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– Ese Raúl no tardará en descubrir qué tiene entre manos. Después, hasta un niño sería capaz de atar cabos. Empezaré a hacer indagaciones para averiguar quién es.

– Jimmy Jewel lo sabe.

– ¿Estás seguro?

– Casi seguro. Si quieres saber mi opinión, creo que se nos han echado encima por orden de él.

– Pues empezaremos por ahí. ¿Dices que se lo han llevado todo?

– Sí. Todo.

– Vete a casa. Duerme un poco y cuídate esas quemaduras. Telefonéame mañana en cuanto hayas descansado. Ése no es el único que hay que resolver.

Joel no pidió aclaraciones en cuanto a este último comentario. Le pesaba demasiado el cansancio, y el dolor. Colgó el auricular y cruzó la carretera para comprar un paquete de seis cervezas en la gasolinera. Bebió en su habitación, llevándose de vez en cuando una botella fría a la mejilla quemada mientras contemplaba por la ventana las luces de los coches que pasaban y la oscuridad del lago Flagstaff. Después de dos cervezas sintió náuseas. Hacía tanto tiempo que no padecía un estado de shock que casi había olvidado la sensación, pero lo que le habían hecho en el claro reavivó otros recuerdos, otros momentos. Se rascó distraídamente la espinilla izquierda, notando el tejido cicatricial y el hueco en el músculo. Telefoneó a Karen, pero no la encontró en casa. Le dejó un mensaje en el contestador para anunciarle que estaba cansado y había decidido pasar la noche en un motel. También le dijo que la quería, y se disculpó por la pelea de esa mañana. Habían discutido por culpa del detective, de él y del viejo cabrón de Patchett, el muy metomentodo. Tobias, por las habladurías locales, conocía la historia del detective demasiado bien como para infravalorarlo, y dudaba que amenazarlo fuese la manera apropiada de tratar con él; pero sintió ira y alivio a la vez cuando le explicaron que había sido contratado para investigarlo a él, y su relación sentimental, no la operación en su conjunto.

Quería dormir. Se tomó unos analgésicos y se sentó en la cama con las piernas extendidas. Buscó en el bolsillo de la cazadora y sacó los dos aros de oro minuciosamente labrados. Había dicho que los mexicanos se lo habían llevado todo, pero no era verdad. Consideraba que se le debía algo por su dolor, y por el hecho de que la mercancía ya transportada valía una fortuna, una fortuna de la que hasta el momento él en realidad no había visto más que unos pavos. Además, deseaba resarcir a Karen por la pelea.

Sostuvo los pendientes en alto, a la luz, y a pesar del dolor le maravilló su belleza.

Segunda parte

… Sueño con jinetes en colinas humeantes, sombras a caballo, petos de junco, fustas, una luna mestiza. Otra guerra. Otra guerra antigua pero en este mismo lugar…

Crossing Over: The Vietnam Stories,

Richard Currey

La guerra huele. Huele a cloacas abiertas y a excrementos. Huele a basura y alimentos podridos y agua estancada. Huele a despojos de perros y hombres. Huele a desamparados, y a moribundos, y a muertos.

Los transportaron por aire de la base aérea McCord a la base airea Rhein-Main, y después a Kuwait. Viajaron con todo el equipo, los cerrojos de las armas retirados y guardados en el bolsillo. En Kuwait llenaron sacos de arena para revestir el fondo de los vehículos a fin de que absorbieran la metralla. Un par de días después les anunciaron que iban a entrar en acción. Los oficiales lanzaron vítores: querían ganar distintivos de combate. El frío arreció mientras avanzaban hacia el norte por el desierto en plena noche. Nunca había estado en el desierto, excepto en el de Maine, y eso no era más que un campo con un poco de arena. No se lo imaginaba tan frío, pero lo cierto era que sabía tan poco de desiertos como de Iraq. Antes de mandarlo allí, ni siquiera lo habría sabido encontrar en un mapa. Si jamás había tenido intención de visitarlo, ¿para qué molestarse en buscarlo? Pero ahora sí lo conocía…

¿A qué se dedicaba esa gente? ¿De qué vivían? Por lo que él veía, allí no crecía nada. Los niños iban descalzos y vivían en casas de adobe y ladrillo. Les decían que no se fiaran de nadie; aun así, él repartía caramelos y agua entre los niños siempre que podía. Al principio casi todos lo hacían, hasta que se desencadenó la insurgencia, y los ríos empezaron a llenarse de cadáveres, y los haji comenzaron a usar a los niños como vigías, o escudos humanos, o soldados. A partir de ese momento, ellos dejaron de tratar a los niños como niños. Para entonces, él vivía amedrentado la mayor parte del tiempo, pero había penetrado en un entorno donde el concepto «miedo» carecía ya de significado concreto, porque el miedo estaba siempre presente, en forma de susurro o grito.

Por otro lado, estaba el polvo: se metía por todas partes. Procuraba mantener su M4 limpio y engrasado, pero eso no siempre servía, y a veces el arma se le atascaba. Algunos sostenían que el producto limpiador del ejército era una mierda, y los soldados pedían a sus familias que incluyeran lubricantes comerciales en sus envíos. Más tarde leyó que el polvo iraquí tenía algo distinto del polvo empleado en los ensayos a los que se sometía a las armas en Estados Unidos. Era más pequeño y contenía más sales y carbonatos, que tendían a ser corrosivos. Además, reaccionaba con algunos de los lubricantes de armas, produciendo partículas mayores que obstruían las recámaras. Parecía que la tierra misma conspirase contra los invasores.

Aquel lugar era antiguo. Eso no lo entendieron. Tampoco él lo entendió, no entonces. Sólo más tarde, cuando empezó a remontarse en la historia del país, se dio cuenta de que aquello era la cuna de la civilización: los antepasados de esa gente que lo observaba con temor desde las casas de adobe habían creado la escritura, la filosofía, la religión. Ese ejército de tanques y misiles y aviones seguía los pasos de los asirios, los babilonios y los mongoles, de Alejandro Magno y Julio César y Napoleón. Aquél fue en otro tiempo el imperio más grande del mundo. Le costaba imaginar lo antiguo que era, incluso mientras leía sobre Gilgamesh, y Mesopotamia, y los reyes del imperio Acadio, y los sumerios.

Fue entonces cuando se encontró con los nombres, el de Enlil y su esposa Ninlil, y la historia de cómo Enlil adoptó tres formas, y fecundó a su esposa tres veces, y de esas tres uniones nacieron Nergal, y Ninazu, y otro, uno cuyo nombre se perdió, quedando ilegible por los daños causados en las viejas piedras sobre las que se había escrito la historia. Tres uniones, tres entidades: cosas del inframundo.

Demonios.

Y fue entonces cuando empezó a entender.

11

Jackie Garner se deshizo en disculpas cuando telefoneó a la mañana siguiente. Había logrado mantenerse cerca de Joel Tobias hasta Blainville, Quebec, y había visto cómo cargaban el pienso, sin advertir nada indebido. Luego siguió a Tobias hasta la frontera, donde algo en la apariencia o, posiblemente, el olor de Jackie despertó sospechas. Sometieron su bolsa de viaje a una prueba química y detectaron restos de explosivos. Habida cuenta de que aquél era Jackie Garner, el rey de la munición, lo raro habría sido que no encontraran restos de explosivos, pero como consecuencia de eso registraron el coche y lo obligaron a contestar a un sinfín de delicadas preguntas sobre sus aficiones antes de permitirle continuar, y para entonces Joel Tobias había desaparecido.

– Descuida, Jackie -dije-. Ya buscaremos otra manera.

– ¿Quieres que vuelva a su casa y lo espere?

– Sí, ¿por qué no? -Así, al menos, Jackie no tendría la sensación de haberse metido en aprietos.

– ¿Has tenido noticias de Nueva York?

– Llegarán esta noche.