Tobias no apreciaba mucho a Proctor, un hombre mayor que él. Era un borrachín, y creía que los dos eran hermanos del alma por el hecho de haber servido ambos en el ejército, pero Tobias no veía el mundo así. Ni siquiera habían servido en la misma guerra: más de una década separaba sus conflictos. Proctor y él recorrían caminos distintos. Proctor estaba matándose a fuerza de beber, en tanto que Tobias aspiraba a ganar un dinero y mejorar su vida. Pensaba que a lo mejor podría proponerle matrimonio a Karen, y una vez unidos se marcharían al sur, escaparían del condenado frío de Maine. Allí en el norte el verano era mejor, no tan húmedo como en Florida o Luisiana, a excepción de algunos días de agosto, pero no era tan bueno como para compensar los inviernos, ni remotamente.
Volvió a pensar en tomar una copa. Se conformaría con un par de cervezas cuando llegase a Portland. Se aborrecía a sí mismo cuando se emborrachaba, y también aborrecía ver a otros bebidos. Lo asaltó el recuerdo de Bobby Jandreau en el Sully's, de Bobby hablando más de la cuenta y llamando la atención, y eso en un lugar como el Sully's, donde la mayoría de la gente estaba tan ocupada entonándose que permanecía indiferente a lo que sucedía alrededor. Bobby le daba lástima. Joel no sabía hasta qué punto él habría sido capaz de seguir viviendo si hubiese sufrido heridas tan graves como aquéllas. A él le bastaba con las suyas: cojeaba y aún experimentaba dolor de miembro fantasma allí donde antes tenía los extremos de los dedos perdidos. Pero las heridas de Bobby no eran excusa para vociferar y decir lo que había dicho. Le habían prometido una tajada, y Joel estaba dispuesto a respetar el trato, aun después del cruce de palabras en el Sully's, pero ahora Bobby no la quería. No quería saber nada de ellos, y eso preocupaba a Joel. También inquietaba a los otros. Había intentado en vano hacer entrar en razón a Bobby. Joel supuso que le habían herido el orgullo al tratarlo de aquel modo en el Sully's, pero no les había quedado más remedio.
No se hará daño a nadie: ése era en esencia el acuerdo al que habían llegado. Nadie debía salir lastimado. Por desgracia, eso no siempre era posible en el mundo real, y aquel principio se había visto sutilmente alterado, convirtiéndose en «no saldrá lastimado ninguno de los nuestros». El detective, Parker, se lo había buscado, y Foster Jandreau también. Puede que Tobias no hubiese apretado el gatillo contra él, pero había estado de acuerdo en que era necesario.
Tobias esperaba ver de un momento a otro el cartel del motel de Proctor y permanecía atento para tener tiempo de preparar el giro. Estaba nervioso. Un camión entrando en un motel abandonado era justo la clase de maniobra que atraía la atención en un lugar tan cercano a la frontera. Tobias prefería las ocasiones en que se transportaban objetos pequeños y el intercambio podía realizarse en una gasolinera o una cafetería. Con el traslado de piezas de mayor tamaño, que lo obligaban a ir al motel, siempre pasaba un mal rato, pero sólo quedaban uno o dos cargamentos así, y ya encontraría un sitio cerca de Portland donde guardarlos. Después de la muerte de Kramer, se había decidido que la mayoría de los objetos grandes no merecían el riesgo, presentando como presentaban toda clase de complicaciones logísticas. Buscarían un medio alternativo para desprenderse de ellos, aunque eso implicara menores beneficios. Al fin y al cabo, se habían tomado la molestia de transportarlos hasta Canadá, y ni por asomo iban a dejarlos tirados en una cantera o enterrados en un hoyo. Aun así, ya habían encontrado compradores para varias estatuas, y Tobias era el encargado de pasarlas por la frontera. El primer cargamento, bajo la certificación de adornos de piedra baratos para jardín, destinados a aquellos con más dinero que gusto, lo había transportado sin percance derecho hasta un almacén de Pensilvania. El segundo había quedado almacenado un par de semanas en el motel de Proctor, y para moverlo fueron necesarios cuatro hombres y cinco horas. Durante todo ese proceso Tobias permaneció con el alma en vilo, esperando la irrupción en cualquier momento de la policía estatal o la aduanera, y recordaba aún la sensación de alivio cuando el trabajo concluyó y estuvo otra vez en la carretera, de vuelta a casa y a Karen. Sólo tenía que liquidar ese último asunto con Proctor, y aquello habría terminado. Si era verdad que Proctor quería abandonar, tanto mejor. Tobias no lo echaría de menos, ni a él ni el hedor de su cabaña, ni la imagen de aquel inmundo motel que se hundía lentamente en la tierra.
Un hombre incapaz de controlar la afición a la bebida no era de fiar. Eso era señal de una debilidad más profunda. Tobias habría apostado diez contra uno a que Proctor había vuelto de la primera guerra contra Iraq como candidato preferente a terapia por TEPT, o como quiera que lo llamaran entonces. En lugar de eso, optó por retirarse a un motel ruinoso en medio del bosque e intentar luchar solo contra sus demonios, sin más auxilio que el de la botella y cualquier alimento envuelto en plástico con una etiqueta donde se indicara el tiempo de cocción en microondas.
Tobias nunca había pensado que él padeciera estrés postraumático. Sí, era verdad que le costaba relajarse, y aún tenía que contener la necesidad de encogerse instintivamente al oír fuegos artificiales o el petardeo de un coche. Había días en que no deseaba levantarse de la cama, y noches en que no deseaba acostarse, no deseaba cerrar los ojos por miedo a lo que pudiera venir, y eso era antes de las nuevas pesadillas. Pero ¿estrés postraumático? No, él no. Bueno, no del grave, no de ese con el que, sólo para poder llegar al final del día, había que tomar tal cantidad de droga que se te salía por los poros en forma de sudor descolorido, no de ese en el que uno rompía a llorar sin motivo, o sacudía a su mujer porque se le quemaba el beicon o derramaba la cerveza.
No, de ése no.
Todavía no, pero ha empezado. Le sacudiste, ¿verdad que sí?
Echó una ojeada alrededor, en la cabina, convencido de que alguien había hablado, una voz extrañamente familiar. El volante giró un poco, y Tobias, dándole un vuelco el corazón, rectificó la trayectoria, temiendo salirse de la carretera y despeñarse, temiendo volcar, acabar atrapado en la cabina, atrapado con el viejo motel casi a la vista.
Todavía no.
¿De dónde salía esa voz? Y de pronto se acordó: un almacén, con las paredes agrietadas y goteras en el tejado a causa de los anteriores bombardeos y la mala calidad de la construcción; un hombre, reducido ahora a poco más que una pila de ropa ensangrentada, y escapándosele la vida de los ojos. Tobias estaba de pie junto a él, apuntándolo a la cabeza sin vacilar con el cañón de su carabina M4, el arma que lo había destrozado, como si aquel muñeco de trapo ensangrentado representase aún alguna amenaza.
– Llévatelo, llévatelo todo. Es tuyo.
Los dedos, manchados de rojo, señalaron las cajas, las estatuas envueltas, que llenaban el almacén. A Tobias le asombró que aún pudiese hablar. Debía de tener cuatro o cinco balas en el cuerpo. Y allí estaba, moviendo una mano bajo el haz de la linterna, como si algo de aquello le perteneciera y estuviera en situación de darlo o conservarlo.
– Gracias -dijo Tobias, y notó que se le escapaba una mueca burlona al pronunciar la palabra, y percibió el sarcasmo en su propia voz, avergonzado. Se había rebajado delante del moribundo. Tobias lo odiaba, lo odiaba tanto como odiaba a todos los de su clase. Eran terroristas, haji: suníes o chiítas, extranjeros o iraquíes. Al final eran todos lo mismo. Daba igual cómo se llamaran: al-Qaeda, o cualquiera de esos absurdos títulos de conveniencia que inventaban a partir de su maraña de frases hechas, como esas colecciones de palabras magnéticas que uno pegaba a la nevera y usaba para crear poesía barata: Mártires Victoriosos de la Brigada de la Yihad, Frente Asesino de los Imanes en Resistencia, todos intercambiables, todos idénticos. Haji. Terroristas.