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Rojas había transformado en un loft el piso superior del almacén Bunder, conservando las paredes de ladrillo y decorándolo de un modo resueltamente masculino: cuero, maderas oscuras y alfombras tejidas a mano. En un rincón tenía un enorme televisor de plasma, pero Rojas rara vez lo veía. Tampoco recibía allí a mujeres, prefiriendo usar una habitación de cualquiera de las casas cercanas, todas ellas propiedad de miembros de su familia. Incluso las reuniones se llevaban a cabo fuera del loft. Aquél era su espacio, y valoraba la soledad que le ofrecía.

En el piso de abajo había literas, y sofás y sillas, y un televisor que parecía emitir permanentemente culebrones mexicanos o partidos de fútbol. También incluía una estrecha cocina, y en todo momento había al menos cuatro hombres armados vigilando. El loft de Rojas estaba insonorizado, con lo que él apenas notaba su presencia. Aun así, sus hombres tendían a reducir al mínimo la conversación y mantener el televisor a bajo volumen para no molestar a su jefe.

Ahora, sentado a una mesa con una lámpara de inclinación regulable colocada de modo que alumbrara justo por encima de su hombro, Rojas examinaba uno de los sellos restantes, siguiendo con la yema del dedo la inscripción labrada y observando los destellos rojos y verdes que los rubíes y esmeraldas engastados lanzaban sobre su piel. No pensaba devolver todos los sellos indemnes a Tobias y a quienquiera que estuviese implicado en la operación; nunca había sido ése su propósito, y ya tenía planes para varias piedras preciosas. Sin embargo, por primera vez contempló la posibilidad de quedarse con algunos de los sellos intactos, sin dañarlos ni venderlos. En su loft, los muebles y adornos eran nuevos, y si bien todo era precioso, también era anónimo. No destacaba por nada, no había nada que no pudiese adquirir cualquiera con un mínimo de dinero y buen gusto. Pero aquello…, aquello era distinto. Miró a su izquierda, donde tenía una chimenea con repisa de piedra e imaginó los sellos expuestos sobre el granito. Encargaría un pedestal para ellos. No, mejor aún, tallaría uno él mismo, porque siempre había sido hábil para los trabajos manuales.

La repisa ya albergaba un santuario dedicado a Jesús Malverde, el Robin Hood mexicano y santo patrón de los traficantes de droga. La estatua de Malverde, con su bigote y camisa blanca, presentaba cierto parecido con el galán mexicano Pedro Infante, pese a que Malverde había muerto a manos de la policía en 1909, treinta años antes de nacer Pedro. Rojas creía que Jesús Malverde aprobaría la colocación de los sellos a su lado, y tal vez intercedería en favor de las actividades de Rojas.

Así, la posibilidad se convirtió en determinación, y decidió conservar los sellos.

14

La habitación era casi circular, como si estuviese en una torre, y se hallaba revestida de libros desde el suelo hasta el techo. Tendría quizás unos quince metros de diámetro, y el elemento dominante era un escritorio antiguo con cajoneras laterales iluminado por una lámpara de pantalla verde. Cerca había una fuente de luz más moderna, articulada, de acero inoxidable, con un foco que podía ajustarse milimétricamente, y al lado, una lupa y diversas herramientas: pequeñas cuchillas, calibradores, buriles y cepillos. Sobre el escritorio se alzaban pilas de libros de consulta, con cintas de colores para señalar las páginas. Había fotografías y dibujos que sobresalían de carpetas. El propio suelo era una maraña de libros y papeles amontonados que parecían siempre a punto de desplomarse, y sin embargo allí seguían, un laberinto de conocimientos arcanos en el cual sólo un hombre era capaz de orientarse.

Los estantes, algunos de los cuales parecían alabearse en el centro bajo el peso de tanto tomo, estaban destinados también a otros fines. Ante los libros, algunos encuadernados en piel, otros nuevos, había estatuillas, antiguas y picadas, y fragmentos de cerámica, en su mayor parte etrusca, aunque, curiosamente, ninguna pieza completa e intacta; herramientas de la Edad de Hierro, y joyas de la Edad de Bronce; y, esparcidos entre las demás reliquias como insectos extraños, docenas de escarabeos egipcios.

En toda la habitación no se advertía una sola mota de polvo, ni tenía una sola ventana desde la que contemplar el viejo pueblo de Massachusetts donde se hallaba. La única iluminación procedía de las lámparas, y las paredes absorbían todo el ruido. Pese a unos cuantos aparatos modernos, entre ellos un pequeño ordenador portátil colocado discretamente sobre una mesa auxiliar, se percibía cierta sensación de atemporalidad, como si el gabinete entero estuviese suspendido en el espacio, y uno fuera a encontrarse oscuridad y estrellas arriba y abajo en caso de abrir su única puerta de roble.

Sentado tras el gran escritorio se hallaba Herodes, con un fragmento de una tabla de arcilla ante sí. En un ojo sostenía una lupa de joyero, a través de la cual examinaba un símbolo cuneiforme grabado en la placa. Fueron los sumerios los primeros en crear y utilizar la escritura cuneiforme, que pronto adoptaron las tribus vecinas, muy en particular los acadios, un pueblo de habla semítica que habitaba al norte de Sumeria. Con el auge de la dinastía acadia en 2300 a. de C., el sumerio entró en decadencia y al final pasó a ser una lengua muerta utilizada sólo con fines literarios, en tanto que el acadio siguió en pleno apogeo durante dos mil años, evolucionando con el tiempo hacia el babilonio y el asirio.

Aparte de los desperfectos sufridos por la tablilla a causa del paso del tiempo, la mayor dificultad que encontraba Herodes para descifrar el significado exacto del logograma que examinaba residía en la diferencia entre las lenguas sumeria y acadia. El sumerio es aglutinante, lo que significa que palabras y partículas fonéticamente invariables se enlazan para formar frases. El acadio, en cambio, es flexivo, o lo que es lo mismo, la raíz de una palabra puede modificarse para crear palabras con significados distintos, aunque afines, añadiendo vocales, sufijos y prefijos. Así pues, los signos logográficos sumerios, usados en acadio, no transmitían exactamente el mismo significado, y, a la vez, el mismo signo, según el contexto, podía hacer referencia a distintas palabras, un rasgo lingüístico conocido como polivalencia. Para evitar confusiones, el acadio empleaba ciertos signos por su valor fonético, no por su significado, a fin de reproducir las flexiones correctas. El acadio había heredado también la homofonía del sumerio, es decir, la capacidad de distintos signos de representar el mismo sonido. Esto, unido a un alfabeto formado por unos setecientos u ochocientos signos, implicaba que el acadio entrañaba una gran complejidad a la hora de traducirlo. La tablilla aludía sin duda a un dios del averno, pero ¿a cuál?

Herodes disfrutaba ante tales desafíos. Era un hombre extraordinario. En gran medida autodidacta: desde la infancia le fascinaba todo lo antiguo, con cierta predilección por las civilizaciones muertas y las lenguas casi olvidadas. Durante muchos años había vagado sin rumbo por esos temas, como un aficionado con talento, hasta que la muerte lo cambió.

Su muerte.

El ordenador emitió un leve pitido a la derecha de Herodes. No le gustaba tener el portátil en su mesa de trabajo. No le parecía bien mezclar de esa manera lo antiguo y lo moderno, pese a que con el ordenador muchos de sus quehaceres eran infinitamente más sencillos. Le complacía aún trabajar con papel y pluma, con libros y manuscritos. Todo lo que necesitaba saber se hallaba contenido en uno u otro de los muchos libros de ese gabinete, o almacenado en algún lugar de su cabeza, de la que la biblioteca en la que bregaba era una representación física.