planta decimotercera, y los moteles pequeños como el suyo, una habitación 13. De hecho, había quienes no se alojarían en la habitación 14 precisamente por esa misma razón, pero en general casi ningún huésped se daba cuenta.