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No tuve que telefonear con antelación para concertar una cita con él. El núcleo del imperio de Jimmy era el Sailmaker. Tenía un pequeño despacho en la parte de atrás, pero se usaba básicamente como almacén. De hecho, Jimmy siempre rondaba por el bar, leyendo el periódico, atendiendo alguna que otra llamada en un teléfono antiguo y bebiendo una taza de café tras otra. Allí estaba cuando entré aquella mañana. No había nadie más, aparte de un camarero con una camiseta blanca llena de manchas que entraba cajas de cerveza desde el almacén. El camarero se llamaba Earle Hanley, el mismo Earle Hanley que atendía la barra del Blue Moon la noche que Sally Cleaver murió a causa de la paliza propinada por su novio, ya que el dueño del Sailmaker y el Blue Moon eran la misma persona: Jimmy Jewel.

Earle alzó la vista cuando entré. Si le gustó lo que vio, hizo un decidido esfuerzo para disimularlo. Contrajo el rostro, arrugándolo como una bola de papel recién apretujada; de hecho su cara, incluso en estado de reposo, parecía la última nuez en el cuenco una semana después de Acción de Gracias. Su otra función consistía en repartir leña entre los recalcitrantes que contrariaban a Jimmy y se granjeaban su antipatía. Daba la impresión de haber sido construido a base de bolas de lípidos incrustadas, con la bola superior orlada de pelo negro grasiento. Incluso sus muslos eran circulares. Casi me parecía oír el chapoteo de la grasa en torno a su cuerpo mientras se movía.

Jimmy, por su parte, vestía un traje negro de enterrador y, debajo, una camisa azul con el cuello desabrochado. Era delgado y tenía el pelo de distintos tonos grisáceos, mantenido en su sitio por una gomina que despedía un ligero olor a clavo. Medía un metro ochenta, pero estaba un poco encorvado, como si se hallase bajo una carga invisible para todos pero en extremo opresiva para él. El lado derecho de su boca apuntaba permanentemente hacia arriba, como si la vida fuese una graciosa comedia y él un simple espectador. Para lo que corría entre contrabandistas y narcotraficantes, Jimmy no era mal tipo. Había tenido algún encontronazo con mi abuelo, que era policía estatal y conocía a Jimmy desde hacía años, pero se respetaban mutuamente. Jimmy asistió al funeral de mi abuelo, y el pésame que me dio fue sincero. Desde entonces apenas trataba con él, pero nuestros caminos se habían cruzado en alguna que otra ocasión, y un par de veces me había indicado amablemente la dirección correcta al acudir a él con una pregunta que requería respuesta, siempre y cuando nadie saliera mal parado por su culpa y no interviniese la policía.

Apartó la vista del periódico, y su media sonrisa vaciló, como una bombilla por efecto de una interrupción momentánea en el suministro eléctrico.

– ¿No deberías llevar antifaz? -preguntó.

– ¿Por qué? ¿Tienes algo que merezca la pena robar?

– No, pero pensaba que todos los vengadores llevabais antifaz. Así, cuando desaparecéis en la noche, la gente puede decir: «¿Quién era ese vengador enmascarado?». Aparte de eso, no eres más que un hombre vestido de manera demasiado juvenil para su edad, que mete la nariz donde no le llaman y pone cara de sorpresa cuando le sangra.

Ocupé un taburete frente a él. Dejó escapar un suspiro y plegó el periódico.

– ¿Crees que llevo ropa demasiado juvenil para mi edad? -pregunté.

– Si quieres saber mi opinión, hoy día todo el mundo lleva ropa demasiado juvenil, y eso si lleva ropa. Todavía recuerdo los tiempos en que venían busconas a estos bares, y ni siquiera ellas se habrían puesto lo que se ponen algunas chicas que veo desfilar por delante, en verano y en invierno. Me entran ganas de comprarles abrigos a todas, para asegurarme de que no pasan frío. Pero ¿qué sé yo de modas? Para mí, cualquier traje que no sea negro parece una indumentaria propia del mismísimo Liberace. -Me tendió la mano y se la estreché-. ¿Cómo te va, muchacho?

– Bien, bastante bien.

– ¿Sigues con aquella mujer? -preguntó.

Se refería a Rachel, la madre de mi hija Sam. No sentí el menor impulso de expresar sorpresa. Nadie sobrevivía tanto tiempo como Jimmy Jewel si no se enteraba de los derroteros que tomaban las vidas de sus conocidos.

– No. Hemos roto. Ella está en Vermont.

– ¿Se llevó a la niña?

– Sí.

– Lamento oírlo.

No era un tema de conversación en el que me apeteciese ahondar. Olfateé el aire con cautela.

– Tu bar apesta -dije.

– Mi bar huele bien -repuso Jimmy-. Es mi clientela la que apesta, pero para librarme de la pestilencia, tendría que librarme de ellos, y entonces me quedaría solo con mis fantasmas. Ah, y Earle tampoco huele muy bien, pero eso quizá sea genético.

Earle permaneció callado, limitándose a añadir unas cuantas arrugas más a su semblante y seguir reordenando la mugre.

– ¿Quieres una copa? Invita la casa.

– Me parece que no. He oído que echas agua al alpiste para darle sabor.

– Hay que tener huevos para presentarse aquí y dejar caer comentarios insultantes sobre mi local.

– Esto no es un local, es una deducción tributaria. Si alguna vez entrara dinero de verdad, tu imperio se vendría abajo.

– ¿Yo tengo un imperio? No lo sabía. Si lo hubiera sabido, me habría vestido mejor, me habría comprado trajes negros más caros.

– Tienes a un hombre que te sirve el café sin pedírselo, y rompe cabezas conforme a la misma pauta. Supongo que eso será por algo.

– ¿Quieres un café, pues? -preguntó Jimmy.

– ¿Es tan malo como todo lo demás aquí?

– Peor, pero lo he preparado yo, y al menos sabes que tengo las manos limpias. Literal, no metafóricamente.

– Un café estaría bien, gracias. En cuanto a lo otro, para mí es demasiado temprano.

– En ese caso te has equivocado de lugar. ¿Te piensas que las ventanas son pequeñas porque no puedo pagar cristales más grandes?

El Sailmaker permanecía siempre a oscuras. A sus clientes no les gustaba que les recordaran el paso del tiempo.

Jimmy le hizo una señal a Earle, que se irguió, cogió un tazón de algún sitio, examinó el interior para asegurarse de que no estaba demasiado sucio, o tal vez suficientemente sucio, y lo llenó. Cuando dejó el tazón en la barra, el café se derramó y se encharcó en la madera. Earle me miró como si me retara a quejarme.

– Para ser tan grande, actúa con mucha delicadeza -observé.

– No le caes bien -explicó Jimmy-. Pero no te lo tomes como algo personaclass="underline" nadie le cae bien. A veces pienso que ni siquiera yo le caigo bien, pero como le pago, gozo de cierto grado de tolerancia.

Jimmy me acercó una jarra de plata con leche, no crema de leche, y un azucarero. A Jimmy no le gustaba la leche uperizada, ni la crema de leche barata, ni las bolsitas de edulcorante. Cogí la leche, pero no el azúcar.

– Bien, pues, ¿es una visita de cortesía o he cometido alguna fechoría que debe enmendarse? Porque debo decirte que, viéndote aquí en mi local, me entran ganas de comprobar mi seguro.

– ¿Crees que me acompañan los problemas?

– Dios santo, seguro que la muerte en persona te manda una cesta de fruta por Navidad para agradecerte el trabajo que le das.

– Tengo una pregunta sobre el transporte por carretera.

– No te metas en eso, es mi consejo. Las jornadas son interminables y no se pagan las horas extras. Duermes en la cabina, comes mal y te mueres en un área de descanso. Aunque, por otro lado, nadie intentará matarte activamente, circunstancia que parece uno de los gajes de tu oficio, o de la versión de él que tú has elegido.

Hice caso omiso del consejo laboral.

– Se trata de cierto individuo, un autónomo. Tiene que pagar las letras de un bonito camión, la hipoteca, lo de siempre. Yo diría que, en total, sus gastos se acercan a los setenta mil anuales, y eso sin llevar una vida dilapidada.

– ¿Y con cierto margen para la contabilidad creativa?

– Es probable. ¿Has conocido alguna vez a un hombre honrado?