– Si tú y yo nos viéramos atrapados en una nevada, y uno de nosotros fuera a morir, ¿crees que no te usaría como manta para abrigarme? ¿Crees que me la jugaría por ti?
Earle se detuvo a pensar.
– Sí -contestó-. Creo que se la jugaría por mí, y no sería la primera vez.
Jimmy supo que Earle se refería a Sally Cleaver, porque intuía que eso le rondaba por la mente desde la primera visita del detective. A esas alturas, Jimmy conocía a Earle lo suficiente para adivinar cuándo ese fantasma en particular decidía susurrarle al oído.
– Tú estás mal de la cabeza -dijo Jimmy.
– Es posible -respondió Earle-. El caso es que yo no permitiría que usted se la jugara por mí, señor Jewel. Lo mantendría con vida, aunque para ello tuviera que asfixiarlo.
Jimmy creyó advertir una contradicción en eso, y también le inquietó vagamente la imagen de su delgado cuerpo perdido bajo los pliegues de la carnosa mole de Earle. Llegó a la conclusión de que ésa era una conversación que no tenía por qué repetirse. Como era poco probable que llegaran más clientes a importunarlos, y con otros asuntos más acuciantes en la cabeza, Jimmy indicó a Earle que cerrara la puerta por esa noche.
Ahora el suelo ya estaba barrido, los vasos limpios, y la magra recaudación de la jornada a buen recaudo en la caja fuerte del despacho de Jimmy. Este tenía un periódico a medio leer junto a la mano izquierda. Eso no era normal, pensó Earle. A esas horas, Jimmy generalmente ya había liquidado el diario completo, hasta el crucigrama, pero ese día lo notaba alterado, y en ese momento tenía la mirada fija en el lápiz que estaba en la barra ante él, como si esperara que se moviera por propia iniciativa y le proporcionara las respuestas que buscaba.
Jimmy tenía razón sobre Earle. Pese a su corpulencia y a dar la impresión de que en su árbol genealógico aún quedaba parte de la familia colgada de las ramas haciendo «ugh-ugh», Earle no era un hombre insensible. La rutina del bar imponía un orden en su vida que le permitía ir por el mundo con el mínimo de complejidades no deseadas, pero también le dejaba tiempo para pensar. Su función era levantar, acarrear, amenazar y vigilar, y realizaba todas esas tareas de buena gana y sin quejas. Se le pagaba relativamente bien por lo que hacía, pero también era leal a Jimmy. Jimmy velaba por él, y él, a su vez, velaba por Jimmy.
Con todo, como su jefe había adivinado, Earle andaba pensativo en los últimos días. No le gustaba que le recordasen a Sally Cleaver. Earle lamentaba lo que le había pasado a la chica, y consideraba que debería haberlo impedido, pero aquélla no había sido la primera disputa doméstica en el Blue Moon, y Earle tenía inteligencia suficiente para saber que la mejor actuación en tales casos era no intervenir más allá de sacar a las partes contendientes del local y dejar que resolvieran sus diferencias en la intimidad del hogar. Sólo cuando Cliffie Andreas volvió al bar con sangre en los puños, Earle empezó a tomar conciencia de que su actitud equivalía a una «abdicación de responsabilidad», como lo había expresado después uno de los inspectores, señalando que en un mundo justo Earle habría pasado una temporada entre rejas junto con Cliffie por lo ocurrido. En el fondo de su alma -que estaba a una profundidad mayor de lo que incluso Jimmy habría admitido-, Earle sabía que el policía tenía razón, y por eso cada año, en el aniversario de la muerte de Sally Cleaver, dejaba un ramo de flores en el aparcamiento salpicado de basura y cubierto de hierbajos del Blue Moon, y presentaba disculpas al fantasma de la muerta.
Pero Jimmy nunca había atribuido a Earle siquiera parte de la culpa de lo sucedido, pese a haber causado el cierre del Blue Moon. Se aseguró de que Earle dispusiera de los mejores representantes legales cuando la policía se planteó acusarlo de complicidad por omisión. Sólo hablaron de los sentimientos de Earle en relación con esos hechos una vez, y fue el día en que Jimmy le anunció que no reabriría el bar. Earle dedujo que debía buscar empleo en otro sitio, y que Jimmy se lavaba las manos con respecto a él, tal como le había aconsejado mucha gente, porque en la ciudad el nombre de Earle no valía ni la saliva que se gastaba en pronunciarlo. Earle empezó a disculparse de nuevo por consentir la muerte de Sally Cleaver, y al hacerlo descubrió que se le quebraba la voz. Intentaba construir frases coherentes, pero no le salían. Jimmy lo obligó a sentarse y escuchó mientras Earle describía el momento en que salió y vio la cara destrozada de Sally Cleaver, y cómo se arrodilló a su lado mientras ella movía los labios y susurraba las últimas palabras que alguien le oiría.
«Lo siento», musitó la chica cuando Earle, sin saber qué hacer, apoyó una de sus enormes manos en su frente y, con delicadeza, le apartó de los ojos el pelo manchado de sangre. Por las noches, le contó Earle a Jimmy, veía el rostro de Sally Cleaver y automáticamente tendía la mano para apartarle el pelo de los ojos. «Todas las noches», añadió Earle. «La veo todas las noches, poco antes de dormirme.» Y Jimmy le dijo que había sido una verdadera lástima, y lo único que podía hacer para compensarlo era asegurarse de que eso no volviera a sucederle a ninguna otra mujer, ni en su territorio ni fuera, no si podía evitarlo. Al día siguiente, Earle empezó a trabajar en el Sailmaker, pese a que apenas había clientela suficiente para el viejo Vern Sutcliffe, el camarero habitual. Cuando Vern murió, al cabo de un año, Earle se convirtió en el único camarero del Sailmaker, y así siguieron las cosas desde entonces.
Ahora, después de rumiar durante horas cómo plantear el tema, Earle había llegado a una conclusión. Colocó las últimas botellas de cerveza en la cámara frigorífica, plegó la caja y se acercó con actitud vacilante a donde estaba Jimmy. Apoyó los puños en la barra y preguntó:
– ¿Le pasa algo, señor Jewel?
Jimmy salió de su ensoñación, un tanto sorprendido.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho: ¿le pasa algo, señor Jewel?
Jimmy sonrió. En todos los años desde que lo conocía, Earle no le habría preguntado más de dos o tres veces algo de carácter mínimamente personal. Y ahora allí estaba, con semblante preocupado, y sólo minutos después de declarar que expondría su vida por su jefe. A ese paso, acabarían reservando una iglesia para la boda y trasladándose a Ogunquit, o Hallowell, o algún otro sitio donde pendiesen de las ventanas demasiadas banderas con los colores del arco iris.
– Gracias por preguntar, Earle. No pasa nada. Es sólo que estoy dándole vueltas a la manera de resolver cierto asunto. Pero cuando la haya encontrado, es posible que te pida ayuda.
Earle se mostró aliviado. Había estado más cerca que nunca de expresar su afecto por el señor Jewel, y no sabía si podría hacer frente a mucha más intimidad. Se alejó pesadamente para tirar la caja aplastada a la pila de reciclaje, y dejó a solas a Jimmy. Este sacó una serie de fotografías de debajo del periódico y examinó una vez más las imágenes de los sellos con piedras incrustadas. Las gemas por sí solas valían una fortuna, pero unidas a los propios objetos… En fin, Jimmy no concebía siquiera cuánto podía llegar a pagar por aquello la persona indicada.
Ahora Jimmy sabía que Tobias y sus compinches no se dedicaban al contrabando de droga: se dedicaban al contrabando de antigüedades. Se preguntó qué otros objetos afines a ésos podían obrar en su poder. Se había pasado el día intentando ver el asunto desde todas las perspectivas, estudiando la manera de beneficiarse de lo que había descubierto y al mismo tiempo ampliar su información. Sólo lamentaba que Rojas estuviese involucrado. El mexicano había dejado caer que pretendía vender parte de las gemas y el oro, prometiendo a Jimmy una comisión del veinte por ciento en concepto de honorarios de descubridor, como si Jimmy no fuese más que un paleto a quien podía quitarse de encima con calderilla. Rojas no veía las cosas en su conjunto. El problema era que Jimmy tampoco, pero Rojas, a diferencia de él, no estaba dispuesto a esperar a que por fin se les mostrase una visión panorámica.