Ahora estaba solo frente a la 14. No se oía nada dentro, pero percibía su presencia. Esperaban que actuase, esperaban que hiciera lo que ellos querían, lo que venían exigiéndole por la radio, por la televisión, y por las llamadas nocturnas a un teléfono que no debería funcionar pero funcionaba: que los liberara.
Los pasadores que había en la puerta seguían en su sitio, y los cerrojos en perfecto estado, pero cuando comprobó los tornillos fijados al marco, descubrió que tres estaban sueltos y uno se había caído.
– No -dijo-. No es posible.
Recogió el tornillo del suelo y examinó la cabeza. Estaba intacta, sin la menor marca. Cabía la posibilidad, pensó, de que alguien se hubiera acercado por allí en su ausencia y lo hubiera extraído mediante un destornillador eléctrico, pero ¿por qué conformarse con uno? ¿Y por qué sólo aflojar los otros? No tenía sentido.
A menos que…
A menos que lo hubieran hecho desde dentro. Pero ¿cómo?
«Debería abrirla», pensó. «Debería abrirla para asegurarme.» Pero no quería abrirla. Temía lo que pudiera encontrar, lo que pudiera verse obligado a hacer, ya que sabía que si llegaba a realizar una sola buena acción más en su vida, sería pasar por alto esas voces. Casi las oía allí dentro, llamándolo, incitándolo…
Volvió a la cabaña, cogió su enorme caja de herramientas y regresó a la 14. Mientras introducía la punta en el taladro, un sonido de metal sobre madera llamó su atención. Bajó el taladro y enfocó la puerta con la linterna.
Uno de los tornillos aún colocados giraba lentamente, saliéndose por sí solo de la madera. Ante sus ojos, el tornillo quedó a la vista en toda su longitud y cayó al suelo.
Los tornillos no bastaban, ya no. Dejó el taladro y sacó la pistola de clavos. Con la respiración entrecortada, se acercó a la puerta, apoyó el extremo de la herramienta en la madera y apretó el gatillo. Sintió una ligera sacudida por la fuerza del retroceso, pero cuando dio un paso atrás, vio que el clavo, de sus buenos quince centímetros, estaba hundido hasta la cabeza en la madera. Siguió adelante, y al final tenía la puerta asegurada con veinte clavos. Sacarlos todos sería una pesadez, pero viéndolos allí clavados se sentía más tranquilo.
Se sentó en la tierra húmeda. Los tornillos ya no se movían, ni se oían más voces.
– Bien -susurró-. Eso no os ha gustado, ¿verdad que no? Pronto seréis problema de otro, y mi tarea habrá acabado. Voy a coger mi dinero y a marcharme. Ya llevo demasiado tiempo aquí metido. Buscaré un sitio cálido, un refugio donde pasar una temporada, sí, eso haré.
Miró la caja de herramientas. Pesaba demasiado para acarrearla otra vez hasta la cabaña, ¿y quién sabía?, a lo mejor volvía a necesitarla al cabo de un rato. La número 15 también estaba tapiada, pero sólo con un tablero. Haciendo palanca con el destornillador, extrajo los dos clavos que lo mantenían sujeto. Luego dejó la caja en la habitación a oscuras. Distinguió la silueta del viejo armario a la izquierda, y el somier desnudo de la cama, todo él muelles oxidados y patas rotas, como el esqueleto de una criatura muerta hacía mucho tiempo.
Volvió la cabeza y miró el tabique que separaba esa habitación de la 14. La pintura, descascarillada, se había abombado en algunos puntos. Apoyó la mano en una de las ampollas y notó que cedía bajo su piel. Esperaba sentirla húmeda al tacto, pero no fue así. De hecho, estaba caliente, más caliente de lo que debía, a menos que en la habitación contigua ardiese un fuego. Deslizó la mano hacia un lado, hasta una zona más fría, donde la pintura permanecía intacta.
– Pero ¿qué…?
Pronunció las palabras en voz alta, y el sonido de su propia voz en la penumbra lo sobresaltó, como si no hubiese hablado él sino una versión de sí mismo que en cierto modo estaba separada de él y lo observaba con curiosidad, viendo a un hombre que aparentaba más años de los que tenía, estragado por la guerra y la pérdida, obsesionado con teléfonos que sonaban en plena noche y voces que le hablaban en lenguas desconocidas.
Y es que, mientras la palma de su mano descansaba en la pintura, sintió que esa zona fría de la pared empezaba a calentarse. No, no sólo empezaba a calentarse: abrasaba. Cerró los ojos por un momento y una imagen asaltó su mente: una presencia en la habitación contigua, una figura encorvada y deforme que ardía por dentro y, apoyando una mano en la pintura, seguía los movimientos que él realizaba en el lado opuesto, como un metal atraído por un imán.
Retiró la mano y se la frotó en la pernera del pantalón de chándal. Tenía la boca y la garganta secas. Sintió deseos de toser pero se contuvo. Era absurdo, lo sabía: a fin de cuentas, acababa de usar un taladro y una pistola de clavos para cerrar una puerta a cal y canto, así que no podía decirse que se hubiera andado con mucho sigilo hasta el momento, pero existía una diferencia entre esos ruidos metálicos y la simple intimidad humana -y, aceptémoslo, la fragilidad- de una tos. Así que se tapó la boca con la mano y salió de la habitación, dejando allí su caja de herramientas. Volvió a colocar el tablero, pero no se molestó en fijarlo. Era una noche apacible y no había viento que pudiera derribarlo. No dio la espalda al motel hasta llegar a su cabaña. Una vez dentro, cerró con llave; bebió un poco de agua, seguida de un vaso de vodka y un poco de jarabe Vicks Nyquil para ayudarlo a dormir. Volvió a marcar el número al que había llamado antes y dejó un segundo mensaje.
– Una noche más -repitió-. Quiero mi dinero, y quiero todo eso fuera de aquí. No puedo seguir haciéndolo. Lo siento.
A continuación destrozó el teléfono a pisotones antes de quitarse las zapatillas y el abrigo y quedarse hecho un ovillo en la cama. Escuchó el silencio, y el silencio lo escuchó a él.
Los ninguneaban, así lo veía él; los ninguneaban desde el primer día. Incluso se las habían arreglado para escribir mal su nombre en las placas de identificación nuevas: Bobby Jandrau en lugar de Jandreau». Ni loco pensaba irse a la guerra con el nombre mal escrito, eso traía mal karma de todas todas. ¡Y la que montaron cuando reclamó! Cualquiera habría dicho que quería que lo llevaran a Iraq en palanquín.
Pero los ricos, claro, siempre joden a los pobres, y ésa era una guerra de ricos en la que combatían pobres. No había ningún rico esperando para luchar junto a él, y si lo hubiera habido, le habría preguntado qué hacía allí, porque era absurdo meterse en aquello si uno tenía otra opción mejor. No, sólo había hombres como él, y algunos aún más pobres, y eso que él sabía lo que era pasar estrecheces; así y todo, en comparación con algunos de los tipos que conocía, gente hundida en la pobreza antes de alistarse, él nadaba en la abundancia.
Los mandos les anunciaron que estaban en condiciones de marchar al frente, en condiciones de combatir, pero ni siquiera tenían chalecos antibalas.
– Eso es porque los iraquíes no van a dispararos -dijo Lattner-. Sólo usarán el sarcasmo, y dirán cosas feas sobre vuestras mamis.
Lattner, que era una auténtica torre, quizás el hombre más alto que había conocido, siempre hablaba de sus «mamis» y sus «papis». Cuando agonizaba, preguntó por su mami, pero ella se encontraba a miles de kilómetros de allí, probablemente rezando por él, cosa que quizá le sirviese de algo. Estaba sedado para aliviarle parte del dolor, y no sabía dónde se hallaba. Creía que había vuelto a Laredo. Le dijeron que su mami no tardaría en llegar, y él murió creyendo que así era.