Y aun así, aun así…
¿Quién intenta presentar un asesinato como suicidio y luego echa a perder el buen trabajo previo disparando una segunda vez?
Un aficionado, ¿quién si no? Un aficionado o alguien a quien le traían sin cuidado las apariencias. Por otro lado, estaba la cuestión de las copas de vino, tres en totaclass="underline" una hecha añicos en el suelo; las otras dos en la mesa de la cocina. Habían bebido de las dos, y en las dos había huellas digitales. No, eso no era del todo cierto. Las dos presentaban con claridad las huellas digitales de Webber, y la segunda tenía unas manchas que eran casi huellas digitales pero, como se demostró al examinarlas, carecían de espirales, curvas o arcos. Eran totalmente lisas, lo que llevaba a pensar que al menos otra persona presente en la habitación con Webber calzaba guantes, o más bien algún tipo de parche para ocultar las huellas, quizá con la intención de no inquietar a Webber en un principio, pues ¿qué clase de asesino dejaría en una copa de vino rastros de su presencia en el lugar del crimen? Se envió la copa al laboratorio para examinarla con la esperanza de encontrar restos de ADN. A su debido tiempo, las pruebas realizadas detectarían saliva que, una vez analizada, revelaría la presencia de compuestos químicos poco habituales: algún tipo de fármaco. Un técnico de laboratorio sagaz, movido por poco más que una corazonada, aisló el fármaco y los metabolitos hallados en la saliva mediante un proceso sol-gel, con base de metal dopado inmovilizado en un tubo capilar de vidrio, y descubrió que era 5-fluoruoracilo, o 5-FU, usado normalmente para el tratamiento de tumores sólidos.
Se demostró, pues, que la otra persona que se encontraba en la habitación con Jeremiah Webber la noche en que éste murió era varón, sometido a quimioterapia, lo que llevó a una posible explicación del detalle de las huellas dactilares: ciertos fármacos empleados para combatir el cáncer, entre ellos la capecitabina, provocaban la inflamación de las palmas de las manos y las plantas de los pies, lo que daba origen a peladuras y ampollas en la piel y, finalmente, la pérdida de las huellas dactilares. Por desgracia, para cuando se conoció este dato, habían transcurrido semanas desde el hallazgo del cadáver, y los posteriores acontecimientos se habían desarrollado hasta su desenlace final.
Por tanto, al día siguiente de descubrirse el cadáver, la policía empezó a investigar a las ex mujeres de Webber, a su hija y a sus relaciones profesionales. Con el tiempo llegarían a más de un callejón sin salida, pero el más extraño de todos fue la correspondencia en los archivos de Webber relativa a una institución descrita como «Fundación Gutelieb» o, más a menudo, sólo como «la fundación», porque al parecer dicha fundación no existía. Los abogados que supuestamente la representaban eran picapleitos de poca monta, que, según ellos, nunca habían tratado en persona con nadie de la fundación. Todas las minutas se pagaban mediante giros postales, y toda comunicación se llevaba a cabo a través de Yahoo. La telefonista que recibía los mensajes en nombre de la fundación trabajaba desde un locutorio en un rincón de un centro comercial de Natick, sentada junto con otras cinco mujeres, todas ellas secretarias y ayudantes personales, en teoría, de empresas u hombres de negocios cuyo despacho era su coche, o su dormitorio, o una mesa en una cafetería. La empresa de servicios administrativos, SecServe (cuyo nombre, según los inspectores a cargo de la investigación de la muerte de Webber, podía dar pie a malentendidos, sobre todo si se pronunciaba en voz alta: «SexServ»), informó a la policía de que todas las facturas correspondientes a la fundación se pagaban, igualmente, mediante giro postal. SecServe nunca había planteado objeción alguna a esta forma de pago: al fin y al cabo, era del todo legal. Se sabía que otros clientes de la empresa pagaban con sacas de monedas de veinticinco centavos, y para el jefe de SecServe, un tal Obrad, en el clima actual era un alivio el mero hecho de que la gente pagara.
– ¿Qué nombre es ése: Obrad? -preguntó uno de los inspectores.
– Es serbio -contestó Obrad-. Significa «dar felicidad».
Incluso lo había añadido a las tarjetas de visita: OBRAD DAR FELICIDAD. Los policías sintieron la tentación de corregirle el error gramatical y señalar que afirmaciones como ésa, unida a los posibles malentendidos inherentes al nombre de la empresa, muy probablemente le acarrearía problemas tarde o temprano, pero se abstuvieron. Obrad se mostró servicial y entusiasta. No quisieron herir sus sentimientos.
– ¿Y usted nunca habló con nadie de esa fundación?
Obrad negó con la cabeza.
– Hoy día todo por Internet. Rellenan formulario, pago por adelantado, y yo dar felicidad.
Obrad sí consiguió mostrar una copia del contrato original rellenado por Internet. El rastro los llevó a un cibercafé de Providence, en Rhode Island, y ahí terminó. Los giros postales procedían de distintas oficinas de correos de toda Nueva Inglaterra. Nunca se usaba la misma dos veces, y no era posible rastrear las transacciones porque el Servicio de Correos de Estados Unidos no aceptaba el pago con tarjeta de crédito para los giros postales. Decidieron solicitar órdenes judiciales para exigir las imágenes captadas por las cámaras de los circuitos cerrados de seguridad de las oficinas de correos en cuestión.
La existencia de dicha fundación inquietó a los investigadores, pero no consiguieron ir más allá de cibercafés y oficinas de correos. Resultó que la fundación era Herodes, y ése era sólo uno de los nombres que él utilizaba para camuflar sus asuntos. Tras la muerte de Webber, la fundación dejó de existir a todos los efectos. A su debido tiempo, decidió Herodes, la reactivaría bajo otra fachada. Webber había recibido su castigo, y la pequeña comunidad en la que los dos hombres se habían movido durante un breve periodo conocería la razón. A Herodes no le preocupaba que algún miembro de esa comunidad hablara con la policía. Todos tenían algo que esconder, del primero al último.
Dos noches después de la muerte de Webber, la cinta amarilla señalaba aún el lugar del crimen, pero no había presencia policial en la casa. Habían activado el sistema de alarma y las patrullas de la zona pasaban regularmente para disuadir a los curiosos.
La alarma de la casa sonó a las 0:50. La policía local se presentó justo cuando el reloj marcaba la 1:10. La puerta estaba cerrada, y todas las ventanas parecían intactas. En la parte de atrás de la casa encontraron un cuervo con el cuello roto. Por lo visto, se había estrellado contra la ventana de la cocina y había disparado la alarma, pese a que ninguno de los policías recordaba haber visto nunca un cuervo en plena noche.
La alarma volvió a sonar a la 1:30, y por tercera vez a la 1:50. El sistema de control de la compañía de seguridad indicó que, en cada ocasión, el origen de la alarma era la ventana de la cocina bajo la que había aparecido el cuervo muerto. Sospecharon que se había producido algún tipo de avería, que comprobarían a la mañana siguiente. A petición de la policía desactivaron la alarma.
A las 2:10, abrieron la ventana de la cocina desde fuera empleando una varilla de metal doblada por la mitad en dos secciones perpendiculares, que permitía, con sólo girarla, deslizar el pasador y abrir la ventana. Un hombre penetró y saltó con suavidad al suelo de la cocina. Olfateó el aire con actitud vacilante y a continuación encendió un cigarrillo. Si la luz hubiese sido mejor, y si allí hubiese habido alguien para verlo, habría quedado a la vista que era un individuo desaliñado, con una chaqueta y un pantalón negros y viejos que casi hacían juego pero no del todo. Su camisa quizá fue blanca en otro tiempo, pero ahora, de puro desvaída, presentaba un color gris hueso y tenía el cuello raído. Llevaba el pelo largo, alisado hacia atrás, sin disimular las profundas entradas. Después de décadas de tabaquismo, sus dientes y sus uñas habían adquirido un tono amarillento. Se movía con soltura, aunque era la soltura depredadora de una mantis o una araña.