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Así y todo, en momentos como aquél se producía cierta intimidad con la muerte, al darla y al recibirla, y él acababa de incumplir el protocolo, respondiendo no como un hombre, sino como un adolescente adusto.

El haji sonrió, y aún se veía algo de blanco en medio de la sangre que le llenaba la boca y le manchaba los dientes.

– No me dé las gracias -dijo-. Todavía no…

Todavía no. Ésa era la voz que había oído, la voz de un hombre a quien esperaban en el otro mundo las vírgenes prometidas, la voz de un hombre que había luchado para proteger el contenido de ese almacén.

Había luchado, pero no con suficiente empeño. Eso dijo Damien: habían luchado, pero no con suficiente empeño.

¿Por qué?

El motel ya se veía. A su izquierda, avistó la hilera de habitaciones tapiadas y se estremeció. Ese lugar siempre le ponía la carne de gallina. No le extrañaba que Proctor se hubiese convertido en lo que era, allí enterrado, sin más compañía que los troncos de los árboles a sus espaldas y el patrimonio heredado de sus padres, ese pudridero, ante sí. Resultaba difícil mirar esas habitaciones sin imaginar huéspedes invisibles, huéspedes no deseados, moviéndose detrás de las paredes: huéspedes a quienes les gustaba la humedad, y el moho, y la hiedra enroscándose alrededor de las camas; huéspedes que se hallaban ellos mismos en estado de descomposición, sombras malévolas entrelazadas sobre camas cubiertas de hojas, cuerpos viejos y estragados unidos en un movimiento rítmico, seco, desapasionado, con cuernos en la cabeza…

Tobias cerró los ojos y apretó los párpados de tan vívidas, tan poderosas, como eran esas imágenes. Le recordaron a algunas de sus pesadillas, sólo que en éstas únicamente veía moverse sombras, cosas ocultas. Ahora, en cambio, tenían forma, contorno.

Dios santo, tenían cuernos.

Era el estado de shock, decidió, una reacción retardada a la difícil experiencia de la noche anterior. Se detuvo a la vista de la cabaña y esperó a que Proctor saliera, pero éste no dio la menor señal de vida. Su furgoneta estaba aparcada a la derecha. En circunstancias normales Tobias habría tocado la bocina y despertado a aquel viejo cabrón, pero no convenía alborotar en el bosque, y menos pensando que Proctor tenía un vecino capaz de presentarse para ver a qué venía tanto ruido.

Tobias apagó el motor y se apeó de la cabina. Sentía humedad bajo las vendas de las manos, y supo que las heridas supuraban. El único consuelo al dolor y la humillación era saber que la represalia no tardaría en llegar. Los espaldas mojadas habían despertado la ira de quienes menos les convenía.

Se acercó a la cabaña y pronunció en voz alta el nombre de Proctor, pero siguió sin recibir respuesta. Llamó a la puerta con los nudillos.

– Eh, Harold, despierta -dijo-. Soy Joel.

Sólo después de anunciarse probó a abrir, y aun así actuó con cautela, muy despacio. Proctor siempre dormía con un arma cerca, y Tobias no quería arriesgarse a que aquel individuo, al despertar de la borrachera, descerrajara un par de tiros en dirección a un supuesto intruso.

No había nadie. Joel lo adivinó incluso en la penumbra creada por las cortinas disparejas. Encendió la luz y descubrió la cama revuelta, el televisor destrozado y el teléfono hecho pedazos, la cesta de la ropa sucia desbordada en un rincón, y el olor a desidia, a un hombre que se había abandonado. A su derecha estaba el salón-cocina. Tobias, viendo lo que contenía, soltó un juramento. Proctor había perdido la cabeza, el muy capullo.

Las cajas restantes, las que en teoría debían permanecer escondidas en las habitaciones 11, 12, 14 y 15, estaban allí apiladas casi hasta el techo, a la vista de cualquiera que casualmente asomase la nariz en la cabaña de Proctor para ver qué ocurría. El viejo chiflado las había llevado hasta allí a rastras él solo en lugar de esperar a que apareciese Tobias y se las quitase de las manos. Ni siquiera se había tomado la molestia de cerrarlas todas. Desde una de ellas lo miraba la cara pétrea de una mujer; en otra se atisbaban más sellos, y las piedras preciosas resplandecieron cuando Tobias se acercó.

Y lo peor de todo: en la mesa de la cocina, totalmente al descubierto, había una caja de oro, de unos cincuenta por cincuenta centímetros, y unos veinticinco de alto, con una tapa bastante sencilla salvo por una serie de círculos concéntricos que irradiaban desde un pequeño remate en pico. En los márgenes tenía inscripciones en árabe, y cuerpos entrelazados decoraban los flancos: figuras retorcidas, dilatadas, con cuernos en la cabeza.

«Igual que las figuras que me he imaginado dentro de las habitaciones del motel», pensó Tobias. Recordó que había ayudado a trasladar esa misma caja aquella primera noche: abrieron el cofre de plomo que la contenía y la enfocaron con las linternas. El oro despidió un resplandor mate; más tarde, Bernie Kramer, de una familia de joyeros, les explicaría que alguien había limpiado la caja recientemente. Aún se distinguían rastros de pintura, como si en otro tiempo la hubiesen camuflado para ocultar su verdadero valor. En ese momento Tobias apenas le prestó atención, desbordado por la cantidad de objetos, y con la adrenalina corriendo aún por el organismo después del combate. Hasta ahora no se había fijado siquiera en los flancos; sólo recordaba la tapa. Era imposible que conociera la existencia de esas criaturas labradas en la superficie, imposible que se las hubiera representado tan claramente en la imaginación.

Con cautela, se aproximó a la caja. Tres de los flancos tenían cierres en forma de araña, dos cada uno, y en la parte delantera había una única araña de mayor tamaño: siete cierres en total. Le contaron que Kramer había intentado abrirla, pero que no llegó a descubrir el funcionamiento de los mecanismos. Se plantearon entonces romper la tapa para ver su contenido, pero se impuso la sensatez. Mediante el pago de un soborno, consiguieron radiografiarla y averiguaron así que no era una sola caja, sino varias intercomunicadas. Cada una de las cajas interiores tenía sólo tres lados, siendo el cuarto en todas ellas una de las paredes de la caja mayor que las rodeaba; sin embargo, todas las cajas estaban provistas, al parecer, de siete cierres, sólo que la disposición de éstos difería ligeramente y su tamaño era cada vez menor. Siete cajas, siete cierres en cada caja, cuarenta y nueve cierres en total. Era un enigma, sin nada dentro salvo lo que la radiografía identificó como fragmentos óseos, envueltos, por lo visto, con alambre, y cada alambre estaba a su vez conectado a los cierres de las cajas. En la radiografía acaso semejara una bomba, pero, según Kramer, era una especie de relicario. También les había traducido el texto en árabe de la tapa. Ashrab min Damhum: «Beberé su sangre». Se decidió que debían dejar la caja intacta, sin romper los cierres.

Ahora se acercaba el final, y Proctor casi lo había echado todo a perder. Por lo que a Tobias se refería, Proctor podía quedarse allí y beber hasta reventar. Había dicho que le traía sin cuidado su parte del botín; él sólo quería perder de vista el material, y a Tobias el acuerdo le parecía bien.

Tardó más de una hora en cargarlo todo en el camión. Dos de las esculturas eran especialmente pesadas. Tuvo que usar la plataforma rodante, e incluso así le supuso un considerable esfuerzo.

Dejó la caja de oro para el final. Cuando la cogió de la mesa, creyó sentir que algo se movía dentro. Con cuidado, la ladeó, atento a cualquier indicio de movimiento, pero no notó nada. Los fragmentos de hueso, como él sabía, estaban encajados en casillas talladas en el metal y sujetos con el alambre. En todo caso, lo que había percibido no era el movimiento de un hueso, sino un cambio identificable en la distribución del peso de derecha a izquierda, como si un animal se arrastrara por el interior.