En ese momento, linterna en mano, seguido por el soldado Patchett, que a su vez llevaba otra luz, el doctor Al-Daini recorría los desfiladeros del archivo, al que había accedido sin necesidad de hacer uso de su llave, porque la puerta estaba reventada. En el sótano hacía un calor sofocante y aún se percibía en el aire el olor acre de la gomaespuma quemada, que los saqueadores habían empleado en la confección de antorchas, ya que el suministro eléctrico se había cortado antes de la invasión, pero el doctor Al-Daini apenas lo notaba. Concentraba toda su atención en un punto, en un único punto. Los saqueadores habían dejado su huella también allí, volcando estanterías, desparramando el contenido de cajas y cajones, incluso prendiendo fuego a algún archivo, pero pronto debieron de advertir que allí pocas cosas merecían su atención, y por consiguiente los daños eran menores. Aun así, saltaba a la vista que se habían llevado algunos objetos, y conforme el doctor Al-Daini se adentraba en el sótano, su inquietud iba en aumento, hasta que por fin llegó al lugar que buscaba y fijó la mirada en el espacio vacío del estante ante él. Estuvo a punto de rendirse, pero aún quedaban esperanzas.
– Aquí falta algo -dijo a Patchett-. Le ruego que me ayude a encontrarlo.
– ¿Qué buscamos?
– Una caja de plomo. No muy grande. -El doctor Al-Daini indicó con las manos una longitud de poco más de cincuenta centímetros-. Muy sencilla, con un cierre corriente y una cerradura pequeña.
Juntos rastrearon las zonas accesibles del sótano lo mejor que pudieron, y cuando Patchett fue reclamado por su jefe de pelotón, el doctor Al-Daini prosiguió la búsqueda, todo ese día y ya entrada la noche, sin hallar el menor rastro de la caja de plomo.
Si uno desea ocultar algo de gran valor, rodearlo de cosas insignificantes es una buena táctica. Y mejor aún si puede revestirlo de un atuendo más pobre, disfrazándolo tan bien que pueda hallarse a la vista sin atraer una sola mirada. Uno incluso podría catalogarlo como algo que no es: en este caso, un cofre de plomo, persa, del siglo XVI, que contenía una anodina caja sellada, algo más pequeña, aparentemente de hierro pintado de rojo. Fecha: desconocida. Procedencia: desconocida. Valor: mínimo.
Contenido: nada.
Todo mentira, en particular lo último, porque si uno se acercaba lo suficiente a esa caja dentro de una caja, casi habría pensado que en el interior había algo que hablaba.
No, no hablaba.
Susurraba.
Cape Elizabeth, Maine
Mayo de 2009
La perra oyó la llamada y se dirigió con paso cauto a lo alto de la escalera. Había estado durmiendo en una de las camas, cosa que sabía que no debía hacer. Aguzó el oído, pero no distinguió nada en la voz que le indicase que podía estar en un apuro. Cuando volvieron a llamarla, y la perra oyó el tintineo de su correa, bajó los peldaños de dos en dos y casi tropezó de la emoción al pie de la escalera.
Damien Patchett la calmó levantando un dedo y le prendió la correa al collar. Pese a que no hacía frío, llevaba un tabardo militar verde. La perra olfateó uno de los bolsillos, reconociendo un olor familiar, pero Damien la apartó. Su padre estaba en la cafetería, y en la casa reinaba el silencio. Pronto se pondría el sol, y mientras Damien paseaba a la perra por el bosque en dirección al mar, la luz empezó a cambiar, degradándose el cielo a sus espaldas en tonalidades rojas y doradas.
Poco habituada a verse contenida de ese modo, la perra mordisqueó la correa. Por lo general la dejaban suelta durante los paseos, y mostró su desagrado tirando con fuerza. Ahora ni siquiera le permitían detenerse a olisquear, y cuando intentó orinar, la obligaron a seguir de un tirón, ante lo que ella soltó un gañido de disgusto. En un abedul cercano había un nido de avispones cara blanca, una construcción gris, ahora apacible, pero durante el día una masa zumbadora de agresividad. A la perra la habían picado esa misma semana un día en que se acercó a investigar una lágrima de savia que destilaba el árbol allí donde un chupasavias pechiamarillo había arrancado la corteza para alimentarse, dejando una provechosa fuente de dulzor a diversos insectos, aves y ardillas. Empezó a gimotear en cuanto se acercaron al abedul, recordando el dolor de la picadura y deseosa de dar un amplio rodeo en torno a lo que le había causado dicho dolor, pero Damien la apaciguó dándole unas palmadas y cambiando de dirección para alejarla del lugar de su percance.
De niño, Damien sentía verdadera fascinación por las abejas, por las avispas y por los avispones. Esa colonia se había formado en primavera, cuando la reina, al despertar después de dormir durante meses tras el apareo del otoño anterior, empezó a masticar fibra de madera para mezclarla con saliva y crear así un poste de pasta de papel al que gradualmente añadiría las celdillas hexagonales destinadas a las larvas: primero las hembras procedentes de los huevos fertilizados, luego los machos salidos de los huevos vírgenes. Damien había seguido de cerca cada fase de desarrollo, tal como hacía de niño. Era el matriarcado lo que siempre le había resultado interesante, ya que él procedía de una familia chapada a la antigua en la que los hombres tomaban las decisiones, o eso había pensado hasta que, de mayor, empezó a reconocer los sutiles e infinitos métodos por medio de los cuales su madre y sus abuelas, así como varias tías y primas, habían manipulado a los hombres a su antojo. Allí, en aquel nido gris, la reina ejercía su soberanía más a las claras, dando a luz, creando defensores del nido, alimentando y siendo alimentada, incluso manteniendo calientes a las larvas mediante su propia vibración, haciendo que el aire cálido que producían los movimientos de su cuerpo quedara atrapado en una cámara campaniforme creada por ella misma.
Como si de pronto se resistiera a marcharse, Damien volvió a contemplar la forma del nido, casi invisible entre el follaje. Con su fina vista, distinguió telarañas, y hormigueros, y una oruga verde que trepaba por una sanguinaria, y le dedicó un instante a cada criatura, y cada imagen pareció quedar grabada en su memoria.
Cuando Damien se detuvo, olieron el mar. Si alguien lo hubiese visto en ese momento, se habría dado cuenta de que lloraba. Tenía el rostro contraído y sacudía los hombros por la fuerza de los sollozos. Miró alrededor, a derecha e izquierda, como si esperase detectar presencias en movimiento entre los árboles, pero sólo se oían los trinos de los pájaros y el embate de las olas.
La perra se llamaba Sandy. Era mestiza, pero tenía más de perro cobrador que de cualquier otra cosa. Tenía diez años y era la perra tanto de Damien como de su padre, pese a las largas ausencias del hijo, y sentía igual afecto por los dos, el mismo que ambos sentían por ella. No entendía el comportamiento de su joven amo, ya que él le toleraba cosas que no admitía su padre. Meneó la cola con incertidumbre cuando él se acuclilló junto a ella y ató la correa al tronco de un pequeño árbol. A continuación, se irguió y sacó el revólver del bolsillo. Era un Smith & Wesson Modelo 10, 38 Special. Según el vendedor, el anterior propietario había sido un veterano de Vietnam que atravesaba malos momentos, pero que en realidad, como Damien descubrió después, lo había vendido para mantener la adicción a la cocaína que al final le costó la vida.