– ¿Tienes idea de cuáles son sus destinos al otro lado de la frontera canadiense?
– Sitios normales: con cargamentos de pienso, productos de papelería, piezas mecánicas. Quizá podría conseguirte una lista, pero no te serviría de nada. Son encargos legales. O empecé a hacer preguntas demasiado tarde, o ésos son más listos de lo que parece.
– ¿Ésos? ¿Tiene socios?
– Unos camaradas del ejército. Lo han acompañado en algún viaje. A un hombre con tu talento no le resultará difícil dar con ellos. -Cogió el periódico y reanudó la lectura. Nuestra conversación había terminado-. Ha sido un placer hablar otra vez contigo, Charlie. Seguro que no hace falta que Earle te enseñe el camino.
Me levanté y me puse la chaqueta.
– ¿Qué mercancía transporta, Jimmy?
Jimmy contrajo los labios, y la comisura derecha se elevó hasta quedar a la altura de la izquierda, formando una sonrisa de cocodrilo.
– En eso estamos. Cuando tengamos algún resultado, puede que te lo diga…
7
¿Confiaba yo en Jimmy Jewel? No estaba muy seguro. Mi abuelo lo había descrito una vez como un hombre que mentiría por omisión pero prefería no mentir. Por supuesto, Jimmy hacía una excepción con la aduana estadounidense y las fuerzas de la ley y el orden en general, pero incluso con ellos tendía a evitar confrontaciones en la medida de lo posible, eludiendo así la necesidad de recurrir a falsedades.
En todo caso ahora quedaba claro, por lo que el propio Jimmy Jewel me había dicho, que Joel Tobias se hallaba en su radar, lo cual era en cierto modo como ser el objetivo de un vehículo aéreo militar no tripulado: en general éste podía limitarse a volar por encima de ti, pero nunca sabías cuándo se te echaría encima con toda su furia.
Tras comprobar que el camión de Tobias seguía ante el almacén, y que la Silverado aún estaba aparcada frente a su casa, pasé por el Bayou Kitchen, en Deering, para tomar una sopa de quingombó. Según Jimmy, Joel Tobias recibía ayuda de ex soldados, y eso planteaba toda una serie de nuevos problemas. Maine era un estado de veteranos: vivían allí más de ciento cincuenta mil, y eso sin contar los que habían sido reincorporados a filas para combatir en Iraq y Afganistán. Casi todos residían lejos de las ciudades, refugiados en zonas rurales como el condado de Aroostook. Sabía por experiencia propia que a muchos de ellos no les hacía ninguna gracia hablar con personas ajenas a sus actividades, lícitas o no.
Telefoneé a Jackie Garner desde mi mesa y le dije que tenía un encargo para él. Pese a haber cumplido ya los cuarenta y tantos, Jackie aún vivía con su madre, quien hacía gala de una benévola tolerancia ante la pasión de su hijo por los explosivos de fabricación casera y otras municiones improvisadas, aunque le había prohibido terminantemente meterlos en casa. En los últimos tiempos enturbiaba esa entrañable relación edípica cierto grado de tensión, precipitado por el hecho de que Jackie había empezado a salir con una tal Lisa, que parecía tenerle mucho cariño a su nuevo pretendiente y lo presionaba para que se fuera a vivir con ella, si bien no estaba claro qué sabía Lisa del asunto de las municiones. Para la madre de Jackie, la recién llegada representaba una contrincante no deseada por el afecto de su hijo, y había empezado a representar el papel de madre frágil y anciana, con la cantinela de «¿Quién cuidará de mí cuando tú no estés?», papel en el que difícilmente encajaba, ya que existían grandes tiburones blancos peor equipados para la vida en soledad que la señora Garner.
Así las cosas, Jackie, atrapado entre estos dos polos afectivos opuestos, como un reo con los brazos atados a un par de caballos de tiro, cada uno con un látigo a punto sobre el lomo, pareció agradecer mi llamada, y estuvo más que dispuesto a asumir un trabajo de vigilancia, por lo demás aburrido, que lo eximía momentáneamente de tratar con las mujeres de su vida. Le dije que no perdiera de vista a Joel Tobias, pero si éste se reunía con alguien, entonces debía seguir a la segunda persona. Entretanto, pensaba telefonear a Ronald Straydeer, un indio penobscot que andaba muy metido en asuntos de veteranos. Tal vez él pudiera decirme algo más sobre Tobias.
Pero de momento yo tenía otras obligaciones: Dave Evans me había pedido que fuera a sustituirlo durante la entrega semanal de cerveza en el Bear y luego actuara como supervisor del bar durante el resto del día. Sería un turno largo, pero Dave se hallaba en un apuro, así que aplacé el encuentro con Ronald Straydeer para el día siguiente y llegué al Bear a tiempo para recibir el camión de Nappi. Y como el Bear estaba muy concurrido, la tarde enseguida dio paso a la noche, sin que cambiara apenas la iluminación interior, hasta que por fin, pasadas las doce, oí que la cama me llamaba.
Me esperaban en el aparcamiento. Eran tres, todos con pasamontañas negros y cazadoras oscuras. Advertí su presencia mientras abría la puerta del coche, pero para entonces ya los tenía encima. Lancé a bulto el brazo derecho y alcancé a alguien en la cara de refilón con el codo. Entonces hinqué la llave del coche y sentí que le atravesaba el pasamontañas y desgarraba la piel. Oí un juramento. Acto seguido recibí un fuerte golpe en la nuca y me desplomé. Me acercaron una pistola a la sien y una voz masculina dijo: «Ya basta». Un coche se detuvo al lado. Noté unas manos bajo las axilas: tiraron de mí hasta ponerme en pie. Me cubrieron la cabeza con un saco, me arrojaron a la parte trasera de un coche y me obligaron a tumbarme en el suelo. Sentí la presión de una bota en la nuca. Me sujetaron las manos por detrás de la espalda y en cuestión de segundos unas correas de plástico me ceñían dolorosamente las muñecas. El metal de un arma me rozó en el mismo punto donde antes me habían golpeado, y sentí cómo estallaban chispas detrás de mis ojos.
– Quédate ahí tirado, y en silencio.
Y como no tenía elección, obedecí.
Nos dirigimos hacia el sur por la 1-95. Lo deduje por la distancia recorrida a lo largo de Forest y el giro en el acceso a la interestatal. No habíamos circulado más de quince minutos cuando nos desviamos a la izquierda. Oí el crujido de la grava bajo los neumáticos cuando nos detuvimos. A continuación me sacaron del coche. Me levantaron los brazos maniatados por detrás hasta casi dislocármelos, obligándome a caminar encorvado. Nadie habló. Se abrió una puerta. A través del saco percibí el olor a humo viejo y orina. De un empujón y una patada en el trasero me echaron adentro y caí de bruces. Alguien rió. Noté unas baldosas ásperas, y el hedor a desechos humanos era de una intensidad nauseabunda. Mis captores ocuparon posiciones alrededor. Sus pisadas resonaban. Estaba entre cuatro paredes, pero algo en el sonido no se correspondía con un recinto cerrado, y me dio la sensación de hallarme en un espacio abierto por arriba. De hecho, ya tenía una idea bastante clara de dónde me hallaba. A pesar de los años transcurridos, el lugar seguía oliendo a quemado. Era el Blue Moon, y comprendí que habían establecido una conexión entre Jimmy Jewel y yo. Quienes me habían llevado allí estaban al corriente de nuestro encuentro y habían decidido, equivocadamente, que yo trabajaba para Jimmy. Iban a enviar un mensaje a Jimmy por mediación mía, e incluso antes de que empezaran a comunicármelo, tuve la certeza de que habría preferido que se lo transmitieran a Jimmy en persona.
Alguien se arrodilló junto a mí, y me levantaron el saco por encima de la nariz.
– No queremos hacerte daño. -Era la misma voz masculina que había hablado antes, una voz serena y comedida, sin animadversión, de un hombre más joven que yo.
– Quizá tendrías que habértelo pensado dos veces antes de tumbarme en el aparcamiento -dije.
– Has estado muy rápido con esa llave. Me ha parecido oportuno calmarte un poco. En todo caso, basta ya de cumplidos. Contesta a mis preguntas y estarás otra vez en tu bólido antes de que te duela de verdad la cabeza. Ya sabes de qué va el asunto.