Damien y los otros habían empezado a aparecérsele en sueños, ensangrentados y maltrechos. Le hablaban, pero no en inglés. Él no los entendía. Era como si hubiesen aprendido un idioma nuevo al otro lado de la tumba. Pero, incluso mientras soñaba, se preguntaba si de verdad eran sus antiguos compañeros de armas a quienes veía. Le daban miedo, y algo les pasaba en los ojos: los tenían negros y llenos de líquido, como agua aceitosa. Tenían el cuerpo contrahecho, la espalda encorvada, los brazos demasiado largos, los dedos huesudos y en ademán de agarrar algo…
Dios santo, con razón estaba tenso.
Al menos los viajes a través de la frontera acabarían pronto. Se había granjeado la simpatía de la policía aduanera y de los matones de los controles antiterroristas. El marco de la matrícula lo identificaba como veterano, al igual que las pegatinas y calcomanías de la cabina. Llevaba una gorra del ejército y se tomaba la molestia de escuchar las anécdotas de los veteranos de mayor edad que ahora vigilaban la frontera. De vez en cuando les daba un paquete de tabaco, e incluso explotaba sus heridas cuando era necesario, y ellos, por su parte, le allanaban el camino. Los demás no tenían ni idea del esfuerzo que le había representado forjarse esa imagen, ni de hasta qué punto el éxito de la empresa dependía de él.
Con todo eso en mente, no había prestado tanta atención como debería al coche que tenía detrás. Cuando lo adelantó, se alegró de verlo alejarse, pero en un camionero ésa era la reacción natural a cualquier vehículo que se acercaba demasiado. Sabía que tarde o temprano intentaría adelantarlo, y sencillamente esperaba que lo hiciera con sensatez. Sí, había camioneros a quienes les gustaba andar jugando con los conductores impacientes, y otros que se veían a sí mismos como los mayores hijos de puta de la carretera, los más malos, y si alguien pretendía tocarles los huevos, ése era su funeral, a veces literalmente. Joel nunca había sido así, ni siquiera antes de los viajes al otro lado de la frontera, en los que atraer la atención de la policía por conducir de forma temeraria podía llevarlo a la cárcel durante mucho tiempo. Pese a que el arcén era muy estrecho, y los árboles casi rozaban la cabina, se había apartado un poco para dejar paso al coche. No era un buen sitio para adelantar, porque se acercaban a una curva, y si alguien venía a cierta velocidad en sentido contrario, todos los implicados necesitarían la mayor cantidad de asfalto posible para no acabar envueltos en un accidente mortal. Pero por delante el camino estaba despejado, y vio desaparecer las luces rojas y cómo la carretera quedaba vacía y oscura.
Al cabo de un kilómetro vio el parpadeo de unas luces de emergencia y a alguien que agitaba un par de barras luminosas de neón. Pisó el freno en cuanto el Plymouth amarillo que lo había adelantado antes apareció en el haz de sus faros. Estaba colocado transversalmente, dividido en dos por la línea blanca de la carretera. A su lado había otro coche, el que llevaba encendidas las luces de emergencia rojas y azules. Sin embargo no distinguió ningún distintivo, cosa que le extrañó.
Una silueta uniformada, de cabeza un tanto deforme, se acercó a él. Joel bajó la ventanilla.
– ¿Qué problema hay? -preguntó cuando una linterna le enfocó la cara, obligándolo a levantar la mano para protegerse los ojos.
La silueta sacó un arma y otros dos hombres salieron de detrás de los árboles, provistos de semiautomáticas. Llevaban los rostros cubiertos con máscaras macabras, y en ese momento el hombre uniformado se enmascaró también, pero no antes de que Joel alcanzara a verlo y pensara: mexicano. Su impresión quedó confirmada cuando el hombre habló.
– Mantén las manos donde podamos verlas, buey [1] -ordenó-. No queremos que nadie salga herido. ¿Nos lo tomamos con calma?
Joel asintió. El hecho de que fueran enmascarados significaba que no pretendían matarlo, y eso lo tranquilizó. En una carretera solitaria unos asesinos no tendrían por qué preocuparse de que la víctima los identificase.
– Mis amigos van a subir a la cabina contigo y te dirán adónde ir. Haz lo que te digan, así esto se acabará enseguida y podrás volver a casa con tu novia, ¿sí?
Joel volvió a asentir. Sabían, pues, que tenía novia, y de ahí se desprendía que esa gente, o alguien cercano a ellos, había estado vigilándolo en Portland. Archivó el dato.
Las puertas de la cabina no tenían el seguro puesto. Tobias mantuvo las manos en el volante mientras los dos hombres subían. Uno se colocó en el hueco detrás del asiento y el otro se quedó junto a Joel, un tanto ladeado para recostarse contra la puerta, con el arma apoyada despreocupadamente en el muslo. La despreocupación parecía ser la consigna de la noche, pensó Joel, aunque eso cambió en cuanto la radio del hombre uniformado, fuera del camión, cobró vida con un chirrido de interferencia estática.
– ¡Ándale! -ordenó, indicándolo primero con la mano a los otros vehículos y luego a Joel. Apuntó a Joel con su pistola a través del parabrisas para asegurarse de que captaba el mensaje-. ¡Apúrate!
El Plymouth retrocedió un poco antes de seguir adelante, hacia el sur. El segundo coche apagó las luces de emergencia mientras el hombre uniformado se echaba a correr para reunirse con él. Se apartó para dejar paso a Joel y luego se situó detrás, de modo que el camión quedó encajonado entre los dos coches.
– ¿Adónde vamos? -preguntó.
– Tú estate atento a la carretera, buey -fue la respuesta.
Joel obedeció y guardó silencio. Habría podido preguntarles si sabían con quién trataban, o proferir alguna amenaza de venganza si no abandonaban la cabina en el acto y lo dejaban seguir con lo suyo, pero calló. Su único deseo era salir de aquello entero, con el cuerpo y, si había suerte, el camión intactos. Una vez sano y salvo en Portland empezaría a hacer llamadas, pero ya barajaba distintas posibilidades. Si era un secuestro corriente, esos hombres se habían equivocado de camión o estaban mal informados, lo que significaba que no iban a sacar nada más lucrativo que un par de miles en pienso deshidratado. La otra opción era que no se tratase de un secuestro corriente, y en tal caso estaban muy bien informados, lo que sólo podía acarrear problemas, y posiblemente dolor, para Joel.
Frente a él, el Plymouth puso el intermitente de la derecha.
– Síguelo -ordenó el hombre situado detrás de él, y Joel empezó a aminorar para torcer en el desvío. Era una carretera estrecha y con una ligera inclinación descendente.
– ¿Quieres que, ya puestos, pase el camión por el ojo de una aguja? -preguntó.
El cañón de la pistola ametralladora, frío como el hielo, le rozó la mejilla.
– Sé conducir un camión -dijo el hombre, hablándole tan cerca de la oreja que Joel sintió el calor de su aliento en la piel-. Si no quieres hacerlo tú, lo haré yo, pero entonces ya no nos servirás de nada, mi hijo.
Joel supuso que el tipo fanfarroneaba, pero no tenía intención de poner a prueba su teoría. Trazó la curva perfectamente y siguió de nuevo las luces del Plymouth.
– ¿Qué? ¿Ves lo que se puede hacer con un pequeño incentivo? -preguntó el pistolero.
El Plymouth encendió las luces de advertencia cuando se detuvieron en un claro ante una casa en ruinas que tenía la chimenea de piedra todavía en pie e intacta, junto al tejado hundido. Otros dos hombres esperaban al lado de un cuatro por cuatro. Como los demás, llevaban máscaras, pero en lugar de cazadoras de cuero, vestían trajes. Trajes baratos, pero trajes. Joel frenó.