– No en lo que se refiere a impuestos. Si lo conociera, le sacaría hasta el último centavo, igual que Hacienda, pero sin tanta saña. Y ese individuo… ¿se dedica a las largas distancias?
– Algún viaje a Canadá, pero sólo eso, creo.
– Canadá es muy grande. ¿De cuántos kilómetros hablamos?
– Hasta Quebec, que yo sepa.
– Eso no se considera larga distancia. ¿Trabaja muchas horas?
– No las suficientes, o esa impresión da.
– ¿Piensas, pues, que podría estar haciendo algún trabajito bajo mano?
– Cruza la frontera. O sea que sí: la idea se me ha pasado por la cabeza. Y con el debido respeto, dudo que cruce la frontera siquiera una ardilla sin que tú te enteres y te lleves tu diez por ciento de las nueces.
– Quince -rectificó Jimmy-. Y ése es precio de amigo. ¿El individuo en cuestión tiene nombre?
– Joel Tobias.
Jimmy desvió la mirada y chascó la lengua.
– No es de los míos.
– ¿Sabes de quién puede ser?
En lugar de contestar a la pregunta, Jimmy dijo:
– ¿Por qué te interesa?
De camino a Portland me había planteado qué estaba dispuesto a contarle a Jimmy. Al final decidí que tendría que contárselo casi todo, pero de momento quería omitir la muerte de Damien Patchett.
– Tiene novia -contesté-. Un ciudadano consciente sospecha que quizá no la trata bien, y que estaría mejor sin él.
– ¿Y qué? Si demuestras que es contrabandista, ¿ella lo abandonará para salir con un predicador? O bien mientes, y me extrañaría que te presentaras aquí para eso, o bien ese ciudadano consciente tiene mucho que aprender sobre las cosas de este mundo. La mitad de las chicas de la ciudad se echarían encima de cualquier hombre con un par de monedas en el bolsillo y lo dejarían a dos velas, sin importarles de dónde ha salido el dinero. De hecho, si les dijeras que es ilegal, más de una llamaría a sus hermanas para que se sumaran a la fiesta.
– ¿Y la otra mitad?
– Le robarían la cartera sin más. Objetivos a corto plazo, ganancias a corto plazo. -Se frotó la cara con la mano, y oí el roce de su incipiente barba-. Sé que no eres de los que aceptan consejos, pero tal vez me escuches en recuerdo de tu abuelo -prosiguió-. Este asunto no vale la pena, no si el único problema es un conflicto doméstico que se resolverá por sí solo de una manera u otra. Déjalo estar. Ahí fuera hay maneras más fáciles de ganar dinero.
Tomé un poco de café. Sabía a aceite de cárter. Si no hubiese visto a Earle servírmelo, habría pensado que había salido por la puerta de atrás y hundido el tazón en el agua de la bahía antes de dármelo. Aunque quizá, sencillamente, tenía guardados un par de tazones y vasos asquerosos para las visitas especiales.
– Las cosas no van así, Jimmy -dije.
– Sí, ya me parecía a mí que estaba hablándole al viento.
– ¿Sabes algo de Tobias, pues?
– Tú primero. Esto no va sólo de una chica que sale con el hombre que no le conviene.
– Me ha contratado una persona que sospecha que Tobias no es trigo limpio, y que quizá le guarde rencor.
– Y tú has acudido a mí porque te imaginas que Tobias aumenta su carga ilegalmente para llegar a fin de mes, y en tal caso yo debo de saberlo.
– Jimmy, tú sabes cosas que no sabe ni siquiera Dios.
– Eso es porque a Dios sólo le interesa su propia parte del botín, y ésa la pagaremos todos, tarde o temprano, así que Dios puede permitirse esperar. Yo, en cambio, siempre aspiro a la expansión.
– Volvamos a Joel Tobias.
Jimmy se encogió de hombros.
– No tengo gran cosa que contarte acerca de ese individuo, pero lo que sé no va a gustarte.
Jimmy sabía cómo funcionaban las cosas en la frontera. Conocía todas las carreteras, todas las ensenadas, todas las calas solitarias del estado de Maine. Trabajaba por su cuenta en el sentido de que actuaba como representante para varias organizaciones criminales que a menudo preferían mantenerse lo más lejos posible de las actividades ilegales con que se financiaban. Alcohol, drogas, personas, dinero: todo aquello que necesitara transporte, Jimmy encontraba la manera de moverlo. El soborno era una práctica arraigada, y había hombres de uniforme que sabían cuándo hacer la vista gorda. Jimmy solía decir que en nómina tenía a más gente que el Estado, y sus empleos eran más seguros.
Los acontecimientos del 11-S cambiaron las cosas para Jimmy y otros como él. En la frontera aumentaron las medidas de seguridad, y Jimmy ya no podía garantizar las entregas sin percances. Los sobornos se encarecieron, y algunos de sus hombres le comunicaron discretamente que ya no podían correr el riesgo de trabajar para él. Un par de cargamentos fueron incautados, y la gente cuyas mercancías transportaba Jimmy no se lo tomó bien. Jimmy perdió dinero, y clientes. El declive económico también había contribuido: circulaba poco dinero, desaparecían puestos de trabajo, y en esas circunstancias el contrabando se convertía en una opción aceptable para hombres que intentaban capear los malos tiempos. Pero si bien Jimmy siempre estaba necesitado de buenos empleados, no contrataba a cualquiera. Quería gente de confianza, que no diera señales de pánico cuando los perros empezaban a olfatear en torno a sus camiones o sus coches, que no decidiera arriesgarse a timar a Jimmy y escapar con las ganancias. Sólo los novatos hacían cosas así. Los veteranos sabían que no les convenía. Acaso Jimmy pareciera un hombre cordial, pero Earle no lo era. Earle era capaz de romperle las patas a un gatito por derramar la leche.
Y si Earle no podía manejar la situación, cosa poco habitual, Jimmy tenía amigos en todas partes, la clase de amigos que estaban en deuda con él y sabían cómo encontrar a alguien tan tonto como para contrariar a Jimmy Jewel. Y dado que a los novatos sólo se les encargaba el transporte de cargas valoradas como mucho en cantidades de cinco cifras, eso mismo ponía un límite a su huida, en el supuesto de que pudieran acceder a los «nidos», los compartimentos de almacenaje ocultos. Incluso quienes huían regresaban al final de forma inevitable a su lugar de procedencia, porque Jimmy siempre daba empleo a personas con amigos y familia fácilmente accesibles. O bien el causante del agravio volvía por propia voluntad, en general porque echaba de menos la compañía, o bien cabía la posibilidad de inducirlo a volver para ahorrarle problemas a sus allegados. A eso seguiría una paliza, y un embargo de bienes o, a falta de dichos bienes, un par de trabajos sucios de alto riesgo realizados por poco dinero o ninguno a modo de expiación. Jimmy se oponía a los castigos de carácter terminal porque atraían una atención no deseada sobre sus actividades, aunque eso no equivalía a decir que nadie hubiera muerto por contrariar a Jimmy Jewel. En la región boscosa del norte había cadáveres bajo tierra, pero no era Jimmy quien los había enterrado allí. A veces ocurría que un cliente, molesto a causa del trastorno originado por alguien que se marchaba con su dinero o su droga, insistía en la necesidad de dar ejemplo pour décourager autres, como lo expresaban algunos de sus contactos quebequeses. En esos casos Jimmy hacía cuanto estaba a su alcance para interceder en su favor, pero si sus ruegos caían en saco roto, él había dejado muy claro desde el principio que no liquidaría a nadie, porque no era ésa su manera de trabajar, y el dedo en el gatillo no pertenecería a ninguno de sus hombres. Nadie se quejó nunca de la postura de Jimmy a este respecto, más que nada porque siempre había quien estaba sobradamente dispuesto a dar el pasaporte a un pobre desdichado, aunque sólo fuera para mantenerse en forma y seguir en activo.
Jimmy nunca obligaba a nadie a trabajar para él. Se conformaba con plantearlo de forma delicada, en ocasiones por mediación de un tercero, y si la respuesta era negativa, pasaban a otro candidato. Tenía paciencia. A menudo bastaba sembrar la semilla y esperar a que se produjera un cambio en las circunstancias económicas de determinada persona, momento en el que tal vez el ofrecimiento fuera reconsiderado. Pero siempre seguía de cerca las andanzas de los camioneros locales y permanecía atento a cualquier rumor de despilfarro, o de que alguien se había comprado un camión nuevo cuando el sentido común indicaba que a duras penas podía mantener el antiguo. Si algo no le gustaba a Jimmy era la competencia, o los listillos que intentaban operar por su cuenta, aunque fuese a pequeña escala. Había algunas excepciones a esa regla: se rumoreaba que tenía un acuerdo ventajoso con los mexicanos, pero no estaba dispuesto a intentar entenderse con los dominicanos, los colombianos, los moteros, o ni siquiera con los mohawk. Si querían disponer de sus servicios, como sucedía a veces, por él no había inconveniente, pero si a él le diera por cuestionar el derecho de todos ésos a mover la mercancía, Earle y él acabarían atados a sendas sillas en el Sailmaker con trozos de sí mismos esparcidos a sus pies, en el supuesto de que sus pies no estuvieran entre los trozos esparcidos, mientras el bar ardía hasta los cimientos en torno a sus orejas, en el supuesto de que aún tuvieran las orejas.