Al cabo de un rato telefoneé a Bennett Patchett. Sin dejarme hablar, me contó que Karen Emory no se había presentado a trabajar ese día, y no había obtenido respuesta al llamarla a su casa. Estaba preocupado por ella, prosiguió, pero lo interrumpí. Lo puse al corriente de lo ocurrido la noche anterior, y admití lo que había hecho. No pareció inquietarlo, ni sorprenderlo siquiera.
– ¿Eran militares? -preguntó.
– Ex militares, creo, y sabían lo de Damien. Por eso supongo que no van a causarte problemas, siempre que llores a tu hijo en silencio.
– ¿Eso harías tú, Parker? ¿Eso me propones? ¿Vas a echarte atrás?
– No lo sé. Ahora mismo necesito tiempo.
– ¿Para qué? -Pero parecía resignado, como si le sirviese cualquier respuesta.
– Para recuperar la ira -contesté, y tal vez, en cierto modo, era ésa la única respuesta satisfactoria para él.
– Cuando la recuperes, ya sabes dónde me tienes -dijo, y colgó.
Ignoro cuánto tiempo permanecí en esa silla, pero al final me obligué a levantarme. Tenía que hacer algo, o de lo contrarío me hundiría igual que si los hombres del Blue Moon me hubiesen dejado caer de cabeza en el fondo de un barril de agua estancada.
Cogí el teléfono y llamé a Nueva York. Había llegado el momento de solicitar ayuda de verdad. Después me duché, forzándome a mantener la cara bajo los chorros de agua.
Jackie Garner se puso en contacto conmigo pasada una hora.
– Parece que Tobias se pone en marcha -informó-. Ha cargado una bolsa de viaje y está delante de su camión, echándole un último vistazo.
Tenía su lógica. Probablemente habían llegado a la conclusión de que me habían asustado y podían llevar a cabo sus planes, cualesquiera que fuesen, y no andaban muy desencaminados.
– Síguelo mientras puedas -dije-. Va a Canadá. ¿Tienes pasaporte?
– En casa. Llamaré a mi madre para que me lo traiga. Aunque Tobias salga a la carretera, puedo pegarme a él, y ella ya me alcanzará. Mi madre conduce como un demonio.
Eso me lo creí.
– ¿Estás bien? -preguntó Jackie-. Pareces enfermo.
Le conté por encima lo sucedido la noche anterior, y le advertí que se mantuviera a distancia de Tobias.
– Cuando deduzcas la ruta que va a tomar, adelántalo y espéralo al otro lado de la frontera. A la menor señal de problemas, déjalo estar. Esos individuos no se andan con chiquitas.
– ¿No abandonas, pues?
– Supongo que no -contesté-. De hecho, voy a tener visita.
– ¿De Nueva York? -preguntó Jackie, y no pudo disimular un asomo de esperanza en la voz.
– De Nueva York.
– Tío, no veas cuando se lo cuente a los Fulci -exclamó con el mismo tono que un niño en Navidad-. ¡Se van a poner como locos!
Llamé tres veces a la puerta con los nudillos, aguardando un minuto entre llamada y llamada, hasta que Karen Emory me abrió. Iba en bata y zapatillas, despeinada, y daba la impresión de que no había dormido mucho. Supe cómo se sentía. Además, había llorado.
– ¿Sí? -dijo Karen Emory-. ¿Qué…? -Se calló y entornó los ojos-. Es usted, el que estaba en el restaurante.
– El mismo. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.
– Lárguese.
Cerró de un portazo, y yo no había interpuesto el pie para impedirlo. Introducir el pie por una puerta ajena es una buena manera de acabar mutilado, o con los dedos rotos. Por otro lado, equivale a entrar en una propiedad particular sin permiso, y yo a esas alturas ya me había granjeado bastante mala fama entre la policía. Procuraba no meterme en más líos.
Llamé otra vez, y seguí llamando hasta que Karen volvió a abrir.
– Si no me deja en paz, llamaré a la policía, se lo advierto.
– No creo que llame a la policía, señorita Emory. A su novio no le gustaría.
Eso fue un golpe bajo, pero, como la mayoría de los golpes bajos, dio de pleno en el blanco. Se mordió el labio.
– Por favor, váyase.
– Me gustaría hablar con usted un momento. Créame, soy yo quien más riesgo corre. No voy a causarle ninguna complicación. Serán sólo unos minutos, y luego me marcharé.
Echó un vistazo por encima de mí para asegurarse de que no había nadie en la calle. A continuación se apartó y me dejó pasar. La puerta daba directamente a la zona de estar. Había una cocina al fondo y una escalera a la derecha, y debajo de ésta lo que parecía la entrada a un sótano. Cerró la puerta a mis espaldas y se quedó allí con los brazos cruzados, esperando a que yo hablara.
– ¿Podemos sentarnos? -pregunté.
Parecía decidida a negarse, pero cedió y me llevó a la cocina, un espacio luminoso y alegre de colores blancos y amarillos. Olía a pintura reciente. Me senté a la mesa.
– Tiene una casa bonita -comenté.
Ella asintió.
– Es de Joel. La reformó toda él. -Se apoyó en el fregadero, sin sentarse, manteniendo la mayor distancia posible entre nosotros-. ¿Ha dicho que es detective privado? Imagino que debería haberle pedido que se identificara antes de dejarlo entrar.
– En general, es buena idea -respondí. Abrí la cartera y le enseñé la licencia. Ella la examinó expeditivamente, sin tocarla.
– Conocí un poco a su madre -dije-. Fuimos al mismo instituto.
– Ah. Ahora mi madre vive en Wesley.
– Me alegro por ella -contesté a falta de algo mejor que decir.
– La verdad es que no hay ninguna razón para alegrarse. Su actual marido es un gilipollas.
Se llevó la mano al bolsillo de la bata y sacó un mechero y un paquete de tabaco. Encendió un cigarrillo y se guardó otra vez el paquete y el mechero. No me ofreció. Yo no fumaba, pero siempre es de buena educación preguntar.
– Dice Joel que lo contrató Bennett Patchett.
La verdad era que no podía desmentirlo, pero como mínimo confirmaba que los hombres del Blue Moon habían hablado con Tobias después de lo ocurrido la noche anterior, y él, a su vez, había hablado con su novia.
– Así es.
Alzó la vista con cara de exasperación.
– Lo hizo con buena intención -añadí-. Estaba preocupado por usted.
– Dice Joel que, en su opinión, yo no debería seguir allí, que tengo que dejar ese trabajo y buscar otro. Hemos discutido por eso.
Me lanzó una mirada iracunda, de donde se desprendía que me culpaba a mí.
– ¿Y usted qué dice?
– Yo quiero a Joel, y me encanta esta casa. Si no queda más remedio, puedo encontrar otro empleo, supongo, pero preferiría seguir trabajando para el señor Patchett.
Se le empañaron los ojos, y una lágrima resbaló por su mejilla derecha. Se apresuró a enjugársela.
Aquel caso no tenía pies ni cabeza. A veces las cosas son así. Ni siquiera sabía bien por qué había ido allí, como no fuera para asegurarme de que Joel Tobias no hacía con Karen Emory lo que Cliffie Andreas había hecho con Sally Cleaver en su día.
– Señorita Emory, ¿Joel le ha pegado o la ha maltratado de alguna otra manera?
Siguió un largo silencio.
– No, no como piensa usted, o el señor Patchett. Tuvimos una bronca seria hace un tiempo y la cosa se nos fue de las manos, sólo eso.
La observé con atención. Pensé que Tobias no era el primer novio que le pegaba. Por su forma de hablar, daba la impresión de que, para ella, recibir alguna que otra bofetada era un gaje del oficio, un inconveniente de salir con ciertos hombres. Si ocurría con relativa frecuencia, una mujer podía empezar a pensar que la culpable era ella, que algo en ella, un defecto en su manera de ser, inducía a los hombres a reaccionar de un modo determinado. Si Karen Emory no pensaba ya algo por el estilo, le faltaba poco.
– ¿Fue ésa la primera vez que le pegó?
Ella asintió.
– Fue…, ¿cómo se dice?…, «impropio» de él. Joel es un buen hombre. -Al pronunciar las últimas tres palabras se le trabó la lengua, como si intentara convencerse también a sí misma-. Es sólo que ahora vive una época de mucho estrés.