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Jimmy siguió la dirección de mi mirada.

– Me hago viejo -prosiguió-. Yo y todos. En otro tiempo, Earle jamás habría cogido un libro, a menos que fuese un listín telefónico y se propusiese sacudir a alguien sin dejarle marcas, pero a algunos los años nos reblandecen, supongo, para bien y para mal. En otro tiempo, Earle tampoco se habría dejado sorprender tan fácilmente por un hombre como Joel Tobias, y sin embargo el tipo pudo con él sin movérsele un pelo. De haber querido, podría haberle hecho mucho daño. Fue evidente.

– Pero no lo hizo.

– No. Era verdad que sólo quería que lo dejáramos en paz, pero sus necesidades no cuentan, podríamos decir. Quiero saber a qué se dedica. Para mi negocio es importante, pero también es vital que se mantenga la estabilidad existente. Los mexicanos, los colombianos, los dominicanos, los rusos, la policía, yo, y prácticamente cualquiera con intereses en el movimiento de mercancías a través de la frontera…, todos coexistimos en un estado de equilibrio. Es muy frágil, y si alguien no entiende las reglas y empieza a tontear, el tinglado se vendrá abajo y creará un sinfín de problemas para todo el mundo. No llegué a captar de qué palo iba Tobias, y me pone nervioso quedarme en ayunas. Así que…

– ¿Qué?

– Así que podría haber pasado aviso a la aduana, pero, tratándose de la policía, nunca hay que preguntar nada si no se sabe ya la respuesta. Si me conviene ponerles a Tobias en bandeja, lo haré, pero sólo cuando me conste qué trae del otro lado de la frontera. Hay gente que me debe favores, y ahora he reclamado que me devuelvan alguno. Cada vez que Joel Tobias recibe un encargo, me llega una copia de los formularios. Últimamente ha estado trabajando en Nueva Inglaterra, entre estados, y todo parece legal. Esta semana tiene que ir por un cargamento de pienso a Canadá, y eso implica cruzar la frontera.

– Y tienes a alguien detrás de él.

Jimmy sonrió.

– Digamos que convencí a unos amigos míos para que estén atentos a Joel Tobias.

Y eso fue todo lo que conseguí sonsacarle a Jimmy Jewel, aparte del nombre de la empresa de Quebec que suministraba el pienso, y la de Maine que lo había encargado, pero me pareció que su información sobre Joel Tobias se reducía prácticamente a eso. Estaba casi tan a oscuras como yo.

Volví a mi coche. Sentí otra vez el olor a agua fétida en la nariz, y en la ropa. Me di cuenta de que procedía del Mustang, que se había impregnado un poco del hedor del Blue Moon. Aunque quizá fueran imaginaciones mías, otro aspecto de mi reacción a lo sucedido.

Fui al Blue Moon. Tarde o temprano habría ido. Había un barril de petróleo en el centro del local, bajo lo que quedaba del techo calcinado. Contenía agua oscura, y unos insectos zumbaban sobre su superficie. Al verlo, sentí el impulso de retroceder y se me aceleró la respiración, la respuesta de mi organismo al recuerdo asociado al olor de aquel sitio. No obstante, saqué del bolsillo mi pequeña linterna y escruté los escombros, pero los hombres que me llevaron allí no habían dejado el menor rastro de su presencia.

Fuera, telefoneé a Bennett Patchett y le pedí que me preparase una lista con los nombres de quienes habían servido al lado de su hijo en Iraq y habían vuelto a Maine, en concreto aquellos que habían asistido al funeral. Me contestó que se pondría en ello de inmediato.

– ¿Eso significa que ya has recuperado la ira? -preguntó.

– Por lo que se ve, tenía reservas sin explotar -contesté, y colgué.

Fuera psicológico o no, el Mustang aún olía. Lo llevé a un lugar de South Portland, el taller de Phil, que por lo general trabajaba bien, lavándolo a mano en lugar de usar la manguera, ya que con la manguera el agua se filtraba por cualquier poro en las juntas y la tapicería quedaba tan húmeda que se empañaban las lunas. Mientras me tomaba un refresco, limpiaron el Mustang por dentro y por fuera, quitando incluso la suciedad del interior del guardabarros.

Fue así como encontraron el artefacto.

***

En el mejor sentido posible, Phil Ducasse presentaba todo el aspecto de dueño de un taller de reparación y lavado de coches. Dudo que tuviera una sola prenda de ropa sin una mancha de aceite; a mediodía ya exhibía la sombra de barba propia de las cinco de la tarde, y sus manos parecían sucias incluso cuando las tenía limpias. A fuerza de alimentarse de hamburguesas acarreaba unos cuantos kilos de más, y en su mirada se advertía la cansina impaciencia de quien siempre sabría más acerca de los problemas de un motor que el vecino, y que podía arreglar cualquier cosa más deprisa que nadie, en el supuesto de que tuviera tiempo para arreglarla, cosa que no tenía. En ese momento, con una lámpara portátil, enfocó un objeto de unos treinta centímetros envuelto en cinta aislante negra y prendido al interior del guardabarros con un par de imanes.

– Ernesto ha pensado que quizá fuera una bomba -dijo Phil, refiriéndose al pequeño mexicano que trabajaba en el coche cuando se encontró el artefacto. Ahora Ernesto se hallaba a cierta distancia del taller, junto con la mayoría de los otros empleados, aunque nadie había llamado aún a la policía.

– ¿Y tú qué piensas?

Phil se encogió de hombros.

– Podría ser.

– ¿Y entonces cómo es que estamos aquí, con el artefacto ante nuestras narices?

– Porque lo más probable es que no lo sea.

– Ese «probable» es muy tranquilizador.

– ¿Por qué lo dices? ¿Tú crees que es una bomba?

Miré el artefacto con mayor detenimiento.

– Por la forma, parece contener sobre todo componentes electrónicos. No veo nada que parezca un explosivo.

– ¿Quieres saber mi opinión? -preguntó Phil-. Creo que están siguiéndote. Es un localizador.

Tenía lógica. Podrían habérmelo colocado en el coche mientras me interrogaban en el Blue Moon.

– Es grande -señalé-. No puede decirse que pase inadvertido.

– Pero nadie va a encontrarlo a menos que lo busque. Si quieres asegurarte, puedo hacer una llamada.

– ¿A quién?

– A un chico que conozco. Es un genio.

– ¿Es discreto?

– ¿Llevas la cartera?

– Sí.

– Entonces es discreto.

Al cabo de veinte minutos, un joven con rastas de color amarillo chillón y barba rala llegó en una moto roja, una Yamaha Street Tracker. Vestía una camiseta del grupo Rustic Overtones

– Del setenta y siete -informó Phil, radiante como un padre orgulloso en la graduación de su hijo-. La XS650, restauración integral. Yo me ocupé de la mayor parte. El chico me ayudó un poco, pero sudé sangre con esa moto.

El chico se llamaba Mike. De una cortesía escrupulosa, insistió en hablarme de usted, y me sentí como un jubilado.

– ¡Guau, qué guapo! -exclamó nada más ver el objeto instalado en mi coche.

Lo retiró con sumo cuidado y lo dejó en un banco de trabajo cercano. Usando sólo las yemas de los dedos, palpó el contorno de cada componente a través de la cinta. A continuación, realizó pequeñas incisiones en la cinta con un cuchillo para examinar el contenido. Cuando acabó, movió la cabeza en un gesto de aprobación.

– ¿Y bien? -dije.

– Es un dispositivo de rastreo. Bastante sofisticado, aunque con toda esa cinta alrededor no lo parezca. Parte del material…, en fin, juraría que es de uso militar. Puede que las autoridades no le tengan a usted mucha simpatía. -Me miró esperanzado, pero no mordí el anzuelo-. En cualquier caso, quienquiera que lo haya puesto debía de andar con prisas. Si hubiera tenido tiempo, habría usado algo más pequeño, más fácil de esconder, y lo habría conectado a la batería del coche para que no necesitase suministro de energía autónomo. Pero para eso harían falta entre quince y veinte minutos, trabajando sin interrupciones.