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– ¿Su causa?

– Lo que hace Tobias, sea lo que sea, empezó con buenas intenciones. Conocía a hombres y mujeres en serios apuros. Todos conocemos a gente en esa situación. Les hicieron promesas. Los ayudarían.

– ¿Quieres decir que el dinero de lo que entran por la frontera estaba destinado a los soldados heridos?

– Parte sí. La mayor parte. Al principio.

– ¿Qué cambió?

– Es mucho dinero, o eso he oído. Cuanto más alta la suma, mayor la codicia.

Ronald se puso en pie. Nuestra conversación tocaba a su fin.

– Tienes que hablar con otra persona -propuso.

– Dame el nombre.

– Hubo una pelea en el Sully's. -El Sully's era un barucho de Portland-. Fue después del entierro de Patchett. Unos cuantos estábamos en un rincón, y Tobias y otros en la barra. Uno de ellos iba en silla de ruedas, con las perneras del pantalón recogidas con alfileres por encima de las rodillas. Había bebido más de la cuenta, y de pronto la emprendió contra Tobias. Lo acusó de renegado. Mencionó a Damien, y al otro, Kramer. Salió un tercer nombre, uno que no alcancé a oír. Empezaba por erre: Rockham o algo así. El chico de la silla de ruedas dijo a Tobias que era un embustero, que robaba a los muertos.

– ¿Y cómo reaccionó Tobias?

Ronald contrajo el rostro en una mueca de repugnancia.

– Lo empujó hacia la puerta. El de la silla de ruedas no pudo hacer nada más que echar el freno de la silla. Casi se cayó al suelo, pero Tobias no lo dejó estar. Cuando el inválido se negó a quitar el freno… y les lanzó el puño cuando intentaron obligarlo…, sencillamente lo levantaron en volandas, con silla y todo, y lo plantaron en la calle. Lo despojaron de toda dignidad, así sin más. Le recordaron su impotencia. Después no se rieron, y dio la impresión de que uno o dos se sentían asqueados, pero eso no cambia lo ocurrido. Lo que le hicieron a ese muchacho fue una bajeza.

– ¿Se llama Bobby Jandreau?

– Exacto. Parece que sirvió con Damien Patchett. Por lo que he oído, le debía la vida a Damien. Yo salí a asegurarme de que estaba bien, pero él no quiso ayuda. Ya había sufrido humillación de sobra. Así y todo, necesitaba ayuda. Lo vi claramente. Estaba en pleno declive. En fin, ya sabes más de lo que sabias al venir aquí, ¿no?

– Sí, gracias.

Él asintió.

– Parte de mí deseaba que lo consiguieran -reconoció-. Tobias, y quienquiera que esté ayudándolo… Yo deseaba que les saliera bien, lo que sea que se traen entre manos.

– ¿Y ahora?

– Ha tomado un mal camino. Deberías andarte con cuidado, Charlie. No va a gustarle que metas las narices en sus asuntos.

– Ya han intentado disuadirme hundiéndome la cabeza en un barril de petróleo.

– ¿Ah, sí? ¿Y se han salido con la suya?

– No del todo. El que más hablaba tenía una voz suave, quizá con cierto dejo sureño. Si se te ocurre quién podría ser, me gustaría saberlo.

***

Más tarde ese mismo día traté de localizar a Carrie Saunders en la delegación de la Administración de Veteranos en Togus, pero la llamada pasó directamente a su servicio contestador. A continuación telefoneé al Sentinel-Eagle, que era un semanario local de Orono, y su director me facilitó el número telefónico de un fotógrafo llamado George Eberly. No estaba en plantilla, pero colaboraba a veces con el periódico. Eberly descolgó al sonar el timbre por segunda vez, y cuando le expliqué lo que quería, pareció más que dispuesto a hablar.

– Lo había acordado con Bennett Patchett -dijo-. Habló con el resto de la familia de lo que me proponía hacer. Sería como un homenaje para su hijo, le aclaré, pero también una manera de establecer un lazo con otras familias que habían perdido a hijos e hijas, o a padres y madres, debido a la guerra, y él lo comprendió. Le prometí no estorbar, y cumplí mi palabra. Me quedé en segundo plano. La mayoría de la gente ni siquiera me vio, hasta que de pronto me abordó una panda de matones.

– ¿Le explicaron cuál era el problema?

– Me dijeron que aquello era una ceremonia privada. Cuando señalé que la familia me había dado permiso para tomar fotografías, uno intentó quitarme la cámara mientras los demás lo tapaban. Yo retrocedí, y otro, un tipo grande sin un par de dedos, me agarró del brazo y me exigió que borrase todas las fotografías que no fueran de la familia. Me amenazó con romperme la cámara si no lo hacía, y romperme luego, con la ayuda de sus amigos, otra cosa que no tenía lente ni podía sustituirse.

– ¿Así que borró las fotos?

– Y una mierda. Tengo una Nikon nueva. Es un aparato complicado si uno no sabe lo que maneja. Apreté un par de botones, bloqueé la pantalla, y le aseguré que ya había hecho lo que me pedía. Me dejó ir, y sanseacabó.

– ¿Existiría alguna posibilidad de que yo pudiese echar un vistazo a esas fotos?

– Claro, no veo por qué no.

Le di mi dirección de correo electrónico, y me prometió enviarme las fotos en cuanto estuviera delante del ordenador.

– ¿Sabe que existía relación entre Damien Patchett y un cabo llamado Bernie Kramer, que se suicidó en Canadá? -añadió Eberly.

– Sí. Sirvieron juntos.

– Pues la familia de Kramer es de Orono. Después de su muerte, sacamos un texto escrito por él. Su hermana nos pidió que lo hiciéramos público. Ella aún vive en el pueblo. Ahí empezó mi interés por todo este proyecto fotográfico, si he de serle sincero. Aquí el artículo tuvo mucha repercusión, y el director tuvo problemas con los militares.

– ¿Y sobre qué escribió Kramer?

– Eso del TEPT. El estrés postraumático. Le enviaré el artículo junto con las fotos.

El material de Eberly me llegó unas dos horas después, mientras me preparaba un filete para la cena. Aparté la sartén del quemador y la dejé enfriar.

El artículo de Bernie Kramer era breve pero intenso. Hablaba de su lucha contra lo que, según creía, era un TEPT, trastorno de estrés postraumático -su paranoia, su desconfianza, sus instantes de pánico paralizador- y en particular de su indignación ante la negativa de los militares a reconocer que el TEPT es una herida de guerra en lugar de una enfermedad. Se notaba que era en esencia una carta al director ampliada, carta que nunca envió, pero el director le vio posibilidades y la incluyó en la sección de opinión. Lo más impactante era una descripción de su etapa en la Unidad de Transición del Guerrero de Fort Bragg. Kramer daba a entender que Fort Bragg era un vertedero para los soldados con problemas derivados del consumo de drogas, y debido a los continuos cambios de personal se pasaban por alto las condecoraciones, la actualización de historiales y las ceremonias de licencia. «Para cuando volvimos a casa» concluía, «ya nos habían olvidado.»