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Pero ahora había dejado de huir.

El Sailmaker era, hablando en plata, un tugurio de mala muerte. Situado en los muelles de Portland, era uno de los últimos bares nacidos en su día para satisfacer las necesidades de los langosteros, los estibadores y todos aquellos cuya forma de vida dependía de los aspectos más ásperos de la actividad portuaria de la ciudad. Ya existía mucho antes de que a alguien se le pasara por la cabeza la idea de que un turista pudiera desear estar un rato frente al mar, y cuando, en efecto, al final llegaron los turistas, éstos rehuyeron el Sailmaker. Era como el perro callejero que dormita en un jardín: la piel salpicada de cicatrices de antiguas peleas, los dientes amarillentos siempre a la vista, incluso en estado de reposo, los ojos legañosos tras los párpados entornados, emanando todo él una amenaza contenida y augurando la pérdida de un dedo, o algo peor, si un desconocido, al pasar, cometía la insensatez de darle una palmada en la cabeza. En el letrero que pendía fuera del bar, descuidado desde hacía años, casi no podía leerse el nombre. Quienes lo necesitaban sabían dónde encontrarlo, y ésos eran los vecinos de la zona y cierta clase de recién llegados, aquellos a quienes no les interesaban las buenas cenas ni los faros marinos ni los pensamientos nostálgicos sobre barcos correo e isleños. Esa clase de gente localizaba por el olfato el Sailmaker y encontraba en él su lugar, después de hacer amago de morder a los demás perros y haber recibido a su vez alguna que otra dentellada.

El Sailmaker era el único establecimiento todavía abierto en su muelle. Alrededor, ventanas atrancadas y puertas con candados protegían locales donde no quedaba nada que robar. El mero hecho de entrar en ellos entrañaba el riesgo de hundirse en el suelo y precipitarse a las frías aguas de la bahía, ya que esos edificios, al igual que el propio muelle, se sumergían lentamente en el mar a causa de la podredumbre. Parecía un milagro que la estructura entera no se hubiese desplomado hacía ya muchos años, y si bien daba la impresión de que el Sailmaker era más estable que sus vecinos, se asentaba sobre los mismos pilotes precarios que todo los demás.

Tomar una copa en el Sailmaker conllevaba, pues, una sensación de peligro a muchos niveles, siendo la posibilidad de ahogarse en la bahía por pisar una tabla en mal estado una inquietud relativamente menor en comparación con la amenaza más inmediata de violencia física, grave o menos grave, por parte de uno de sus clientes o más de uno. En general, ni siquiera los langosteros frecuentaban ya el Sailmaker, y los que sí lo hacían estaban menos interesados en la pesca que en beber sin parar hasta que el líquido les salía por las orejas, Eran langosteros sólo de nombre, porque quienes acababan en el Sailmaker se habían resignado al hecho de que sus días como miembros útiles de la sociedad, personas que trabajaban afanosamente por un sueldo honrado, habían quedado atrás hacía mucho. El Sailmaker era el sitio en el que terminabas cuando no había ninguna otra parte adonde ir, cuando el único final a la vista era un funeral al que asistiría la gente que te conocía sólo por el asiento que ocupabas ante la barra y tu bebida favorita, y que lloraría por su propia vida tanto como por la tuya mientras tu ataúd descendía bajo tierra. Toda población costera tenía un bar como el Sailmaker; en cierto modo, en tales establecimientos había más posibilidades de que recordaran a los descarriados que entre los restos de su propia familia. Desde ese punto de vista, el Sailmaker era, tanto por su nombre -ya que en un barco el sailmaker era el «velero», el que confeccionaba las velas- como en sentido figurado, un lugar idóneo en el que acabar uno sus días, porque a bordo era el velero quien cosía el coy del marino muerto en torno a su cuerpo a modo de mortaja, y le daba al difunto una última puntada en la nariz para asegurarse de que había fallecido. En el Sailmaker, tales precauciones eran innecesarias: sus clientes se mataban a fuerza de beber, así que cuando dejaban de pedir copas, era señal casi inequívoca de que habían logrado su objetivo.

El dueño del Sailmaker era un tal Jimmy Jewel, aunque en su presencia yo siempre lo había oído llamar «señor Jewel». Jimmy Jewel tenía en propiedad muchos lugares como el Sailmaker y el muelle en el que éste se hallaba: bloques de apartamentos que apenas cumplían la normativa; edificios ruinosos en zonas portuarias y calles pequeñas de poblaciones desde Kittery hasta Calais; y solares que no se empleaban más que para almacenar charcos inmundos de agua de lluvia estancada, solares que no estaban a la venta ni parecían propiedad de nadie salvo por los carteles de PROHIBIDO EL PASO, algunos de aspecto razonablemente legítimo, otros simples tablones escritos de cualquier manera con versiones cada vez más alejadas y creativas de la palabra «Prohibido».

Lo que tenían en común esos edificios y solares era la posibilidad de alcanzar, en un futuro, un gran valor para un promotor inmobiliario. El muelle en el que se asentaba el Sailmaker era uno de tantos que, según todos los pronósticos, pasaría a formar parte del proyecto de reconversión urbanística del Nuevo Puerto de Maine, un esfuerzo con un coste de ciento sesenta millones de dólares para revitalizar el frente marítimo comercial que incluía un nuevo hotel, altos bloques de oficinas y una terminal para cruceros, proyecto ahora aparcado y considerado cada vez más remoto. El puerto sobrevivía a duras penas. La Estación Marítima Internacional, en otro tiempo llena de contenedores en espera de ser cargados en buques y gabarras o transportados tierra adentro en camión o tren, estaba más silenciosa que nunca. El número de pesqueros que llevaban sus capturas a la lonja del Muelle de Pesca de Portland había disminuido de trescientos cincuenta a setenta en el transcurso de quince años, y el medio de vida de los pescadores se veía ahora aún más amenazado por la reducción de los días de pesca autorizados. Pronto se suspendería el servicio de transbordadores de alta velocidad entre Portland y Nueva Escocia, llevándose consigo puestos de trabajo e ingresos muy necesarios para el puerto. Según algunos, la supervivencia de la zona portuaria dependía del mayor número de bares y restaurantes permitidos en los muelles, pero el peligro residía en que el puerto se convirtiera entonces en poco más que un parque temático, con sólo un puñado de langosteros para ir ganándose la vida mal que bien y dar cierto color local de cara a los turistas, y la ciudad de Portland quedara reducida así a una sombra del gran puerto de aguas profundas en que se había basado su identidad durante tres siglos.

Y en medio de toda esta incertidumbre se hallaba Jimmy Jewel, valorando las distintas posibilidades, con el dedo húmedo y en alto para ver en qué dirección soplaba el viento. No sería exacto decir que a Jimmy no le importaba Portland, o sus muelles, o su historia. Era sólo que el dinero le importaba más.

Pero si bien los edificios ruinosos constituían una porción considerable de su cartera de inversiones, no representaban el total de sus intereses comerciales. Jimmy controlaba una buena parte del transporte por carretera interestatal y fronterizo y era de quienes más sabían acerca del contrabando de estupefacientes en el litoral nordeste. El principal interés de Jimmy era la hierba, pero había sufrido varios golpes serios en los últimos años, y ahora, según los rumores, estaba retirándose del negocio de la droga en favor de empresas más legítimas, o empresas que conferían apariencia de legitimidad, que no era lo mismo. No es fácil erradicar las viejas costumbres, y por lo que se refería a la vida delictiva, Jimmy seguía metido en ella tanto por el dinero como por el placer de transgredir la ley.