De pronto la sensación desapareció, y la caja volvió a parecerle normal. No vacía, exactamente, pero tampoco como si algo se hubiera soltado dentro. La llevó al camión y la colocó junto con un par de relieves murales. El interior era un caos de pienso y sacos rotos, pero lo había recogido todo lo mejor posible. La mayoría de los sacos aún podían utilizarse y ahora le servían como material de embalaje adicional. Tendría que inventarse alguna historia y compensar al cliente de South Portland, pero eso no le supondría un gran problema. Cerró el remolque y subió a la cabina. Con cuidado, retrocedió hacia el bosque para girar y volver a la carretera. Ahora se hallaba de cara al motel. Se preguntó si Proctor estaría dentro. Al fin y al cabo, tenía allí la furgoneta, y por tanto no podía andar lejos. Quizá le había pasado algo. Podía haber sufrido una caída.
Pero Tobias volvió a pensar en los tesoros que Proctor había dejado a la vista en la cabaña, y en el esfuerzo de trasladarlos él solo al remolque, y en el renovado dolor en las manos y la cara, y en Karen, que lo esperaba en casa, Karen con su piel tersa, impoluta, y sus pechos firmes, y sus labios rojos y sedosos. El deseo de verla, de poseerla, lo asaltó con tal fuerza que casi se tambaleó.
«A la mierda Proctor», pensó. «Que se pudra.»
Mientras viajaba hacia el sur, no sintió culpabilidad alguna por no registrar el motel, por la posibilidad de haber abandonado a un hombre herido en un motel vacío, en peligro de muerte, un veterano que había servido a su país igual que lo había servido él. No le sorprendió el hecho de que un acto así fuese impropio de él, ya que sus pensamientos y sus deseos se hallaban en otra parte, y él ya estaba cambiando. En realidad, había empezado a cambiar en el momento en que puso los ojos en esa caja por primera vez, y su predisposición a aceptar el asesinato de Jandreau y la tortura del detective no era más que otro aspecto de lo mismo, pero el ritmo de ese cambio se aceleraría enseguida notablemente. Sólo en una ocasión, al dejar atrás Augusta, sintió cierto malestar. Oyó en su cabeza un sonido similar al de las olas, como el reclamo del mar llamando a la costa. Al principio lo inquietó, pero conforme los kilómetros se deslizaban bajo él, comenzó a encontrarlo relajante, incluso soporífero. Ya no deseaba tomarse una copa. Sólo deseaba a Karen. La poseería, y luego dormiría.
La carretera se desplegaba ante él, y el mar canturreaba en su cabeza: el embate de las olas, el rumor del agua.
Un susurro.
13
El almacén de Rojas se hallaba al norte de Lewiston, en las afueras. Antiguamente fue una gran panadería, propiedad de la misma familia durante medio siglo, y el rótulo blanco con el apellido, Bunder, ahora deslavazado, se leía aún en la fachada del edificio. El eslogan de la empresa -«Bunder, el pan de los campeones»- solía oírse en la radio local, entonado con una melodía casi igual a la de la serie de televisión Las aventuras de Campeón. Franz Bunder, la figura paterna del negocio en todos los sentidos, había concebido personalmente la idea de emplear esa melodía, y ni él ni el caballero responsable de la creación del anuncio se preocuparon demasiado por cuestiones como los derechos de autor o los royalties. Dado que el anuncio sólo se emitió en el este de Maine y ninguno de los admiradores agraviados de los dramas equinos en blanco y negro se quejó, la melodía siguió utilizándose hasta que Bunder horneó su última barra de pan, obligado a cerrar por las panificadoras a principios de los ochenta, mucho antes de que la gente empezara a entender el valor de los pequeños negocios familiares para una comunidad.
Antonio Rojas, conocido como Raúl, su seudónimo preferido, entre la mayoría de la gente de su entorno, nunca podría ser acusado de un error similar, porque su negocio dependía por entero de la familia, cercana y amplia, y era muy consciente de sus lazos con la comunidad, ya que le compraba hierba, cocaína, heroína y, más recientemente, cristal, por lo que se sentía muy agradecido. El cristal, o metanfetamina, era la droga más consumida en el estado, tanto en forma de polvo como de «hielo», y Rojas no tardó en ver los posibles beneficios, sobre todo porque era tan adictiva que garantizaba un mercado voraz y en continua expansión. También le favoreció la popularidad de la variedad mexicana de la droga, que le permitió recurrir a sus propios contactos al sur de la frontera en lugar de depender de los pequeños laboratorios locales de metanfetamina, que aun cuando pudieran acceder a las materias primas, incluida la efedrina y la pseudoefedrina, difícilmente podrían mantener la regularidad en el suministro a largo plazo que requería un negocio como el de Rojas. Así las cosas, Rojas la recibía por carretera desde México, y en la actualidad no sólo abastecía a Maine, sino también a los estados colindantes de Nueva Inglaterra. Cuando era necesario, acudía a los proveedores menores para aumentar sus propias existencias. Toleraba esos laboratorios siempre y cuando no representaran una amenaza para su negocio, y les exigía el correspondiente tributo.
Por otra parte, Rojas procuraba no enemistarse con nadie de la competencia. Los carteles dominicanos controlaban el tráfico de heroína en el estado, y eran los más profesionales, por lo que Rojas, escrupulosamente, Ies compraba al por mayor siempre que era posible en lugar de excluirlos por completo y arriesgarse a las represalias. Los dominicanos también comerciaban con cristal, pero Rojas había organizado una reunión años antes y juntos habían fraguado un pacto en cuanto a aéreas de influencia que hasta el momento había respetado todo el mundo. La cocaína era un mercado relativamente abierto, y Rojas trataba sobre todo con crack, que los adictos preferían porque su consumo resultaba más cómodo. De forma análoga, los laboratorios farmacéuticos ilegales de Canadá representaban dinero fácil, y había un mercado receptivo para la Viagra, el Percocet, el Vicodin y el OxyContin. En resumen: la venta de coca y fármacos era libre para todos, los dominicanos se reservaban la heroína, Rojas se ocupaba del cristal y la marihuana, y todos tan contentos.
O casi todos. Las bandas de moteros ya eran otro cantar. Rojas tendía a dejarlos en paz. Si querían vender cristal, o cualquier otra cosa, pues buena suerte y vayan con Dios, amigos. En Maine, los moteros se llevaban una buena parte del mercado de la marihuana, así que Rojas procuraba vender su producto, sobre todo la BC bud, fuera del estado. Complicarse la vida con los moteros implicaba mucho tiempo y era peligroso, y en último extremo contraproducente. A juicio de Rojas, los moteros eran unos chiflados, y sólo los chiflados discutían con chiflados.
Aun así, los moteros representaban un factor fijo, y era posible contabilizarlos en la ecuación general de modo que se conservase el equilibrio. El equilibrio era importante, y en eso coincidían plenamente él y Jimmy Jewel, cuyos vínculos con el sector del transporte usaba Rojas desde hacía mucho tiempo, y era accionista minoritario en algunas de las empresas de Rojas. Sin ese equilibrio, existía riesgo de derramamiento de sangre, y de atraer la atención de la policía.
Pero últimamente a Rojas le preocupaban varias cuestiones, incluida la posibilidad de que fuerzas descontroladas hiciesen impacto contra su negocio. Rojas tenía lazos de sangre con el pequeño pero ambicioso cartel La Familia, y en esos momentos La Familia estaba enzarzada en una guerra cada vez más violenta, no sólo con los carteles rivales, sino también con el Gobierno mexicano del presidente Felipe Calderón. Implicaba el final de lo que se había denominado «Pax Mafiosa», un acuerdo de caballeros entre el Gobierno y los carteles por el que ambas partes desistían de acciones contra la otra siempre y cuando el movimiento del producto no se viese afectado.
Rojas no se dedicaba al narcotráfico para promover una insurrección contra nadie. Se dedicaba al narcotráfico para enriquecerse, y sus lazos por vía matrimonial con La Familia, así como su condición de ciudadano estadounidense nacionalizado gracias a su padre ingeniero, ya fallecido, lo convertían en una persona idónea para su actual función. El principal problema de La Familia, desde el punto de vista de Rojas, era su líder espiritual, Nazario Moreno González, también conocido, y no sin razón, como El Más Loco. Aunque a Rojas no le importaba aceptar algunas de las normas de El Más Loco, tales como la prohibición de venta de droga en su territorio, cosa que no repercutía en sus propias actividades, opinaba que los líderes espirituales no tenían cabida en los carteles de la droga. El Más Loco exigía a sus traficantes y asesinos que se abstuvieran del consumo de alcohol, hasta el extremo de que había fundado una red de centros de rehabilitación en los que La Familia reclutaba activamente a aquellos que conseguían atenerse a sus reglas. Incluso habían obligado a Rojas a aceptar a un par de esos conversos, aunque él había conseguido arrinconarlos mandándolos a la Columbia Británica para actuar como enlaces con los cultivadores de semillas canadienses. Que los canadienses se las apañasen con ellos, y si los jóvenes asesinos sufrían un desgraciado accidente en algún punto del camino… En fin, Rojas ya calmaría los ánimos a quien fuera necesario invitándolo a un par de cervezas, pues Rojas era un gran bebedor de cerveza.