– En cierto modo.
– No me pareció que hubiera dudas sobre cómo murió.
– No las hay, al menos sobre sus últimos momentos. Lo que su padre intenta entender es qué lo llevó a hacerlo.
– ¿Ahora investigas, pues, un posible trastorno de estrés postraumático?
– En cierto modo.
– Veo que todavía te cuesta contestar preguntas a las claras.
– Prefiero pensar que me aproximo a las cosas en círculo.
– Ya, como antes de un bombardeo aéreo. Tal vez sí deberías haber venido con sombrero de vaquero.
Tomó un sorbo del refresco y desvió la mirada. No era exactamente una actitud de enfado, sino la versión de eso mismo, más circunspecta, propia de un indio.
– De acuerdo -cedí-, me rindo. Te daré un nombre: Joel Tobias.
Ronald sabía poner cara de póquer. Advertí sólo una mínima palpitación en sus párpados al mencionar a Tobias, pero eso bastó para revelar que no sentía mucho aprecio por él.
– Tobias también estaba en el funeral -dijo-. Unos cuantos que sirvieron con Damien vinieron a presentar sus respetos, algunos desde muy lejos. En el cementerio se armó un pequeño alboroto, pero se las arreglaron para que la familia Patchett no se enterara.
– ¿Un alboroto?
– Rondaba por allí un fotógrafo de un pequeño periódico, el Sentinel-Eagle. Sacaba fotos, parte de un reportaje gráfico que estaba preparando con la esperanza de vendérselo al New York Times. Ya sabes, el entierro del guerrero caído, el dolor, la liberación. Alguien de la familia, seguramente Bennett, le había dicho que no tenían inconveniente. Pero resulta que algunos sí tenían inconveniente. Un par de antiguos compañeros de Damien cruzaron unas palabras con él, y el fotógrafo se marchó. Uno de ellos era Tobias. Me lo presentaron más tarde, en un bar. Para entonces estábamos como cubas.
– ¿Tobias ha aparecido en tu radar?
– ¿Por qué iba a aparecer?
– Algunos sospechan que se dedica al contrabando.
– Si es así, no entra hierba. Yo lo sabría. ¿Has hablado con Jimmy Jewel?
– Él tampoco lo sabe.
– Si Jimmy no lo sabe, yo menos aún. En cuanto pagas un dólar, ese hombre oye el ruido del cambio en el mostrador.
– Pero ¿sabes algo de Tobias?
Ronald se revolvió en el asiento.
– Rumores, sólo eso.
– ¿Qué rumores?
– Que Tobias está montándose un tinglado por su cuenta. Es de ésos.
– ¿Fue uno de los que no querían salir en las fotos?
– Por lo que recuerdo, hablaron con el fotógrafo cuatro o cinco, entre ellos Tobias. Uno de los otros salió en los diarios al cabo de una semana.
– ¿Y eso?
– Era un tal Brett Harlan, de Caratunk.
El nombre me sonaba. Harlan. Brett Harlan.
– Suicidio con asesinato -dije-. Mató a su mujer y luego se quitó la vida.
– Con una bayoneta M9. Ésas fueron muertes difíciles de digerir. Especialista Brett Harlan, Stryker C, Segunda Brigada Sable, Tercer Regimiento de Infantería. Su mujer, del 72 Batallón de Inteligencia Militar, estaba de permiso.
– Damien Patchett sirvió en la Segunda Brigada Sable.
– También Bernie Kramer.
– ¿Quién es Bernie Kramer?
– El cabo Bernie Kramer. Se ahorcó en la habitación de un hotel de Quebec hace tres meses.
Recordé las palabras de Karen Emory: «Todos ellos están muriendo».
– Es un clúster -comenté-. Un clúster de suicidios.
– Eso parece.
– ¿Hay alguna razón para eso?
– Puedo hablarte de causas generales, pero ninguna concreta. En Togus hay una mujer, una ex militar, que se llama Carrie Saunders, y creo que conoció a Harlan y a Kramer. Deberías hablar con ella. Lleva a cabo una investigación, y vino a pedirme ciertos datos: nombres de personas que pudieran estar dispuestas a dejarse entrevistar, tanto de mis tiempos como posteriores. Le facilité toda la información que pude.
– Bennett dijo que Carrie Saunders asistió al funeral de Damien.
– Es posible que estuviera en la iglesia. Yo no la vi.
– ¿Qué investiga?
Ronald apuró su refresco, aplastó la lata y la lanzó a un cubo de basura reciclable.
– El trastorno de estrés postraumático -dijo-. Su especialidad es el suicido.
El sol alcanzó su cumbre. Había quedado un hermoso día de verano, con un cielo azul despejado y una levísima brisa, pero Ronald y yo ya no estábamos fuera. Él me había llevado a su pequeño despacho, desde donde dirigía Veteranos Preocupados de Maine. Cubrían las paredes recortes de periódico, listas de caídos y fotografías. Una de éstas, justo encima del ordenador de Ronald, mostraba a una mujer ayudando a su hijo herido a levantarse de la cama. La imagen se había tomado desde atrás, de manera que sólo se veía el rostro de la madre. Tardé un momento en advertir qué había de anormal en la fotografía: al joven le faltaba casi media cabeza, y lo que quedaba era una maraña de cicatrices y hendiduras, como la superficie lunar. El semblante de la madre traslucía una mezcla de emociones demasiado complejas para interpretarlas.
– Una granada -explicó Ronald-. Perdió el cuarenta por ciento del cerebro. Necesitará atención permanente el resto de su vida. Su madre… no parece joven, ¿verdad? -Lo dijo como si reparase en ello por primera vez, aunque debía de verla a diario.
– No, no lo parece.
Y me pregunté qué sería mejor: que el muchacho muriese antes que la madre, para que su dolor acabase y el de ella adoptase una forma distinta, quizá menos desgarradora; o que el muchacho la sobreviviese, para que ella pudiera compartir su tiempo con él, y lo cuidara maternalmente como cuando era niño, en una época en que para ella la posibilidad de una vida así sólo podía presentarse en un mal sueño. La primera sería la mejor opción, concluí, porque si el muchacho vivía demasiado, la madre desaparecería, y al final él se convertiría en una sombra en el rincón de un cuarto, un nombre sin pasado, olvidado por los demás y sin recuerdos propios.
Rodeado de todo eso, Ronald me habló de suicidas y desvalidos; de adicción y de pesadillas en estado de vigilia; de hombres con miembros amputados que luchaban por recibir la incapacidad total del ejército; de las reclamaciones pendientes de solución, cuatrocientas mil y en aumento, y de aquellos cuyas cicatrices no se veían, que habían sufrido daños psicológicos pero no físicos, y cuyo sacrificio por tanto no disfrutaba aún del reconocimiento del Gobierno, siendo prueba de ello el hecho de que se les negaba el Corazón Púrpura. Y mientras Ronald hablaba, crecía su rabia. En ningún momento levantó la voz, en ningún momento apretó el puño siquiera, pero vi que emanaba de él, como el calor de un radiador.
– Es el coste oculto -dijo al fin-. Los chalecos antibalas protegen el torso, y un casco es mejor que nada. La respuesta de los servicios médicos mejora, y es más rápida. Pero una de esas bombas de fabricación casera estalla a tu lado, o debajo del Hummer en que viajas, y puedes perder un brazo o una pierna, o acabar con un trozo de metralla en la nuca que te deje paralizado de por vida. Ahora es posible sobrevivir con heridas catastróficas, pero también puede ocurrir que llegues a lamentarlo. Si lees el New York Times, y si lees USA Today, verás aumentar la lista de bajas en Iraq y Afganistán en esa casilla que reservan para las malas noticias, pero no al mismo ritmo que antes, o al menos no en Iraq, y tienes la impresión de que quizá las cosas estén mejorando. Y así es, si cuentas sólo las víctimas mortales, pero debes multiplicar esa cifra por diez para contabilizar los heridos, y en todo caso es imposible saber cuántos lo son de gravedad. Uno de cada cuatro militares que vuelven de Iraq y Afganistán necesita tratamiento médico o psicológico. A veces ese tratamiento no es tan accesible como debiera, e incluso si tienen la suerte de recibir parte de lo que necesitan, el Gobierno intenta regateárselo una y otra vez. No te imaginas lo que cuesta obtener la incapacidad total, y luego los mismos que enviaron a esos soldados a la guerra intentaron cerrar el Walter Reed para ahorrar unos dólares. Nada menos que el Walter Reed. El país combate en dos frentes, y quieren cerrar el centro médico más emblemático del ejército porque consideran que sale demasiado caro. Esto no tiene nada que ver con estar a favor o en contra de la guerra. No tiene nada que ver con el progresismo o el conservadurismo, ni con ninguna otra etiqueta que quieras ponerle. Tiene que ver con hacer lo correcto por aquellos que van a la guerra, y no se está haciendo lo correcto. Nunca se ha hecho. Jamás… -Se le apagó la voz. Al reanudar el monólogo, su tono era distinto-. Cuando el Gobierno no quiere hacer lo que debería, y el ejército no puede atender a sus heridos, quizá corresponda a otros tomar cartas en el asunto. Joel Tobias es un hombre indignado, y es posible que haya captado a otros como él para su causa.