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La ciudad cambiaba, pero el cambio, a fin de cuentas, era consustancial a las ciudades: quizá fuese sólo que me hacia viejo y había visto ya el declive de tantas cosas que el cierre de restaurantes y tiendas conocidas me producía cierto malestar. La transformación de Portland, para dejar de ser una ciudad que luchaba por no hundirse hasta el fondo mismo de Casco Bay y convertirse en el núcleo urbano próspero, artístico y seguro que era ahora, había empezado en serio a principios de los años setenta, financiada básicamente mediante esas asignaciones de partidas públicas que ven con malos ojos casi todos excepto quienes se benefician de ellas. En Congress Street se hicieron aceras de ladrillo, el Puerto Antiguo se renovó, y el Aeropuerto Municipal se convirtió en el International Jetport, que al menos tenía la ventaja de sonar futurista, pese a que, durante la mayor parte de la última década, no era posible viajar a Canadá desde Portland en vuelo directo, ni a ningún lugar situado mucho más allá de los territorios colindantes, con lo que eso de «International» resultaba en gran medida superfluo.
En los últimos años el Puerto Antiguo había perdido parte de su lustre. Exchange Street, una de las calles más agradables de la ciudad, se hallaba en fase de transición. Books Etc. había desaparecido; Emerson Books estaba a punto de cerrar por la jubilación de sus propietarios, y pronto sólo quedaría en el Puerto Antiguo una librería, Longfellow Books. El restaurante de Walter, donde había comido tanto con Susan, mi difunta esposa, como con Rachel, la madre de mi segunda hija, había cerrado sus puertas para trasladarse a Union Street.
Pero en Congress Street ondeaba aún la bandera de la rareza y la excentricidad, como si fuera una pequeña porción de Austin, Texas, transportada al nordeste. Había ahora una pizzería aceptable, llamada Otto, que servía pizza en porciones hasta altas horas de la noche; y a las diversas galerías y librerías de viejo, tiendas de discos de vinilo y de fósiles, se habían añadido un emporio del cómic y una nueva librería, Green Hand, ésta con un museo de criptozoología en la trastienda que bastaba para alegrarle el corazón a cualquiera interesado en lo anormal.
Bueno, casi a cualquiera.
– ¿Qué coño es la criptozoología? -preguntó Louis mientras tomábamos vino y veíamos pasar la vida sentados en Monument Square. Ese día, Louis vestía un traje negro de Dolce & Gabanna con chaqueta de tres botones y camisa blanca, sin corbata. Pese a que no levantó la voz, una anciana que comía una sopa en la terraza del restaurante a nuestra izquierda lo miró con desaprobación. Tuve que admirar su valor. La mayoría de la gente procuraba no mirar a Louis; o a lo sumo lo miraba con miedo o envidia. Era alto, y negro, y absolutamente letal.
– Disculpe -dijo Louis, dirigiendo un gesto a la anciana-. No era mi intención usar palabras malsonantes. -Se volvió hacia mí y repitió-: ¿Qué coño es eso que acabas de decir?
– Criptozoología -expliqué-. Es la ciencia de las criaturas que quizás han existido, quizá no, como el Yeti o el monstruo del lago Ness.
– El monstruo del Lago Ness ha muerto -intervino Ángel.
Ese día, Ángel llevaba unos vaqueros raídos, zapatillas de deporte sin marca de colores rojo y plata, y una camiseta de un verde criminal con el logo de un bar que había cerrado en algún momento de la era Kennedy. A diferencia de su compañero en la vida y el amor, Ángel tendía a suscitar reacciones que oscilaban entre el desconcierto y una franca preocupación ante la posibilidad de que fuese daltónico. Ángel también era letal, aunque no tanto como Louis. Pero eso mismo podía afirmarse de la mayoría de la gente, así como de casi todas las variedades de serpiente venenosa.
– Lo leí en algún sitio -prosiguió Ángel-. Lo decía cierto experto que llevaba años y años buscándolo, y decidió que había muerto.
– Sí, ya, hace unos doscientos cincuenta millones de años -afirmó Louis-. Claro que está muerto. ¿Cómo coño va a estar?
Ángel cabeceó como un adulto ante un niño incapaz de asimilar un concepto sencillo.
– No, había muerto recientemente. Hasta entonces, aún estaba vivo.
Louis miró con severidad a su compañero durante largo rato y por fin dijo:
– ¿Sabes qué? Opino que deberíamos establecer un límite a las conversaciones en las que tú puedes intervenir.
– Como en una churrasquería brasileña -sugerí-. Podríamos mostrar un símbolo verde cuando puedes hablar y uno rojo cuando tienes que quedarte callado y digerir lo que sea que acabas de oír.
– Os detesto -dijo Ángel.
– No, no es verdad.
– Que sí -confirmó él-. No me respetáis.
– Bueno, eso es verdad -reconocí-. Pero tampoco nos has dado ninguna razón para respetarte.
Ángel se detuvo a pensar antes de admitir que yo no iba muy desencaminado. Pasamos a otro tema: mi vida sexual, que si bien parecía una inagotable fuente de entretenimiento para Ángel, no nos llevó mucho tiempo.
– ¿Y aquella policía, la que había empezado a frecuentar el Bear? ¿Cagney?
– Macy.
– Sí, ésa.
Sharon Macy era morena y guapa, y sin duda había transmitido señales de interés, pero yo aún intentaba asimilar el hecho de que Rachel y nuestra hija se hubieran ido a vivir a Vermont y de que mi relación con Rachel hubiera acabado definitivamente.
– Era demasiado pronto -dije.
– La idea «demasiado pronto» no existe -declaró Louis-. Sólo existe el «demasiado tarde», y también está el «muerto».
Tres jóvenes con vaqueros holgados, camisas un par de tallas demasiado grandes y zapatillas recién estrenadas avanzaban parsimoniosamente por Congress como algas en la superficie de un estanque, camino de los bares de Fore Street. Tenían la palabra «forastero» estampada por todas partes, o al menos estampada en cualquier sitio donde no hubiera ya una marca o el nombre de un rapero. Uno de ellos incluso lucía -Dios nos asista- una camiseta retro del Black Power, con puño cerrado inclusive, pese a que los tres eran tan blancos que a su lado Pee Wee Herman parecería Malcolm X.
En la mesa contigua a la nuestra, dos hombres comían hamburguesas, ajenos al resto del mundo. Uno de ellos llevaba un discreto triángulo con los colores del arco iris en el cuello de la cazadora y, debajo, un pin con la consigna «Vota No a la 1», alusión a la inminente propuesta destinada a anular la posibilidad del matrimonio gay en el estado.
– ¿Vas a casarte con él, zorra? -preguntó a su paso uno de los desconocidos, y sus amigos se echaron a reír.
Los dos hombres intentaron seguir comiendo como si tal cosa.
– Maricones -dijo el mismo joven, claramente en vena. Era bajo, pero musculoso.
Se inclinó y cogió una patata frita del plato del hombre con el pin, que en respuesta lanzó una exclamación, a todas luces ofendido.
– No voy a comérmela, tío -dijo su torturador-. Vete tú a saber qué podría pillar de ti.
– ¡Dale caña, Rod! -instigó uno de sus compañeros, y chocaron las palmas de las manos.
Rod tiró la patata al suelo y dirigió su atención a Ángel y Louis, que observaban inexpresivos a los jóvenes.
– ¿Y vosotros qué miráis? -preguntó Rod-. ¿También sois maricas?
– No -contestó Ángel-. Yo soy un heterosexual encubierto.
– Y yo en realidad soy blanco -añadió Louis.
– De verdad es blanco -confirmé-. Tarda horas en ponerse el maquillaje antes de salir de casa.
Rod se quedó confuso, y la correspondiente expresión asomó a su rostro sin visible esfuerzo, así que probablemente no era la primera vez.
– Es decir, soy como tú -prosiguió Louis-, porque en realidad tú tampoco eres negro. Y ahora te diré algo para que lo pienses: todos esos grupos cuyos nombres aparecen en tu camiseta te toleran sólo porque se embolsan tu dinero. Son lo más radical en rap, y hablan de cosas de negros y para negros. En un mundo ideal no te necesitarían, y tendrías que volver a escuchar a Bread, o a Coldplay, o toda esa sensiblería barata que tarareáis hoy día los chicos blancos. Pero por ahora esos tíos tienen que sacarte la pasta, y si alguna vez te metes en los barrios de donde salieron, te darán una paliza y alguien te quitará además el resto del dinero, y puede que incluso las zapatillas. Si quieres te dibujo un plano y vas a expresarles tu solidaridad, a ver cómo acabas. O si no, lárgate, y llévate a Curly y Larry. Venga, vete a dar un bureo, o como sea que digáis ahora los compis.