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En circunstancias normales, Herodes no habría abandonado una tarea tan delicada para contestar a un mensaje, pero tenía el gestor de correo configurado de tal forma que lo alertaba de los mensajes de ciertos contactos en concreto, ya que el acceso a él estaba regulado con gran meticulosidad. El mensaje recién llegado era de una fuente de la máxima confianza, y había entrado por su buzón de máxima prioridad. Herodes se quitó la lupa y tamborileó ligeramente en el plexiglás con la yema de un dedo, igual que un ajedrecista obligado a abandonar el tablero en un momento crucial, como si dijera «Aún no hemos acabado. Tarde o temprano, te rendirás a mí». Se puso en pie y se abrió paso con cuidado entre las torres de papel y libros hasta llegar al ordenador.

Al abrir el mensaje apareció una serie de imágenes en alta resolución de un sello cilíndrico con piedras preciosas engastadas en los casquillos. El sello, colocado sobre un tapete de fieltro negro, aparecía en una posición un poco distinta en cada fotografía, de modo que quedasen expuestas todas sus partes. Determinados detalles -las gemas, un grabado perfecto de un rey en su trono- se mostraban en primer plano.

Herodes notó que se le aceleraba el corazón. Con los ojos entornados, se acercó a la pantalla; luego imprimió todas las imágenes y se las llevó al escritorio, donde volvió a examinarlas con una lupa. Cuando terminó, hizo la llamada. La mujer contestó casi de inmediato, como él preveía, con voz vieja y cascada, un instrumento muy adecuado para la arpía marchita que era. No obstante, llevaba mucho tiempo en el mundo de las antigüedades, y jamás había señalado a Herodes un camino incorrecto. También sus personalidades se parecían, si bien la malevolencia de ella no era más que un pobre eco de las aptitudes de Herodes.

– ¿De dónde ha sacado esto? -preguntó él.

– No lo tengo. Me lo trajeron para saber mi opinión acerca de su valor.

– ¿Quién se lo llevó?

– Un mexicano. Se hace llamar Raúl, pero su verdadero nombre es Antonio Rojas. Trabaja en estrecha colaboración con un hombre llamado, irónicamente, Jimmy Jewel, que opera desde Portland, Maine. Rojas me dijo que había más sellos; lamentablemente, algunos han sido destruidos.

– ¿Destruidos?

– Desmontados para extraer el oro y las piedras preciosas. También me enseñó los fragmentos. Apenas pude contener las lágrimas.

En otras circunstancias Herodes también habría lamentado la eliminación de un objeto tan hermoso, pero había más sellos, y los tesoros de esa clase no eran únicos. Lo que deseaba encontrar era inconmensurablemente más valioso.

– ¿Y usted cree que esto guarda relación con lo que busco?

– Según el catálogo, se guardó en el Contenedor Cinco. También se encontraron otros sellos menos valiosos procedentes del Contenedor Cinco en el almacén donde se cometieron los asesinatos, junto con el candado de la caja de plomo en que se almacenaron.

– ¿De dónde sacó Raúl los sellos? -preguntó Herodes.

– No quiso decirlo, pero no es un coleccionista. Es un delincuente, un narcotraficante. Ya en otras ocasiones he actuado como mediadora para él en la venta de ciertos objetos, y por eso ha acudido a mí ahora. Si de verdad tiene otros sellos, deduzco que los ha robado, o se los ha quedado en pago de una deuda. En todo caso, ignora su verdadero valor.

– ¿Y usted qué le dijo?

– Que haría averiguaciones y me pondría en contacto con él. Me dio dos días. Amenazó con extraer las joyas de los otros sellos y venderlas si no tiene respuesta para entonces.

Pese a sus prioridades, Herodes dejó escapar un silbido de desaprobación, y no pudo por menos de despreciar ya al hombre que había proferido la amenaza. Tanto mejor. Así lo que debía hacer a continuación le resultaría más fácil.

– Ha hecho usted muy bien las cosas -dijo-. Será sobradamente recompensada.

– Gracias. ¿Quiere que averigüe algo más sobre Raúl?

– Por supuesto, pero sea discreta.

Herodes colgó. El cansancio empezó a disiparse. Aquél era un asunto importante. Habla iniciado la búsqueda hacía mucho tiempo, y ahora, al parecer, se acercaba a su objetivo: el mito hecho forma.

Sintió la apremiante necesidad de ir al baño propia de un viejo, así que, rompiendo su burbuja de soledad, abandonó la biblioteca y cruzó el salón hasta el dormitorio. Siempre usaba el baño de su habitación, nunca el principal, porque era más fácil limpiarlo. Permaneció en pie ante el inodoro, con los ojos cerrados, experimentando el grato alivio. Un placer insignificante, sí, y sin embargo no debía infravalorarse. El cuerpo lo traicionaba de tantas maneras que siempre lo invadía una sensación de euforia ante el menor triunfo de un órgano que funcionase debidamente.

Al dejar de oírse el goteo, Herodes abrió los ojos y se contempló en el espejo mural del baño. La herida de la boca lo atormentaba. Los cirujanos consideraban necesario retirar el tejido necrótico y querían intentarlo de nuevo, y Herodes no tendría más remedio que acceder. Así y todo, ya habían fracasado antes, del mismo modo que la quimioterapia no había detenido la metástasis. Lo estaba devorando vivo, por dentro y por fuera. Un hombre más débil ya habría sucumbido, habría optado por poner fin a todo, pero Herodes tenía una misión. Se le había prometido una recompensa: un final a su sufrimiento, y al mismo tiempo un sufrimiento mayor para otros. Le habían hecho esa promesa cuando murió, y él, al volver a esta vida, había iniciado su gran búsqueda, y su colección había empezado a crecer.

Suspiró y se abotonó la bragueta. No quería saber nada de las cremalleras. Era un hombre de gustos más antiguos. Tuvo problemas con uno de los botones y bajó la vista para pasarlo por el ojal.

Cuando volvió a mirarse en el espejo, no tenía ojos.

***

Herodes había muerto el 14 de septiembre de 2003. Su corazón se había parado durante una operación para extirparle un riñón enfermo, el primero de los infructuosos esfuerzos por detener el avance de sus cánceres. Posteriormente, los cirujanos describirían el fenómeno como algo extraordinario, incluso inexplicable. El corazón de Herodes no debería haber dejado de latir, y sin embargo ocurrió. Lucharon por salvarlo, por devolverlo a la vida, y lo lograron. Un capellán lo visitó mientras se recuperaba en la UVI para preguntarle si deseaba hablar o rezar. Herodes movió la cabeza en un gesto de negación.

– Me han dicho que se le paró el corazón en la mesa de operaciones -dijo el sacerdote. Obeso y rubicundo, pasaba de cincuenta años y tenía una mirada chispeante y alegre-. Murió y regresó. No muchos hombres pueden contar algo así.

Sonrió, pero Herodes no le devolvió la sonrisa. Tenía la voz débil y le dolía el pecho al hablar.

– ¿Pretende averiguar qué hay más allá de la tumba, padre? -preguntó, y el capellán detectó la hostilidad en su voz a pesar de su débil estado-. Era como si un agua oscura me cubriera la cabeza, como si me asfixiasen con una almohada. Lo sentí acercarse y lo supe: no hay nada más allá de esta vida. Nada. ¿Contento?

El sacerdote se puso en pie.

– Le dejo descansar -dijo. No se inmutó ante la virulencia de aquel hombre. Había oído antes cosas peores, y su fe era robusta. Además, curiosamente, tuvo la impresión de que el enfermo, Herodes (¿y de dónde habría salido semejante nombre, o acaso alguien lo había elegido como broma de mal gusto?), mentía. Dentro de su extrañeza, el sacerdote se dio cuenta de otra cosa: si Herodes mentía, él no quería conocer la verdad. No esa verdad. No la verdad de Herodes.

Herodes vio marcharse al sacerdote, cerró los ojos y se preparó para revivir el momento de su propia muerte.

***

Había luz, un resplandor rojo contra los párpados. Abrió los ojos.

Yacía en la mesa de operaciones. Tenía una herida abierta en el costado, pero no le dolía. Se la tocó con los dedos y se le mancharon de sangre. Miró alrededor, pero el quirófano estaba vacío. No, no sólo vacío: estaba abandonado, y llevaba así cierto tiempo. Desde donde se hallaba veía herrumbre en los instrumentos, y polvo y mugre en los azulejos y las bandejas de acero. A su derecha oyó un correteo, y vio escabullirse a una cucaracha en busca de un escondrijo. Yacía en el círculo de luz procedente del gran foco encendido sobre la mesa, pero una iluminación más tenue, cuya procedencia no conseguía detectar, fluctuaba en las paredes del quirófano.