Выбрать главу

– ¿Bread? -dije-. No estás muy al día en cultura popular, ¿eh?

– A mí toda esa mierda me suena igual -contestó Louis-. Estoy en la misma onda que los jóvenes.

– Sí, que los jóvenes del siglo XIX.

– Podría darte una patada en el culo -dijo Rod, dejándose llevar por el impulso de aportar algo a la conversación. Quizás él fuera tan tonto como para creerse lo que acababa de decir, pero sus dos acompañantes tenían más luces, cosa que tampoco era como para anunciarlo en las tarjetas de visita, e intentaban llevarse ya a Rod de allí.

– Sí, por poder, podrías -respondió Louis-. ¿Ya te quedas más a gusto?

– Por cierto -dijo Ángel-. He mentido. En realidad no soy heterosexual, aunque sí es verdad que él no es negro.

Miré a Ángel con cara de sorpresa.

– Oye, no me habías dicho que eras gay. De haberlo sabido, no te habría permitido adoptar a esos niños.

– Ahora ya es tarde -repuso Ángel-. Las niñas ya llevan todas zapatos cómodos y los niños cantan sintonías de la tele.

– Hay que ver cómo sois los gays, con vuestras tretas. Podríais gobernar el mundo si no estuvierais tan ocupados poniendo adornos a todo.

Rod parecía dispuesto a añadir algo cuando Louis se movió. No se levantó de la silla, ni se percibió en él nada manifiestamente amenazador, pero fue el equivalente al momento en que una serpiente de cascabel adormecida ajusta los anillos antes de atacar, o una araña se tensa en el ángulo de su tela al ver aterrizar una mosca. Pese a las brumas del alcohol y la estupidez, Rod alcanzó a intuir la posibilidad de graves sufrimientos en algún punto del futuro cercano: no allí, quizás, en una calle concurrida con coches de policía patrullando, sino más tarde, acaso en un bar, o en unos lavabos, o en un aparcamiento, y quedaría marcado para el resto de su vida.

Sin decir nada más, los tres se escabulleron, y ni siquiera volvieron la vista atrás.

– Bien hecho -dije a Louis-. ¿Qué vas a hacer a modo de bis: mirar con cara de pocos amigos a un cachorro?

– Podría robarle un juguete a un gatito -contestó Louis-. Y ponerlo en un estante alto.

– En fin, desde luego has roto una lanza, sólo que no sé bien a favor de qué.

– La calidad de vida -afirmó Louis.

– Supongo. -A nuestro lado, los dos hombres abandonaron sus hamburguesas, dejaron un billete de veinte y otro de diez en la mesa y se marcharon apresuradamente sin mediar palabra-. Incluso asustas a los tuyos. Puede que incluso hayas convencido a ése para que vote sí a la Propuesta Uno, por si acaso decides venirte a vivir aquí.

– Hablando de eso, recuérdanos para qué hemos venido -dijo Ángel.

Habían llegado hacía apenas una hora, y aún tenían el equipaje en el maletero del coche. Louis y Ángel sólo viajaban en avión cuando era absolutamente inevitable, ya que por lo general las aerolíneas veían con malos ojos las herramientas propias de su oficio. Se lo conté todo: mi primera reunión con Bennett Patchett, el hallazgo del dispositivo de localización y, por último, mi conversación con Ronald Straydeer y el envío de las fotografías del funeral de Damien Patchett.

– Saben que no has dejado el caso, pues -comentó Ángel.

– Si el localizador GPS funcionaba, sí. También saben que visité a Karen Emory, lo que quizá no sea bueno para ella.

– ¿La has avisado?

– Le dejé un mensaje en el móvil. Otra visita en persona podría complicar las cosas.

– ¿Crees que irán a por ti otra vez? -preguntó Louis.

– ¿Tú no lo harías?

– Yo te habría matado a la primera -respondió Louis-. Si te han tomado por alguien que tira la toalla porque unos aficionados lo someten un rato al submarino, van muy equivocados.

– Según Straydeer, al principio pretendían ayudar a los soldados heridos. Puede que matar sea un último recurso, El que me interrogó aseguró que nadie saldría lastimado por sus actividades.

– Pero contigo hizo una excepción. Es curioso que te ocurra eso con tanta gente.

– Lo cual nos lleva de nuevo al motivo por el que estáis aquí.

– Y por el que nos hemos reunido en un lugar público una agradable noche de verano. Si están vigilando, quieres que sepan que no estás solo.

– Necesito un par de días. Si consigo mantenerlos a distancia, me ahorraré muchas complicaciones.

– ¿Y si prefieren no mantenerse a distancia?

– Entonces podéis hacerles daño -contesté.

Louis levantó la copa y bebió.

– Pues bebamos por no mantener las distancias -brindó.

Pagamos la cuenta y nos encaminamos al Grill Room en Exchange para comer un filete, porque a Louis la perspectiva de hacer daño a alguien siempre le abría el apetito.

16

Jimmy Jewel ocupaba su sitio de costumbre cuando Earle terminó de cerrar. Eran casi las doce de la noche y había sido una velada tranquila en el bar: unos cuantos borrachines para echarse un par de lingotazos después de los excesos de la noche anterior, pero sin energías ni fondos para embarcarse en otra curda; y un par de turistas de Massachusetts que, después de tomar el camino equivocado, habían ido a parar allí y decidido pedir unas cervezas a la vez que se congratulaban por la genuina sordidez del ambiente. Por desgracia, Earle se ofendía cuando la gente hacía comentarios desagradables acerca de su entorno de trabajo, y más si se trataba de pijos urbanos que, en otros tiempos, habrían acabado besando la tapa del cubo de la basura en el callejón trasero a modo de expiación por sus malos modales. Cuando los turistas intentaron pedir una segunda ronda, se encontraron con una mirada inexpresiva y la sugerencia de irse con la música a otra parte, a ser posible más allá de la frontera del estado, o incluso de las fronteras de varios estados.

– Tienes don de gentes -comentó Jimmy a Earle-. Deberías estar en la ONU, ayudando en las zonas de conflicto.

– Si quería usted que se quedaran, haberlo dicho -repuso Earle.

Su rostro no traslucía la menor malicia. Había ocasiones en que ni siquiera él sabía si Earle era sincero o no. «Del agua mansa líbreme Dios, y demás», pensó Jimmy. De vez en cuando Earle dejaba caer un comentario o hacía una observación, y Jimmy, interrumpiendo lo que tuviera entre manos, se devanaba los sesos para procesar lo que acababa de oír, obligándose a reevaluar a Earle justo cuando ya creía conocerlo. Últimamente, lo desconcertaban las lecturas de Earle: parecía estar poniéndose al día en literatura clásica, y no se reducía a Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Unas horas antes Earle estaba leyendo una antología de Tolstoi, Amo y criado y otros relatos. Cuando Jimmy le preguntó por el libro, Earle le contó la trama del relato que daba título a la recopilación, algo acerca de un rico que protege a su siervo al perderse ambos en una ventisca, de modo que el siervo vive y el rico muere. Pero como consecuencia de ello el rico va al cielo, así que todo en orden.

– ¿Se supone que hay un mensaje ahí? -preguntó Jimmy.

– ¿Dirigido a quién?

«Dirigido a quién»: ahora Earle hablaba como un profesor.

– No lo sé -contestó Jimmy-. A los ricos con mala conciencia.

– Yo no soy rico -dijo Earle.

– ¿Eres como el otro, pues?

– Supongo. Pero, bueno, yo no lo he interpretado así. No es necesario identificarse con uno ni con otro. Es sólo un cuento.