Se incorporó y bajó los pies al suelo. Percibió un olor desagradable, el hedor de la descomposición. Sintió el polvo entre los dedos de los pies y bajó la vista. No había huellas de otras pisadas. El lavamanos, a su derecha, presentaba manchas parduscas de sangre seca. Abrió el grifo. No salió agua, pero sí oyó el ruido de las tuberías, cuya reverberación en el quirófano le causó cierta intranquilidad. Devolvió el grifo a su posición anterior y el ruido se interrumpió.
Sólo cuando los sonidos procedentes de las tuberías alteraron la quietud, advirtió lo profundo que era el silencio. Abrió las puertas del quirófano y se detuvo un instante a contemplar el antequirófano vacío. También allí el lavamanos tenía manchas de sangre, pero además había salpicaduras en el suelo y las paredes, por efecto aparentemente de un gran chorro surgido de las propias pilas del lavamanos, como si las tuberías hubiesen escupido todos los fluidos desaguados en ellas a lo largo del tiempo. Encima, los espejos estaban cubiertos casi por entero de sangre seca, pero alcanzó a verse en una porción polvorienta pero sin manchas. Se notó pálido, con una decoloración amarillenta en torno a la boca, pero, aparte del agujero en el costado, no ofrecía mal aspecto. Seguía sin entender por qué no sentía dolor.
Debería sentir dolor. Quiero dolor. El dolor confirmará que estoy vivo y no…
¿Muerto? ¿Esto es la muerte?
Siguió adelante. Más allá del quirófano, el pasillo estaba vacío salvo por un par de sillas de ruedas, y en el puesto de enfermeras no había nadie. Cada una de las habitaciones de la sala ante las que pasó contenía una cama deshecha, las sábanas sucias apartadas a un lado o colgando hasta el suelo, arrancadas de debajo del colchón donde…
Donde se habían llevado a rastras a los pacientes, y éstos, pensó, habían opuesto resistencia, aferrándose a las sábanas en un último esfuerzo para evitar lo que estaba a punto de ocurrir. Parecía un hospital evacuado en tiempo de guerra y abandonado para siempre; o que había iniciado el traslado de pacientes cuando, en medio de ese proceso, llegaron las fuerzas enemigas y comenzó la matanza. Pero en tal caso ¿dónde estaban los cadáveres? Herodes evocó las imágenes de antiguos noticiarios de la segunda guerra mundiaclass="underline" pueblos purgados por los nazis, salpicados de restos humanos, como cuervos maltrechos esparcidos por una carretera en un día cálido y apacible; cadáveres pálidos amontonados en las fosas de los campos de concentración como las figuras en las pesadillas del Bosco.
Cadáveres. ¿Dónde estaban los cadáveres?
Dobló un recodo. Encontró las puertas de un ascensor abiertas ante el hueco vacío. Con cautela, sujetándose a la pared, se asomó y miró abajo. Por un momento no vio nada, sólo negrura, pero cuando se disponía a apartarse, tuvo la certeza de haber captado, muy abajo, un movimiento. Se oyó un sonido levísimo, un roce, y se adivinó un atisbo de gris en la oscuridad, como una pincelada en un lienzo negro. Intentó hablar, pedir auxilio, pero de sus labios no salió palabra alguna. Había enmudecido, se había quedado sin habla, y sin embargo, en las profundidades del hueco del ascensor, aquella presencia detuvo su avance, y Herodes percibió su mirada fija en él, como un escozor en la cara.
Sin hacer el menor ruido, con sumo sigilo, retrocedió, y a sus espaldas se apagaron las luces del pasillo y dejaron en penumbra el camino que él había recorrido. ¿Qué más daba?, pensó. ¿Acaso tenía allí algún motivo para volver? Debía seguir buscando. No obstante, a la vez que tomaba la decisión, las luces continuaron apagándose detrás de él y lo obligaron a avanzar si no quería verse atrapado entre las sombras, y mientras caminaba, la oscuridad le pisaba los talones, apremiándolo a seguir. Le pareció oír un movimiento a sus espaldas, pero no volvió la cabeza por miedo a que esos atisbos de gris adoptasen una forma más concreta con garras y dientes.
A medida que avanzaba, el hospital era cada vez más viejo. Al principio, vio pintura institucional desvaída, con algún que otro desconchón; luego todo eran paredes desnudas. Las baldosas dieron paso a la madera. Las puertas ya no tenían cristal. El instrumental de las salas de consulta parecía más tosco, más primitivo. Las mesas de operaciones ya no eran más que bloques de madera rayada y picada, con cubos de agua hedionda a sus pies para recoger la sangre que caía de ellas. Todo lo que cobraba forma ante sus ojos remitía a dolor antiguo y eterno, testimonio de la fragilidad del cuerpo y de los límites de su resistencia.
A la postre, llegó a un par de puertas de madera sin pulir, abiertas para franquearle el paso. Dentro lo aguardaba una luz, débil y vacilante. Detrás de él acechaba la oscuridad y todo lo que escondía. Cruzó la puerta.
La habitación, o lo que veía de ella, no tenía muebles. Las paredes y el techo eran invisibles, perdidas entre las tinieblas, pero imaginó que lo envolvía un espacio inconcebiblemente alto e infinitamente ancho. Así y todo, sintió claustrofobia y opresión. Deseó retroceder, abandonar aquel lugar, pero no tenia adónde volver. Las puertas se habían cerrado a sus espaldas, y ya no las veía. Sólo quedaba la luz: un farolillo sobre el suelo de tierra en el que ardía una llama con muy poca intensidad.
La luz, y lo que ésta iluminaba.
Al principio le pareció una masa informe, una acumulación de detritos apilados a golpes de escoba y olvidados allí. Luego, cuando se acercó, vio que esa masa estaba cubierta de telarañas, los hilos eran tan viejos que los revestía una capa de polvo, formando una cortina de hebras que ocultaba casi por completo lo que envolvía. Era mucho mayor que un hombre, aunque compartía la forma humana. Herodes distinguió los músculos de las piernas y el arco de la columna vertebral, pero no la cara, hundida en el pecho, detrás de los brazos, que mantenía en alto alrededor de la cabeza en un esfuerzo por protegerse de un daño inminente.
De pronto, como si reparase en su presencia, la figura se movió, igual que un insecto en la envoltura pupal, bajando los brazos y empezando a volver la cabeza. Palabras e imágenes invadieron de repente los sentidos de Herodes…
libros, estatuas, dibujos
(una caja)
… y en ese momento vio con toda claridad su misión.
Súbitamente, Herodes arqueó el cuerpo al sentir profanada la herida en su costado. Acto seguido lo asaltaron violentas convulsiones. Vio
luz
y oyó
voces.
Ante él, la pátina de telarañas se rompió, y de dentro asomó un dedo huesudo, coronado por una uña puntiaguda con mugre incrustada. Volvió a sentir la conmoción, ahora más larga, más dolorosa. Tenía los ojos abiertos y notaba un objeto de plástico en la boca. Alrededor había rostros con mascarillas, visibles sólo sus ojos. Unas manos se posaron en su corazón, y una voz, baja e insistente, le susurró, le habló de secretos importantes, de cosas que debían hacerse, y antes de la resurrección de Herodes, aquello pronunció su nombre y le anunció que volvería a buscarlo, y que él lo reconocería cuando apareciese.
Ahora, al apartarse Herodes del espejo del baño, el reflejo permaneció en su sitio: una máscara sin ojos ni facciones, suspendida detrás del cristal, hasta que debajo cobraron forma el cuello de un viejo traje a cuadros, como el de un voceador de feria, una pajarita roja y una camisa amarilla con estampado de globos.
Herodes miró, y lo reconoció, y no tuvo miedo.
– ¡Oh, Capitán! -susurró-. ¡Capitán! Mi Capitán…