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– Ah, ¿sí? ¿Y eso por qué?

Karen se encogió de hombros y desvió la mirada.

– Trabajar por cuenta propia no es fácil.

– ¿Le habla de su trabajo?

No contestó.

– ¿Esa fue la causa de la discusión?

Siguió sin contestar.

– ¿Él le da miedo?

Se lamió los labios.

– No. -Esta vez mintió.

– ¿Y sus amigos, sus camaradas del ejército? ¿Qué sabe de ellos?

Aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero.

– Tiene que irse ya -dijo-. Puede decirle al señor Patchett que estoy bien. Me despediré esta misma semana.

– Karen, no está sola en esto. Si necesita ayuda, puedo ponerla en contacto con las personas adecuadas. Son discretas, y le aconsejarán sobre lo que puede hacer para protegerse. Ni siquiera tiene que mencionar el nombre de Joel si no quiere.

Aun mientras hablaba, comprendí que mis palabras no surtirían el menor efecto. Karen Emory había ligado su suerte a la de Joel Tobias. Si lo abandonaba, tendría que regresar a los apartamentos de Bennett Patchett, y con el tiempo aparecería otro hombre, quizá peor que Tobias, y se marcharía con él sólo por escapar de allí. Esperé un momento, pero estaba claro que no iba a sacarle nada más. Me señaló la puerta y me siguió por el pasillo. Después de abrir, mientras yo salía al porche, volvió a hablar.

– ¿Qué haría Joel si supiera que usted ha estado aquí? -preguntó. Habló con el tono de una niña traviesa, pero era pura fachada. Le brillaban los ojos a causa de las lágrimas a punto de derramarse.

– No lo sé -contesté-, pero creo que sus amigos podrían matarme. ¿A qué se dedican, Karen? ¿Por qué les preocupa tanto que alguien se entere?

Tragó saliva y contrajo el rostro.

– Porque están muriendo -respondió-. Todos ellos están muriendo.

Y la puerta se cerró ante mi cara.

***

El Sailmaker seguía sin clientes cuando escruté a través de la puerta de cristal, y Jimmy Jewel seguía sentado en el mismo taburete junto a la barra, pero ahora tenía unos papeles esparcidos ante él, y repasaba unas cifras con una calculadora de escritorio.

La luz cambiaba continuamente dentro del bar. Destellos de sol traspasaban las sombras y eran engullidos de nuevo debido al movimiento de las nubes, como cardúmenes de sábalos plateados desapareciendo en la oscuridad del mar. Aunque a esas horas el Sailmaker ya debería haber abierto al público, Jimmy no había permitido a Earle retirar el cerrojo. El Sailmaker había heredado algunos hábitos del Blue Moon: podía abrir a las doce del mediodía o a las cinco de la tarde, o podía no abrir. Los clientes habituales sabían que no les convenía andar aporreando la puerta para que los dejaran entrar. Ya habría dentro un sitio para ellos cuando Jimmy y Earle estuvieran listos, y una vez instalados, nadie los molestaría a menos que se cayeran al suelo y lo pringaran todo.

Pero como yo no era un cliente habitual, llamé a la puerta. Jimmy alzó la vista, me observó por un momento mientras contemplaba la posibilidad de librarse de mí mandándome a jugar con las líneas blancas de la I-95, y por fin hizo una seña a Earle para que me dejara entrar. Earle obedeció y luego continuó llenando las neveras, lo cual no representaba una gran complicación, ya que el bar no servía nada que pudiera considerarse exótico en lo tocante a cerveza. En el Sailmaker aún podía pedirse una Miller High Life, y la gente bebía PBR porque era barata, no por la pose bohemia.

Ocupé un taburete ante la barra, y Earle se fue a por una jarra de café recién hecho para Jimmy. Si yo hubiese bebido tanto café al día como Jimmy, habría sido incapaz de escribir mi nombre sin temblar. A Jimmy, en cambio, parecía no hacerle efecto. Tal vez poseía inmensos depósitos de calma a los que recurrir.

– Oye, parece que fue ayer cuando estuviste aquí por última vez -comentó-. O el tiempo pasa más deprisa de lo normal, o no me das tiempo para empezar a echarte de menos.

– Tobias está otra vez en la carretera, como dice la canción -anuncié.

Jimmy mantuvo la mirada en sus papeles, añadiendo cifras y anotaciones en los márgenes.

– ¿Por qué te preocupa tanto eso? ¿Acaso trabajas para el Estado?

– No, prefiero un plan de pensiones privado. En cuanto a por qué me preocupa, te diré que anoche hice amigos nuevos.

– ¿Ah, sí? Estarás contento. Yo diría que no te vendrá mal algún que otro amigo.

– Éstos intentaron ahogarme hasta que les dije lo que querían saber. Puedo prescindir de amigos así.

El bolígrafo de Jimmy se detuvo.

– ¿Y qué querían averiguar?

– Les interesaba saber por qué ando haciendo preguntas sobre Joel Tobias.

– ¿Y qué contaste?

– La verdad.

– ¿No sentiste el impulso de mentir?

– Estaba demasiado ocupado tratando de sobrevivir para inventarme algo.

– Te han intentado disuadir una vez, no precisamente con delicadeza, ¿y sigues haciendo preguntas?

– He ahí la cuestión: no fueron muy corteses.

– Corteses. ¿Y tú qué eres? ¿Una duquesa?

– Por otro lado, está el detalle del sitio elegido para interrogarme.

– ¿Dónde fue?

– En el Blue Moon, o lo que queda de él.

Jimmy apartó la calculadora.

– Ya sabía yo que me traerías mala suerte. Lo supe en cuanto entraste la primera vez.

– Creo que tú contribuiste al presentarte ante Joel Tobias en el Dewey's; pero sí, me relacionaron contigo, o viceversa. Llevarme al Blue Moon fue una advertencia para los dos, sólo que tú no recibiste el lado feo del mensaje.

Earle había regresado y nos observaba. No parecía alegrarse de que el tema del Blue Moon volviera a salir a la conversación, pero con Earle nunca se sabía. Su cara era como un tatuaje mal hecho. Entre tanto, Jimmy tenía la cabeza en otra parte. Cuando por fin habló, se le notaba cansado y viejo.

– Quizá debería dejar el negocio -comentó.

No sabía si se refería al bar, al contrabando o a la propia vida. Con el tiempo lo dejaría todo, por si servía de consuelo, pero no se lo planteé. Me limité a escucharlo.

– Verás, tengo dinero metido en este muelle. Pensé que daría dividendos cuando empezara a moverse el proyecto urbanístico, pero ahora, tal como está el panorama, el único dinero que puedo llegar a sacar de aquí es la indemnización del seguro cuando todo esto se hunda en Casco Bay, y probablemente yo me vaya al fondo con el local, así que tampoco entonces lo disfrutaré. -Dio unas palmadas en la barra con delicadeza y afecto, quizá tal y como uno acariciaría a un perro viejo y muy querido pero cascarrabias-. Siempre me he considerado un comerciante honorable. Para mí, era un juego pasar cosas por la frontera, intentar robarle unos centavos al Tío Sam. A veces alguien salía mal parado, pero yo hacía lo posible para que eso no ocurriera con frecuencia. Entré en las drogas casi a mi pesar, no sé si me entiendes, y encontré maneras de acallar la voz de la conciencia. Pero, en general, si he de ser sincero, apenas pienso en ello, ni me inquieta demasiado. Lo mismo me pasa con el transporte de gente: tanto me da si son chinos que buscan trabajo en la cocina de un restaurante de Boston, como si son putas de Europa del Este. Yo sólo soy el intermediario. -Se volvió para calibrar mi reacción-. Dirás que soy un hipócrita, o sencillamente que me engaño.

– Tú ya sabes qué eres -respondí-. No estoy aquí para absolverte. Sólo busco información.

– En otras palabras: al grano.

– Eso mismo.

Earle cobró vida de pronto y, sabiendo instintivamente que su jefe necesitaba engrasar la maquinaria, rellenó la taza de Jimmy. Sacó otra taza y la colocó ante mí. Puse una mano encima para rehusar el ofrecimiento y por un instante creí que Earle se sentiría tentado de verter el café caliente sobre mis dedos, sólo para dejar bien claro que a él le traía sin cuidado lo que yo quisiera o dejase de querer. Al final se conformó con darme la espalda y marcharse al extremo opuesto de la barra, donde cogió un libro y empezó a leer, o a simular que leía. Era un ejemplar de bolsillo de Penguin, uno con portada negra, de la colección de clásicos, pero no vi el título. Me gustaría decir que no me sorprendió, pero sí me sorprendió. Earle no parecía un individuo con mucho interés por el mejoramiento personal.