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Resultaba fácil ver lo mal que debía de haber sentado en el ejército que un ex militar se manifestara públicamente de ese modo, por más que se hubieran escrito cosas peores en blogs de soldados y otros sitios. No obstante, un pequeño periódico local habría sido presa fácil para un enlace de prensa militar deseoso de complacer a sus superiores.

Imprimí el artículo y lo añadí a los que había reunido antes en relación con las muertes de Brett Harlan y su esposa Margaret. También había hecho anotaciones referentes al TEPT y los suicidios en el ejército. A continuación examiné las fotos que Eberly había tomado después del funeral de Damien. Muy solícito, Eberly había marcado con un círculo las caras de los hombres que lo habían abordado, Joel Tobias entre ellos. Me fijé en los otros detenidamente. Sólo uno era negro, así que supuse que se trataba de Vernon. Comprobé que hubiese papel en la impresora fotográfica y saqué dos copias de cada una de las mejores fotografías. Deseaba saber cómo se llamaban los otros hombres. Quizá Ronald Straydeer podría ayudarme con eso. Tenía su dirección de correo electrónico, y le reenvié algunas de las imágenes. Eberly también me había facilitado el nombre y el número telefónico de la hermana de Bernie Kramer, Lauren Fannan. La llamé y hablamos un rato. Me contó que Bernie había regresado de Iraq «enfermo», y que su estado había empeorado durante los meses posteriores. Le pareció que lo habían presionado para que no hablara de sus problemas, pero no sabía si esa presión procedía de los mandos militares o de sus propios compañeros.

– ¿Por qué dice eso? -pregunté.

– Tenía un amigo, Joel Tobias. Fue sargento de Bernie en Iraq. De hecho, Bernie estaba en Quebec gracias a Tobias. Bernie hablaba francés con fluidez, y allí hacía algo para Tobias, algo relacionado con transporte y camiones. Bernie se medicaba para el insomnio, y Tobias le dijo que lo dejara, porque incidía en su capacidad de trabajo.

Si Joel Tobias había recomendado a Bernie Kramer que dejara de medicarse porque le impedía realizar debidamente las tareas asignadas, tal vez también fuera responsable de que Damien Patchett abandonase la trazodona.

– ¿Bernie buscó ayuda profesional?

– Por la manera en que empezó a hablar de su estado me dio la impresión de que contaba con algún tipo de ayuda, pero nunca precisó de quién. Cuando Bernie murió, telefoneé a Tobias y le dije que no sería bien recibido en el funeral, así que no vino. No he vuelto a verlo. Encontré la carta que había escrito Bernie sobre el estrés postraumático entre sus papeles personales, y decidí que debía publicarse en el periódico, porque la gente debía saber el trato dado por el Gobierno a esos hombres y mujeres. Bernie era un hombre encantador, un hombre amable. No merecía acabar así.

– Ha mencionado los papeles personales de Bernie, señora Fannan. ¿Los conserva?

– Algunos -contestó-. El resto los quemé.

Ahí percibí algo fuera de lo normal.

– ¿Por qué los quemó?

Ella se había echado a llorar, y me costó entender parte de lo que dijo a continuación.

– Había escrito una página tras otra de simples… desvaríos, como que oía voces y veía cosas. Creí que todo se debía a su enfermedad, pero era tan perturbador y tan delirante… No quería que lo leyera nadie más, porque si circulaba por ahí, pensé, restaría valor a la carta. Hablaba de demonios, de que lo perseguían. Nada tenía sentido. Nada.

Le di las gracias y la dejé en paz. Había llegado un mensaje al buzón de entrada de mi correo electrónico. Era la respuesta de Ronald Straydeer: había impreso una de las fotografías, había introducido sus marcas y anotaciones y la había escaneado de nuevo para reenviarla. La acompañaba una breve nota:

«Después de marcharte me he acordado de otro detalle que me chocó en el funeral. En el Sully's andaba en compañía de Tobias y los otros un veterano de la primera guerra de Iraq. Se llama Harold Proctor. Que yo sepa, nunca le ha importado nada ni nadie, y si ahora trata con Tobias, sólo puede ser porque participa en lo que se traen entre manos. Tiene un motel de mala muerte cerca de Langdon, al noroeste de Rangeley. No hace falta que te diga lo cerca que está de la frontera canadiense».

Proctor no aparecía en ninguna de las fotografías. Me constaba que existía un mecanismo por el que veteranos de guerras anteriores se reunían con los soldados que acababan de regresar del frente, pero no sabía cómo averiguar si Proctor habla participado en eso, o sí estaba entre quienes se habían reunido con Damien cuando volvió. No obstante, si Ronald no se equivocaba en su juicio sobre Proctor, y yo no tenía ningún motivo para dudar de él, el veterano de mayor edad no parecía el candidato idóneo para formar parte de un comité de recepción.

Ronald me había proporcionado otros dos nombres: Mallak y Bacci. Junto al de Mallak había escrito: «Unionville, pero criado en Atlanta». También había identificado formalmente al hombre negro como Vernon, y a un hombre con barba y baja estatura como Pritchard. Había tachado con un aspa el rostro de uno alto con gafas y escrito al lado: «Harlan fallecido». Por último, apenas visible en segundo plano a la izquierda de la imagen, había un hombre musculoso en una silla de ruedas: Bobby Jandreau. Recordé las palabras de Kyle Quinn, pronunciadas mientras miraba la fotografía de Foster Jandreau en el periódico.

Mal asunto.

Cogí el bolígrafo y añadí el nombre de Foster Jandreau a la lista de muertos.

12

A primera hora de la mañana siguiente Tobias pasó por el motel de Harold Proctor. Supuso que era cosa del destino: se dirigía al establecimiento de Proctor la noche anterior cuando los mexicanos le dieron el alto, así que apenas se extrañó al oír que debía presentarse allí igualmente, pese a no tener que llevar ningún cargamento. Más inesperada era la causa del viaje, aunque cuando se detuvo a pensar en ello, cayó en la cuenta de que ya había previsto esa posibilidad.

– Proctor se raja -dijo la voz esa mañana al otro extremo de la línea-. Quiere dejarlo. Coge todo lo que hay allí y págale. De todos modos, sólo quedan cosas pequeñas.

– ¿Seguro que no se irá de la lengua? -preguntó Tobias.

– Sabe que no le conviene.

Tobias no lo tenía tan claro. Se proponía cruzar unas palabras con Proctor cuando lo viese, sólo para asegurarse de que entendía cuáles eran sus obligaciones.

Le dolían la cara y las manos. El ibuprofeno le había mitigado un poco el dolor, aunque no lo suficiente para permitirle dormir bien. En todo caso, la falta de sueño no era para él ninguna novedad últimamente. En Iraq, de puro agotamiento, era capaz de dormir bajo fuego de mortero, pero desde su regreso a Estados Unidos no conseguía descansar como es debido, y cuando se adormecía, soñaba. Eran pesadillas, e iban a peor de un tiempo a esa parte. Incluso creía tener localizado el origen de sus problemas recientes: sentía ese malestar desde una de las visitas al motel de Proctor hacia alrededor de un mes.

Tobias no era muy aficionado a las bebidas alcohólicas de alta graduación, pero en ese momento no le habría venido mal una buena copa. Proctor se la serviría, si se lo pedía, pero Tobias no tenía intención de abusar de la hospitalidad de Proctor durante tanto tiempo. Además, lo último que deseaba era que la policía le notase olor a alcohol en el aliento si lo paraban mientras conducía un camión; es más, un camión que probablemente contendría más riqueza potencial por metro cuadrado que cualquier otro que hubiera atravesado antes el estado.

Como para recordarle que lo más sensato era esperar a llegar a Portland para aplacar su sed, se cruzó con un vehículo de la patrulla fronteriza que circulaba en dirección este. Tobias saludó despreocupadamente con la mano, y el agente le devolvió el gesto. Observó al policía por los espejos retrovisores hasta perderlo de vista, y entonces respiró aliviado. Con la racha de mala suerte que estaba teniendo, no le habría extrañado tropezarse con la policía después de lo ocurrido la noche anterior. Proctor no era más que el baño de mierda de ese pastel de bosta en particular.