Y ahora las lágrimas corrían por su rostro, no a causa del polvo y la mugre, sino por la rabia y el dolor y la pérdida. No dejó de llorar, ni siquiera cuando unos pies calzados con botas se acercaron a él y un soldado le iluminó la cara con una linterna. Había otros detrás de él, con las armas en alto.
– ¿Quién es usted? -preguntó el soldado.
El doctor Al-Daini no contestó. No podía. Tenía puesta toda su atención en los ojos de la muchacha rota.
– ¿Habla usted inglés? Se lo preguntaré otra vez: ¿quién es?
El doctor Al-Daini detectó nerviosismo en la voz del soldado, pero también un amago de arrogancia, la superioridad natural del conquistador en presencia del conquistado. Dejó escapar un suspiro y alzó la mirada.
– Soy el doctor Mufid Al-Daini -dijo, enjugándose los ojos-, y soy el conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas de este museo. -Reflexionó por un momento-. Mejor dicho: era el conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas, porque ahora el museo ya no existe. Sólo quedan fragmentos. Ustedes han permitido que esto ocurra. Se han cruzado de brazos y lo han consentido…
Pero hablaba más para sí mismo que para ellos, y las palabras se hicieron ceniza en su boca. El personal del museo había abandonado el recinto el martes. El sábado se enteraron de que el museo había sido saqueado y empezaron a regresar en un esfuerzo por evaluar los daños y prevenir más robos. Alguien contó que el saqueo ya se había iniciado el jueves, cuando centenares de personas se concentraron ante la valla que circundaba el museo. Durante dos días dieron rienda suelta al pillaje. Corrían ya rumores de que algún que otro miembro del personal había colaborado en el saqueo, de que ciertos vigilantes del museo habían ayudado a identificar las piezas más valiosas. Los ladrones arrasaron con todo aquello que podían llevarse a cuestas e intentaron destruir gran parte de lo que era imposible acarrear.
El doctor Al-Daini y unos cuantos más se presentaron en el cuartel general de la Infantería de Marina y suplicaron protección para el edificio, ya que el personal temía que los saqueadores regresaran, y los tanques del ejército de Estados Unidos apostados en el cruce, a sólo cincuenta metros del museo, se habían negado a acudir en su auxilio, so pretexto de que obedecían órdenes. Al final, los norteamericanos prometieron un destacamento de guardia, pero no habían acudido hasta ese mismo día, el miércoles. El doctor Al-Daini había llegado poco antes que ellos, ya que actuaba como enlace con el ejército y los medios de comunicación y llevaba varios días yendo de un despacho militar a otro y proporcionando contactos a la prensa.
Con sumo cuidado, levantó la cabeza rota, juvenil y sin embargo antigua, la pintura visible aún en el pelo y la boca y los ojos después de casi cuatro mil años.
– Miren -dijo, todavía con lágrimas en los ojos-. Miren lo que le han hecho.
Y los soldados observaron por un momento a aquel viejo cubierto de polvo blanco, con una cabeza hueca entre las manos, antes de pasar a apostarse en las salas saqueadas del Museo de Iraq para su protección. Eran jóvenes, y esa operación tenía que ver con el futuro, no con el pasado. No habían sufrido bajas, allí no. Y esas cosas pasaban.
Al fin y al cabo, estaban en guerra.
El doctor Al-Daini se quedó mirando a los soldados mientras se alejaban. Luego echó una ojeada alrededor y vio un paño salpicado de pintura junto a una vitrina caída. Lo examinó y, viendo que estaba relativamente limpio, colocó encima la cabeza de la muchacha. La envolvió en el paño y anudó los cuatro ángulos para acarrearla con más facilidad. Con ademán cansino, se irguió, sosteniendo la cabeza en la mano izquierda como un verdugo dispuesto a presentar ante su soberano la prueba del trabajo del hacha, pues tan real era la expresión de la muchacha, y tan afligido y conmocionado se sentía el doctor Al-Daini, que no se habría sorprendido si el cuello cercenado hubiese empezado a sangrar a través de la tela, derramando gotas rojas como pétalos sobre el suelo polvoriento. En torno a él todo eran recordatorios de lo que aquello había sido antes: ausencias como heridas abiertas. Se habían apoderado de las joyas de los esqueletos y habían esparcido sus huesos. Habían decapitado las estatuas a fin de que el elemento más llamativo de éstas pudiera transportarse con facilidad. Resultaba raro, pensó, que hubiesen pasado por alto la cabeza de la muchacha, con lo exquisita que era, o acaso al autor del estropicio le bastara con dañar su cuerpo, con eliminar un poco de belleza de este mundo.
La magnitud de la destrucción era abrumadora. El vaso de Warka, obra maestra del arte sumerio, la vasija ritual de piedra labrada más antigua del mundo, datado en el año 3500 a. de C. aproximadamente, había desaparecido, arrancado de su base. Una hermosa lira con una cabeza de toro había quedado reducida a astillas al despojarla del oro. El pedestal de la estatua de Bassetki: desaparecido. La estatua de Entema: desaparecida. La máscara de Warka, la primera escultura naturalista de un rostro humano: desaparecida. Recorrió una sala tras otra, sustituyendo con fantasmas, fantasmas de sí mismos, todo aquello que se había perdido -aquí un sello de marfil, allí una corona con piedras preciosas incrustadas-, superponiendo lo que antes existía sobre los estragos del presente. Incluso en ese momento, aturdido aún por el alcance de los daños, el doctor Al-Daini catalogaba ya la colección en su cabeza, intentando recordar la antigüedad y procedencia de cada preciada reliquia por si los archivos del museo no estaban ya a su disposición cuando iniciaran la tarea, en apariencia imposible, de recuperar lo que se habían llevado.
Las reliquias.
El doctor Al-Daini se detuvo. Se tambaleó ligeramente y cerró los ojos. Un soldado que pasaba junto a él le preguntó si se encontraba bien y le ofreció agua, un detalle amable que el doctor Al-Daini no pudo apreciar de tan hondo como era su desasosiego. Por el contrario, se volvió hacia el soldado y lo agarró de los brazos, movimiento que habría podido poner fin en el acto a sus zozobras si el soldado en cuestión hubiese tenido el dedo en el gatillo de su arma.
– Soy el doctor Mufid Al-Daini -dijo al soldado-. Soy conservador adjunto aquí en el museo. Necesito que me ayude, por favor. Tengo que llegar al sótano. Debo comprobar una cosa. Es importantísimo. Debe ayudarme a llegar allí.
Señaló las siluetas de hombres armados frente a ellos, figuras de color beige en los pasillos a oscuras. El joven que tenía delante pareció dudar, hasta que finalmente hizo un gesto de indiferencia.
– Antes tendrá que soltarme -respondió. Apenas debía de contar veinte o veintiún años, pero poseía un aplomo, una desenvoltura, propios de un hombre de más edad.
El doctor Al-Daini dio un paso atrás, disculpándose por su presunción. En el uniforme del soldado se leía su nombre: «Patchett».
– ¿Puede identificarse? -preguntó Patchett.
El doctor Al-Daini buscó su placa del museo, pero estaba escrita en árabe. En su cartera encontró una tarjeta de visita, en árabe por un lado y en inglés por otro, y se la entregó. Entornando un poco los ojos bajo la débil luz, Patchett la examinó y se la devolvió.
– De acuerdo, veamos qué puede hacerse -dijo.
El doctor Al-Daini ocupaba dos cargos en el museo. Además de ser conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas, título profesional que no hacía justicia a la profundidad y amplitud de sus conocimientos, ni siquiera de hecho a las responsabilidades asumidas y no remuneradas con que había cargado de manera extraoficial, también era conservador de las piezas no catalogadas, otro nombre que no describía ni remotamente el alcance de los esfuerzos hercúleos que aquello exigía. El sistema que tenía el museo para inventariar era antiguo y complicado, y existían decenas de millares de objetos pendientes de consignarse. Una parte del sótano del museo era un laberinto de estanterías llenas a rebosar de piezas, algunas metidas en cajas y otras no, la mayoría de escaso valor monetario, o al menos la mayoría de las ya catalogadas -una pequeña parte- por el doctor Al-Daini y sus predecesores, y sin embargo cada una era una huella, un vestigio de una civilización transformada en el presente hasta un punto irreconocible, o erradicada ya de este mundo por entero. En muchos sentidos ese sótano era la parte del museo que el doctor Al-Daini prefería, porque quién sabía qué podía descubrirse aún allí, qué tesoros insospechados podían salir a la luz. De momento, a decir verdad, había encontrado pocos, y el fondo de objetos pendiente de catalogar seguía siendo tan grande como siempre, ya que por cada fragmento de cerámica, por cada trozo de estatua que se añadía formalmente a los archivos del museo, llegaban otros diez mil, y así, a la vez que aumentaba el volumen de lo conocido, crecía también la masa de lo desconocido. Un hombre inferior a él podía haberlo considerado una labor infructuosa, pero el doctor Al-Daini era un romántico en lo que atañía al conocimiento, y la idea de que la cantidad de aquello que quedaba por descubrir se incrementara permanentemente lo llenaba de júbilo.