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Damien se tapó los oídos, con el revólver en la mano derecha apuntado al cielo. Cabeceó y cerró los ojos.

– Basta, basta, por favor -dijo-. Os lo ruego. Por favor.

Moqueando y con los labios contraídos, apartó las manos de su cabeza y, tembloroso, apuntó a la perra con el arma. Sandy, a pocos centímetros del cañón, alargó el cuello y lo olfateó. Estaba habituada al olor del aceite y la pólvora, ya que Damien y su padre la habían llevado a menudo a cazar aves, y, una vez abatidas, ella iba a buscarlas y las traía entre los dientes. Meneó el rabo en actitud expectante, previendo ya el juego.

– No -suplicó Damien-. No me obliguéis a hacerlo. No, por favor.

Tensó el dedo en el gatillo. Le temblaba todo el brazo. Con un gran esfuerzo de voluntad, apartó el arma de la perra y gritó al mar, y al aire, y al sol poniente. Apretó los dientes y soltó a la perra.

– ¡Vete! -ordenó-. ¡Vete a casa! ¡Vete a casa, Sandy!

La perra metió el rabo entre las patas, pero aún lo meneaba un poco. No quería marcharse. Percibía que algo grave ocurría. De pronto Damien se abalanzó hacia ella e hizo amago de darle un puntapié en el trasero, conteniéndose en el último momento, justo antes de tocarla. La perra huyó por fin hacia la casa. Se detuvo donde aún veía a Damien, pero él echó a correr de nuevo hacia ella, y esta vez el animal siguió adelante y se detuvo sólo al oír el disparo.

Ladeó la cabeza y volvió lentamente sobre sus pasos, deseosa de ver qué había abatido su amo.

Primera parte

… y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra.

La Ilíada, I, 247

1

Había llegado el verano, la estación de los despertares.

Esta región, este lugar norteño, no se parecía en nada a su equivalente meridional. Aquí la primavera era una ilusión óptica, una promesa hecha y jamás cumplida, un simulacro de nueva vida recubierta de nieve ennegrecida y hielo en lenta fusión. La naturaleza había aprendido a aguardar su oportunidad en las playas y a orillas de los pantanos, en los grandes bosques del norte del condado y en las marismas de Scarborough. Daba igual que el invierno se enseñorease de todo en febrero y marzo, retirándose palmo a palmo hacia el paralelo 49, negándose a ceder sin luchar un solo centímetro de tierra. Al acercarse abril, los sauces y los álamos, los castaños y los olmos, habían brotado entre los trinos de los pájaros. Llevaban esperando desde el otoño, sus flores cerradas pero a punto, y enseguida los alisos revistieron los pantanales de un marrón violáceo, y las ardillas listadas y los castores se pusieron en marcha. El cielo se pobló de becadas, y ocas, y zanates, esparcidos como semillas en un campo azul.

Y ahora mayo había traído por fin el verano, y todas las criaturas estaban despiertas.

Todas las criaturas.

***

El sol se derramaba por la ventana, calentándome la espalda, mientras me llenaban la taza de café recién hecho.

– Mal asunto -comentó Kyle Quinn. Kyle, un hombre bien proporcionado que vestía un uniforme blanco impecable, era el dueño del Palace Diner de Biddeford. También era el cocinero, y casualmente el cocinero más limpio que he visto en la vida. He comido en cafeterías donde después de ver al cocinero no he podido por menos de plantearme la conveniencia de someterme a un tratamiento de antibióticos. Kyle, en cambio, ofrecía un aspecto tan impoluto, y tenía una cocina tan inmaculada, que ciertas unidades de cuidados intensivos presentaban niveles de higiene inferiores a los del Palace, y había cirujanos con las manos más sucias que Kyle.

El Palace era la cafetería más antigua de Maine, construida por la Pollard Company de Lowell, Massachusetts; conservaba intacta y perfecta la pintura roja y blanca, y en la ventana el letrero dorado que confirmaba que las señoras eran, ciertamente, bienvenidas resplandecía como si estuviera escrito a fuego. La cafetería abrió sus puertas en 1927, y desde entonces había tenido cinco dueños, de los que Kyle era el último. Sólo servía el desayuno, y cerraba antes del mediodía, pero era uno de esos pequeños tesoros que hacían un poco más soportable la vida cotidiana.

– Sí -coincidí-. Malo en el peor sentido de la palabra.

Tenía el Portland Press-Herald abierto sobre la barra. En la mitad inferior de la primera plana, por debajo del pliegue, se leía el titular:

NINGUNA PISTA EN EL HOMICIDIO DE UN AGENTE DE LA POLICÍA DEL ESTADO

El agente en cuestión, Foster Jandreau, había aparecido muerto a tiros en su furgoneta detrás del Blue Moon, un antiguo bar en el término municipal de Saco, casi en las afueras. No estaba de servicio en ese momento, y vestía de paisano cuando encontraron su cuerpo. Nadie se explicaba qué hacía en el Blue Moon, sobre todo porque, según la autopsia, su muerte se había producido entre las doce de la noche y las dos de la madrugada, horas a las que nadie tenía por qué rondar cerca del armazón calcinado de un bar que en general despertaba pocas simpatías. El cadáver de Jandreau fue descubierto por una cuadrilla de peones camineros, que había hecho un alto en el aparcamiento del Moon para tomar un poco de café y fumar un pitillo a primera hora de la mañana, antes de iniciar la jornada. Le habían disparado dos veces a bocajarro con una pistola del calibre.22, una en el corazón y otra en la cabeza. El crimen presentaba todos los indicios de una ejecución.

– Ese sitio atraía problemas como un imán -comentó Kyle-. Deberían haber demolido lo que quedó después del incendio.

– Sí, pero ¿qué habrían puesto en su lugar?

– Una lápida -contestó Kyle-. Una lápida con el nombre de Sally Cleaver.

Se alejó para servir café a los demás rezagados, la mayoría de los cuales leía o charlaba tranquilamente, sentados en hilera como los personajes de un cuadro de Norman Rockwell. En el Palace no había reservados, y tampoco mesas, sólo quince taburetes. Yo ocupaba el último, el más alejado de la puerta. Eran más de las once, y en rigor la cafetería ya había cerrado, pero Kyle no obligaría a nadie a marcharse en breve. Era de esa clase de establecimientos.

Sally Cleaver: su nombre aparecía mencionado en el artículo sobre el asesinato de Jandreau, un pequeño apartado de la historia local que la mayoría de la gente habría preferido olvidar, y el último clavo en el ataúd del Blue Moon, por así decirlo. Después de la muerte de Sally Cleaver, el bar se tapió, y al cabo de un par de meses el fuego lo redujo a cenizas. Se interrogó al dueño por un posible caso de incendio intencionado y estafa a la compañía de seguros, pero fue por pura rutina. Quien más, quien menos, sabía que la familia Cleaver había pegado fuego al bar Blue Moon, y nadie se lo echó en cara.

El bar llevaba cerrado casi una década, cosa que no lamentaba nadie en absoluto, ni siquiera los bichos raros que antes lo frecuentaban. En su día los lugareños lo llamaban el Blue Mood, «Tristeza», ya que ningún cliente salía de allí con el ánimo más alto que al entrar, incluso sin haber probado la comida ni bebido nada que no hubieran desprecintado delante de sus ojos. Era un local lúgubre, una fortaleza de ladrillo coronada por un rótulo pintado a mano que alumbraban cuatro bombillas, de las que nunca funcionaban más de tres. Dentro mantenían una iluminación tenue para disimular la mugre, y los taburetes de la barra estaban atornillados al suelo a fin de proporcionar cierta estabilidad a los borrachos. Tenía un menú salido de la escuela de cocina de la obesidad crónica, pero la mayoría de los parroquianos preferían atiborrarse de frutos secos, que se servían gratuitamente acompañando a la cerveza, con dosis de sal apopléjicas para fomentar el consumo de alcohol. Al final de la tarde los frutos secos que quedaban sin comer, pero considerablemente manoseados, volvían al enorme saco que el camarero, Earle Hanley, tenía al lado del fregadero. Earle era el único camarero. Si se ponía enfermo, o si reclamaba su atención cualquier otro asunto más importante que suministrar bebida a un grupo de borrachos, el Blue Moon no abría. Observando a la clientela cuando llegaba allí para su ración diaria, a veces era difícil saber si, al encontrarse alguna que otra vez con la puerta atrancada, sentían alivio o pesar.