La cuestión de si pegaba o no a su novia ya era otro asunto, pero no veía cómo mi intervención podía mejorar las cosas en eso. Bennett Patchett se encontraba en mejor situación que yo para abordar con discreción a Karen Emory, quizá por mediación de alguna de sus compañeras en la cafetería, ya que difícilmente se ganaría su confianza un desconocido que se acercara a ella y le preguntara si su novio le había pegado en los últimos tiempos.
Llamé al móvil de Bennett. Saltó el buzón de voz y dejé un mensaje. Probé en Downs, pero no estaba allí, y la mujer que atendió el teléfono me dijo que ese día no lo esperaban. Colgué. Se me había enfriado el café. Abrí la ventanilla y lo tiré; después lancé el vaso de papel a la parte de atrás del coche. Me reconcomía de aburrimiento y frustración. Saqué una novela de James Lee Burke, me recosté en el asiento y empecé a leer.
Al cabo de tres horas me dolía el culo y había terminado el libro. El café también había completado su recorrido por mi organismo. Como todo buen detective, llevaba una botella de plástico en el coche en previsión de tal eventualidad, pero aún no había llegado a ese punto. Volví a telefonear a Bennett al móvil, y una vez más saltó el buzón de voz. Al cabo de veinte minutos, apareció en el cruce el Subaru verde de Karen Emory, con Karen al volante. Ya llevaba su camiseta azul de la cafetería Downs. No parecía viajar nadie más en el coche con ella. La dejé ir.
Transcurrida media hora, pasó por allí la Silverado de Tobias camino de la carretera. Lo seguí hasta el cine Nickelodeon de Portland, donde sacó una entrada para una comedia. Esperé veinte minutos, pero no salió. De momento, por lo visto, Joel Tobias no partía rumbo a Canadá, o al menos no ese día. Aun cuando estuviese preparándose para viajar de noche, yo poco podía hacer para seguirlo. Además, esa noche me esperaban en el Bear, y a la siguiente, y no podía fallarle a Dave Evans. Tenía la sensación de haber perdido el día, de que Bennett no iba a obtener de mí el servicio por el que había pagado, no así. Ya eran las cinco de la tarde y entraba en el Bear a las ocho. Antes quería ducharme e ir al baño.
Regresé a Scarborough. Era una noche bochornosa, sin brisa. Para cuando acabé de ducharme y vestirme, había tomado una decisión: cobraría a Bennett las horas que había dedicado hasta el momento y le devolvería el resto del dinero a menos que él me presentara alguna razón de peso para disuadirme. Si él lo deseaba y actuaba como intermediario, yo estaba dispuesto a sentarme con Karen Emory sin cobrar y explicarle qué opciones tenía si padecía violencia doméstica. En cuanto a Joel Tobias, en el supuesto de que no compensara el déficit en su economía por un medio totalmente legal que yo desconocía, podía seguir haciendo lo que fuera que hiciese hasta que la policía, o la aduana, lo pillara. Era una solución intermedia, y no era la ideal, pero tales soluciones rara vez lo son.
Esa noche el Bear estaba de bote en bote. En el extremo de la barra, lejos de la puerta, bebían unos cuantos agentes de la policía estatal. Me pareció prudente eludirlos, y Dave coincidió conmigo. No me apreciaban mucho, y uno de los suyos, un inspector llamado Hansen, seguía de baja tras involucrarse en un asunto relacionado conmigo unos meses antes. No fue culpa mía, pero sabía que sus colegas no pensaban lo mismo. Durante la velada atendí los pedidos de los camareros y dejé que dos de los empleados habituales se encargaran de los clientes sentados ante la barra. La noche transcurrió deprisa, y a eso de las doce mi trabajo ya había acabado. Por probar, volví a pasar por delante de la casa de Joel Tobias. La Silverado seguía allí, junto con el coche de Karen Emory. Cuando fui a la zona de almacenes adyacente a Franklin, cerca de Federal Street, el camión de Tobias no se había movido.
El teléfono sonó cuando me hallaba a medio camino de casa. El identificador de llamada mostró el número de Bennett Patchett, así que me detuve en un Dunkin' Donuts y contesté.
– Llamas un poco tarde, Bennett -dije.
– He supuesto que eras ave nocturna, como yo -respondió-. Perdona que haya tardado tanto en devolverte la llamada. He estado todo el día liado con asuntos jurídicos, y al acabar, si quieres que te diga la verdad, no me apetecía comprobar mis mensajes. Pero he tomado una copa y ya me he relajado un poco. ¿Has averiguado algo digno de mención?
Le contesté que no, aparte de constatar que muy probablemente las cuentas de Joel Tobias no cuadraban, como Bennett ya sospechaba. Le planteé después mis propias dudas: que sería difícil seguir a Tobias sin más efectivos y que quizás existieran formas mejores de abordar la posibilidad de que Karen Emory fuera víctima de violencia doméstica.
– ¿Y mi hijo? -preguntó Bennett. Se le quebró la voz al decirlo, y me pregunté si de verdad había tomado sólo una copa-. ¿Qué pasa con mi hijo?
No supe qué decir. «Tu hijo se ha ido, y esto no te lo devolverá», pensé. «Se lo llevó el estrés postraumático, no su participación en lo que tal vez esté haciendo Joel Tobias tras la fachada de un negocio de transporte legítimo.»
– Oye -dijo Bennett-. A lo mejor piensas que soy un viejo chocho, incapaz de aceptar las circunstancias de la muerte de su hijo, y probablemente sea verdad, ¿sabes? Pero tengo intuición con las personas, y Joel Tobias no es trigo limpio. Ya no me gustó cuando lo conocí, ni me hizo ninguna gracia que Damien se metiera en sus asuntos. Te pido que sigas con este asunto. Da igual lo que cueste. Tengo dinero. Si necesitas contratar un poco de ayuda, hazlo, y lo pagaré también. ¿Qué dices?
¿Qué podía decir? Contesté que le dedicaría unos días más, pese a creer que no serviría de nada. Me dio las gracias y colgó. Me quedé un rato mirando el teléfono antes de lanzarlo al asiento contiguo.
Esa noche soñé con el camión de Joel Tobias. Estaba en un aparcamiento vacío, con el remolque desenganchado, y cuando lo abrí, dentro sólo vi negrura, una negrura que se extendía más allá del fondo del remolque, como si tuviese la vista fija en el vacío. Sentí acercarse una presencia surgida de la oscuridad, una presencia que se precipitaba hacia mí desde el abismo, y me desperté con la primera luz del alba y la sensación de que ya no estaba solo del todo.
En la habitación se percibía el perfume de mi mujer muerta, y supe que era una advertencia.
6
Cuando aparqué en la estación marítima de Casco Bay, el barco correo zarpaba para el reparto matutino con un puñado de pasajeros a bordo, la mayoría de ellos turistas, que contemplaban cómo se alejaban del muelle en medio del ajetreo de pesqueros y transbordadores. El barco correo era un elemento esencial en la vida de la bahía, enlace dos veces al día entre tierra firme y los habitantes de Little Diamond, Great Diamond y Diamond Cove; los de Long Island, Cliff Island y Peaks Island; y los de Great Chebeague, la isla más extensa de Casco Bay, y Dutch Island, o «Refugio», como a veces se la llamaba, la isla más remota del archipiélago, conocido como «islas del Calendario». El barco era un punto de conexión no sólo entre quienes vivían junto al mar y quienes vivían en el mar, sino también entre los residentes de las localidades más inaccesibles de Casco Bay.
Al ver el barco correo, siempre sentía una punzada de nostalgia. Parecía pertenecer a otra época, y era imposible mirarlo sin imaginar cómo había sido antes, la importancia de ese enlace cuando viajar entre las islas y tierra firme no era tan fácil. El barco correo repartía cartas, paquetes y carga, pero también portaba y difundía noticias. Mi abuelo, el padre de mi madre, me llevó una vez en el barco correo mientras éste hacía el reparto; fue poco después de regresar mi madre y yo a Maine tras la muerte de mi padre, cuando huimos al norte para escapar de la creciente mancha generada por ese suceso. Por aquel entonces me pregunté si sería posible vivir en una de esas islas, abandonar tierra firme para siempre, pensando que así cuando la sangre llegara a la costa gotearía lentamente en el mar y se diluiría entre las olas. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que yo siempre huía: del legado de mi padre; de las muertes de Susan y Jennifer -mi mujer y mi hija-, y en último extremo de mi propia naturaleza.