Rescataban de la basura trozos de metal y aplanaban latas para emplearlos a modo de placas de blindaje personal. Después empezaron a quitarles los chalecos antibalas a los iraquíes muertos. Los hombres y mujeres que llegaron más tarde estarían mejor equipados: coderas y rodilleras, protectores oculares, gafas de sol Wiley-X, e incluso tarjetas verdes con respuestas a posibles preguntas de los medios de comunicación, porque para entonces se estaba yendo todo al garete, la habían cagado del derecho y del revés, como decía su viejo, y no querían que nadie, en sus declaraciones, se saliera del guión.
Al principio no había duchas: ponían agua en los cascos para lavarse. Vivían en edificios en ruinas, y más adelante, cinco por habitación, sin aire acondicionado, a temperaturas de más de cincuenta grados. Sin dormir, sin ducharse, semanas sin cambiarse de ropa. Con el tiempo, llegaría el aire acondicionado, y las viviendas prefabricadas, y cagaderos como Dios manda, y un centro recreativo con Playstations y televisores de pantalla panorámica, y una tienda que vendía camisetas cutres con el rótulo ¿QUÉ TE HAN BAG-DADO?, y un Burger King. Habría terminales de ordenador con Internet, y locutorios abiertos las veinticuatro horas, excepto cuando mataban a un soldado: entonces los cerraban hasta comunicárselo oficialmente a la familia. Habría un búnker de hormigón con mortero junto a la puerta del pabellón prefabricado, para no tener que enfrentase a ellos a pecho descubierto.
Pero a él no le importaron las dificultades, no al principio. Uno no se alistaba porque quisiera quedarse en el país y dejar pasar el tiempo hasta el final del servicio. Se alistaba porque quería ir a la guerra… ¿Y qué fue lo que dijo el secretario de Defensa, Rumsfeld? Uno va a la guerra con el ejército que tiene, no con el que le gustaría tener. Pero, claro, el secretario Rumsfeld, la última vez que él lo vio, conservaba aún todas sus extremidades, así que para él era fácil decirlo.
Desde hacía un tiempo ciertos tatuajes estaban prohibidos en el ejército, y él tenía alguno que otro en los brazos: chorradas infantiles, pero nada relacionado con bandas. Ni siquiera sabía si en Maine había alguna banda digna de tatuarse el nombre, y aun cuando la hubiera, los tatuajes no habrían significado gran cosa para auténticos matones como los Bloodsy los Crips. El ejército acabaría añadiendo su propio tatuaje: su información personal la llevaba grabada en el costado, su «placa de carne», de manera que si alguna vez volaba en pedazos y sus placas de metal se perdían o eran destruidas, su identidad aún sería reconocible en su cuerpo. Cuando se alistó, un brigada le prometió una exención por los viejos tatuajes que le permitiría incorporarse a filas pese al reglamento; incluso se ofreció a borrar cualquier delito menor en sus antecedentes penales, pero él ni siquiera tenía una infracción por conducir bajo los efectos del alcohol. Le garantizaron una buena vida: gratificación por alistamiento, licencias retribuidas y educación universitaria, si la quería, una vez cumplido su periodo de servicio. Sacó más del ochenta por ciento en los tests de aptitud vocacional, la prueba de acceso al ejército, con lo que se convertía en candidato al reclutamiento por dos años, pero él se alistó para cuatro. De todos modos no tenía grandes planes a la vista y un alistamiento por cuatro años le aseguraba plaza en una división en concreto, y él deseaba servir, a ser posible, con otros hombres de Maine. Ser soldado le gustó. Se le dio bien. Por eso se reenganchó. De no haberlo hecho, las cosas habrían sido muy distintas. La segunda etapa fue el colmo. La segunda etapa fue el no va más.
Pero para eso aún faltaban años. Primero lo mandaron a Fort Benning para las catorce semanas de instrucción básica, y ya el segundo día creyó que se moría. Después de ese periodo de formación le dieron dos semanas de permiso, y luego lo incluyeron en el Programa de Colaboración para el Reclutamiento Local, donde debía vestirse un uniforme de Clase A y reclutar a sus amigos, el equivalente en el ejército a un plan de venta piramidal, pero sus amigos no mordieron el anzuelo. Fue en esa época cuando conoció a Tobias. Ya por entonces se las sabía todas. Tenía facilidad para establecer alianzas, para cerrar tratos, para hacer pequeños favores que podía reclamar posteriormente. Tobias lo acogió bajo su protección.
– Tú no tienes ni repajolera idea -le dijo Tobias-. Quédate a mi lado y aprende.
Y eso hizo. Tobias veló por él, igual que, a su debido tiempo, él veló por Damien Patchett, hasta que se intercambiaron los papeles, y llegaron las balas, y pensó:
Soy cebo. Soy carnada.
Voy a morir.
5
Al día siguiente volví a apostarme ante la casa de Joel Tobias. En lugar del Saturn, el automóvil que a veces utilizaba para labores de vigilancia -como, por ejemplo, la noche anterior-, me vi obligado a usar el Mustang, por si Tobias, después de nuestro encuentro, sospechaba que lo seguían. El Mustang no era un coche precisamente discreto, pero lo estacioné detrás de una furgoneta en el aparcamiento de Big Sky Bread Company, en la esquina de Deering Avenue, y me coloqué en ángulo, de modo que, desde donde me hallaba, veía por muy poco la casa de Tobias en Revere, pero a él le sería difícil advertir mi presencia a menos que viniese a buscarme. Su Silverado continuaba en el camino de acceso cuando llegué, y las cortinas estaban aún corridas en la ventana del piso de arriba. Poco después de las ocho Tobias apareció por la puerta con una camiseta negra y vaqueros negros. Tenía un tatuaje en el brazo izquierdo, pero desde tan lejos no lo distinguí. Se metió en su furgoneta y giró a la derecha. En cuanto dejé de verlo, salí tras él.
La circulación era densa y conseguí quedarme muy por detrás de Tobias sin perderlo de vista. Casi se me escapó en Bedford al cambiar el semáforo, pero lo alcancé un par de manzanas más adelante. Al final entró en una zona de almacenes adyacente a Franklin Arterial. Pasé de largo y me metí en el aparcamiento contiguo, desde donde vi a Tobias estacionar junto a uno de los tres grandes camiones próximos a una alambrada. Dedicó una hora a tareas de mantenimiento rutinarias en el camión; luego volvió a subir a la Silverado y regresó a su casa.
Llené el depósito del Mustang, entré en Big Sky por una taza de café y me planteé qué hacer. De momento sólo sabía que algo no cuadraba en las cuentas de Tobias, y que tal vez tenía problemas con su novia, como Bennett había comentado, pero no podía quitarme de encima la impresión de que, en último extremo, nada de eso era asunto mío. En teoría, podría haberme quedado pegado a él hasta que emprendiese el viaje previsto a Canadá, haber cruzado la frontera detrás de él y haber esperado a ver qué ocurría, pero las probabilidades de que no me detectase si lo seguía a lo largo de todo el camino eran escasas. Al fin y al cabo, si él andaba metido en una actividad ilegal, probablemente permanecía alerta a cualquier clase de vigilancia, y una persecución como es debido requería dos vehículos o quizá tres. Podría haberme llevado a Jackie Garner como segundo conductor, pero Jackie no trabajaba de balde, no a menos que se le garantizase un poco de diversión y la posibilidad de pegarle a alguien sin consecuencias penales, y seguir a un camión hasta Quebec no coincidía con la idea que tenía Jackie de pasarlo bien. Y si Tobias se dedicaba al contrabando, ¿qué más daba? Yo no estaba al servicio de la Aduana estadounidense.