Por la abertura en la parte inferior del saco le veía las botas, negras y bien lustradas. Se alejaron de mí. Se inició una conversación, a corta distancia pero en un tono de voz tan bajo que no distinguí lo que decían. Opté por concentrarme en la respiración. Temblaba y tenía la garganta en carne viva. Al cabo de un momento, oí acercarse unos pasos, y las botas negras aparecieron de nuevo en mi campo de visión.
– Ahora escúchame bien, Parker. El bienestar de la chica no tiene por qué preocuparte. No está en peligro, te lo garantizo. Esto no tendrá mayores repercusiones para ti o el señor Patchett, siempre y cuando lo dejéis correr. Te doy mi palabra. Aquí nadie saldrá herido. ¿Queda claro? Nadie. En cuanto a lo que sospechas, o lo que crees saber, sea lo que sea, te equivocas.
– ¿Palabra de soldado? -pregunté. Percibí su reacción y me preparé para el golpe, pero no lo hubo.
– Ya imaginaba yo que te las darías de listillo -comentó-. No te hagas fantasías. Doy por hecho que estás cabreado, o que lo estarás en cuanto te soltemos, y tendrás la tentación de buscar venganza, pero yo que tú no lo haría. Si vienes a por nosotros a causa de esto, te mataremos. No es asunto tuyo. Repito: no es asunto tuyo. Lamento lo que ha tenido que hacerse aquí esta noche, de verdad. No somos animales, y si hubieses cooperado desde el principio, no habría sido necesario. Considéralo una lección aprendida con dolor. -Volvió a cubrirme toda la cara con el saco-. Hemos terminado. Llevadlo a su coche, y tratadlo con delicadeza.
Cortaron la cinta que me inmovilizaba las piernas. Me ayudaron a levantarme y me acompañaron hasta el vehículo. Me sentía desorientado y débil, y tuve que parar a medio camino para vomitar. Unas manos me sujetaban con fuerza por los codos, pero al menos no me obligaban a caminar encorvado con los brazos en alto por detrás de la espalda. Esta vez me metieron en el maletero, no en la parte trasera. Cuando llegamos al Bear, me tumbaron boca abajo en el aparcamiento y me retiraron las correas de las muñecas. Oí el tintineo de las llaves de mi coche al caer al suelo a mi lado. La voz que antes había hablado de la nena de Joel Tobias me ordenó que contara hasta diez antes de quitarme el saco de la cabeza. Me quedé donde estaba hasta que el coche arrancó; luego me levanté poco a poco y, tambaleándome, me acerqué al borde del aparcamiento. Vi alejarse a toda velocidad las luces traseras. Era un automóvil rojo, me pareció. Quizás un Ford. Ya demasiado lejos para distinguir la matrícula.
El Bear estaba a oscuras, y mi coche era el único vehículo en el aparcamiento. No llamé a la policía. No llamé a nadie, no en ese momento. Preferí marcharme a casa, conteniendo las náuseas todo el camino. Tenía la camisa y los vaqueros sucios y rotos. Los tiré a la basura en cuanto llegué. Quería ducharme, arrancarme de la piel la mugre del Blue Moon, pero opté por lavarme a restregones en el lavabo. Aún no estaba en condiciones de experimentar otra vez la sensación del agua cayéndome por la cara.
Esa noche me desperté dos veces al notar el roce de la sábana en la cara y, aterrado, la aparté de un manotazo. A la segunda, decidí dormir encima, no debajo, y permanecí despierto mientras barajaba nombres como naipes: Damien Patchett, Jimmy Jewel, Joel Tobias. Reproduje en mi cabeza las voces que había oído, la sensación de humillación que me asaltó cuando amenazaron con violarme, para reconocerlas cuando volviera a oírlas. Dejé que la ira me recorriese como una descarga eléctrica.
Deberíais haberme matado. Deberíais haber permitido que me ahogara en esa agua. Porque ahora iré a por vosotros, y no iré solo. Los hombres que me acompañarán valen lo que una docena de vosotros, con instrucción militar o sin ella. No sé a qué os dedicáis, no sé qué tinglado os traéis entre manos, pero, sea lo que sea, voy a echarlo abajo y a dejaros morir entre los escombros.
Por lo que me habéis hecho, voy a mataros a todos.
8
El cadáver de Jeremiah Webber fue hallado por su querida hija, que se alarmó al ver que él no acudía a su cita para comer, encuentro motivado tanto por el deseo de ella de sacarle a su viejo unos pavos y un buen almuerzo como por el afecto natural de toda hija hacia su padre. Suzanne Webber quería a su padre, pero era un hombre extraño, y su madre había insinuado que sus asuntos económicos no soportarían un examen riguroso. Sus defectos como marido eran sólo un aspecto más de sus deficiencias en general; a juicio de su primera ex mujer, no cabía esperar de él un comportamiento correcto en ninguna circunstancia, salvo en lo tocante a garantizar el bienestar de su hija. Por lo menos a ese respecto podía estar segura de que él actuaría conforme a lo que teóricamente era su mejor faceta. Y como ya se ha dicho, ella apreciaba a Jeremiah Webber. Su segunda ex mujer, que no conservaba el menor afecto residual hacia él, lo tenía por un reptil.
Cuando su hija encontró el cadáver en el suelo de la cocina, primero pensó que había sido un robo, o una agresión. Luego vio el revólver en su mano, y dada la supuesta precariedad de su situación económica, se preguntó si se habría quitado la vida. Pese a hallarse en estado de shock, mantuvo el suficiente dominio de sí misma para avisar a la policía con su móvil y no tocar nada en la casa. Luego, mientras esperaba a la policía, habló con su madre. Se sentó fuera, no dentro. El olor en el interior de la casa le causaba malestar. Era el hedor de la mortalidad de su padre, y había algo más, algo que no acababa de identificar. Más tarde se lo describiría a su madre como el tufillo dejado por un fósforo encendido para disimular las secuelas de una nefasta visita al cuarto de baño. Se fumó un cigarrillo, y lloró, y escuchó a su madre que, entre sus propias lágrimas, negaba la posibilidad de que Webber se hubiera pegado un tiro.
– Era egoísta -afirmó-, pero no tanto.
Para los inspectores a cargo de la investigación, enseguida quedó claro que Jeremiah Webber en realidad no se había quitado la vida, no a menos que fuera un perfeccionista y, después de fallar el primer disparo en la cabeza, hubiese reunido la voluntad y la fuerza necesarias para descerrajarse otro más a fin de rematar la faena. Dado el ángulo de entrada de la bala, además habría tenido que ser contorsionista, y posiblemente sobrehumano, habida cuenta de las catastróficas lesiones infligidas ya por el primer tiro. Daba la impresión, pues, de que Jeremiah Webber había sido asesinado.
Y aun así, aun así…
Se advertían residuos de pólvora en su mano. Cierto que su asesino, o asesinos, podría haberle acercado la pistola a la cabeza y presionarle el dedo para obligarlo a apretar el gatillo, pero eso normalmente sólo sucedía en las películas, y era más fácil decirlo que hacerlo. Ningún profesional correría el riesgo de dejar un arma en las manos de alguien que no quería morir. En el mejor de los casos, existía la posibilidad de que antes de dejarse inducir a meterse una bala en la cabeza, disparase al techo, o al suelo, o a la cabeza de otra persona. Por otra parte, no se advertían pruebas de forcejeo, ni señales en el cadáver que indicaran que Webber pudiera haber sido inmovilizado en algún momento.
«¿Y si se pegó un tiro», sugirió uno de los inspectores, «erró, y luego otra persona lo remató por compasión?» Pero ¿quién se queda de brazos cruzados viendo matarse a un hombre? ¿Estaba Webber enfermo, o tan agobiado por las dificultades, ya fueran económicas o de cualquier otro tipo, que no vio más escapatoria que quitarse la vida? ¿Acaso había encontrado a alguien tan leal como para permanecer a su lado mientras él se disparaba el pretendido tiro fatal y luego, ante la evidencia de que había fallado, darle el golpe de gracia? Parecía poco probable. Más lógico era presuponer que lo obligaron a suicidarse, que otras manos le colocaron el dedo en el gatillo y aplicaron la presión necesaria para meterle la primera bala en el cerebro, y que esas mismas manos lo remataron para no dejarlo agonizando en el suelo de la cocina de su casa.