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Jimmy hizo girar con el dedo el platillo de su taza de café, y al hacerlo se formaron ligeras ondas en el líquido ya frío de la taza. No andaba escaso de dinero, pero de eso nunca venía mal un poco más. Debido al declive de la economía y el paréntesis en la rehabilitación del frente marítimo, tenía capital inmovilizado en edificios que perdían valor día a día. El mercado se recuperaría -siempre era así-, pero Jimmy no iba a rejuvenecer. No quería que la recuperación llegase justo a tiempo de proporcionarle una lápida más grande.

Se estremeció. Desde el mar soplaba una brisa anormalmente fresca para esa época del año, y Jimmy era muy sensible al frío. Incluso en pleno verano llevaba chaqueta. Siempre había sido así, desde niño. No tenía carne suficiente sobre los huesos para darle calor.

– ¡Eh, Earle! -exclamó-. Cierra esa puerta del carajo.

No hubo respuesta. Jimmy dejó escapar un juramento. Atravesó el despacho y pasó por delante del almacén hasta una puerta que daba al pequeño aparcamiento del bar. Salió. No vio la menor señal de Earle. Ya inquieto, Jimmy volvió a llamarlo.

Al avanzar un paso en el aparcamiento resbaló. Bajó la vista y vio una mancha oscura que se extendía. A su izquierda estaba la furgoneta de Earle. La sangre procedía de debajo. Jimmy se puso en cuclillas para mirar debajo de la furgoneta y se encontró con los ojos sin vida de Earle. El corpulento camarero se hallaba tumbado boca abajo al otro lado del vehículo, entre la puerta del acompañante y los cubos de basura colocados junto a la pared, con la boca abierta y el rostro paralizado en una última mueca de dolor.

Jimmy se irguió, y sintió cómo le hincaban un arma en el cráneo, como el primer contacto tentativo de la muerte.

– Adentro -ordenó una voz, y Jimmy no pudo ocultar su sorpresa al oírla, pero obedeció. Lanzó una mirada a la furgoneta y alcanzó a ver en la ventanilla el reflejo de una figura enmascarada. De pronto cayó sobre él una lluvia de golpes por haber tenido la temeridad de mirar. Después, a puntapiés, lo obligaron a recorrer el pasillo hasta el almacén. La agresión cesó cuando Jimmy se acercó a rastras a los estantes de las bebidas alcohólicas, buscando un punto de apoyo para levantarse. Notó el sabor de la sangre en la boca, y le costaba ver con el ojo izquierdo. Intentó hablar, pero en lugar de palabras salió de su garganta un murmullo ronco. Aun así, era evidente que suplicaba: un respiro para recuperarse, el cese de los golpes.

Más tiempo de vida.

Con uno de los puntapiés le habían roto una costilla, y sintió el roce del hueso al moverse. Se desplomó contra la estantería, tomando aire entrecortadamente. Alzó la mano derecha en un gesto conciliatorio.

– Has matado a un hombre por ciento cincuenta dólares y unas cuantas monedas -dijo Jimmy-. ¿Me oyes?

– No, lo he matado por mucho más.

Y Jimmy supo con certeza que aquello no tenía nada que ver con el dinero de la caja fuerte. Tenía que ver con Rojas, y con el sello, y Jimmy Jewel comprendió que estaba a punto de morir cuando vio abrirse ante sí la boca negra del silenciador como el vacío en el que pronto caería.

Lo contó todo después del primer balazo, pero su interrogador disparó dos veces más igualmente, para asegurarse de que no se guardaba nada.

– No más -rogó Jimmy-, no más. -La sangre de sus heridas corría por el suelo, y aquello era tanto una súplica como una admisión, un rechazo del dolor que aún podía padecer y una aceptación de que pronto todo acabaría.

Su interrogador asintió.

– Dios mío -susurró Jimmy-. Lo siento de todo corazón…

Llegó la última bala. No la oyó; sólo sintió su clemencia.

***

Tardarían días en encontrar su cuerpo y el de Earle. Esa noche cayó una tormenta de verano y limpió la sangre de Earle, que corrió por la superficie en pendiente del aparcamiento, resbaló por los pilotes de madera que sostenían el viejo muelle y fue a parar al mar, sal con sal. Dejaron la furgoneta de Earle en el centro comercial Maine Mall, y cuando llevaba allí dos días, despertó la curiosidad de los guardias de seguridad de las galerías. Posteriormente llegó la policía, porque para entonces ya estaba claro que Jimmy Jewel no daba señales de vida. Las llamadas quedaban sin atender y la cerveza no podía entregarse en el Sailmaker, y los borrachos que iban allí a rendir culto echaban de menos sus claustros.

Jimmy fue descubierto en el almacén. Le habían disparado en los dos pies, y en una rodilla, y para entonces, cabía suponer, había contado todo lo que sabía, y por tanto la cuarta bala le traspasó el corazón. Earle yacía a los pies destrozados de Jimmy, como un perro fiel sacrificado para hacerle compañía a su amo en la otra vida. Sólo un tiempo después alguien reparó en la correlación de fechas: Earle y Jimmy habían muerto el 2 de junio, exactamente diez años después de exhalar Sally Cleaver su último aliento en la parte de atrás del Blue Moon.

Y los ancianos se encogieron de hombros y dijeron que no les sorprendía.

17

Al despertar, Kate Emory descubrió que Joel no estaba en la cama Aguzó el oído por un momento, pero no oyó nada. A su lado, el reloj de la mesilla de noche marcaba las 4:03.

Había soñado, y ahora, allí despierta, mientras intentaba percibir algún indicio de la presencia de Joel en la casa, sintió cierta gratitud por no seguir dormida. Era una estupidez, sin duda. En menos de tres horas tendría que levantarse y vestirse para ir al trabajo. Había decidido que de momento continuaría trabajando para el señor Patchett, y así se lo había dicho a Joel cuando, al llegar a casa, lo encontró allí, de vuelta ya de su viaje, con un apósito en la cara cuya causa se negó a explicar. Él no se opuso, cosa que la sorprendió, pero quizá lo había convencido con sus argumentos, o eso pensó al principio: que era difícil encontrar trabajo; que si se quedaba en casa de brazos cruzados se volvería loca; que no le daría más motivos al señor Patchett para meterse en su vida, o en la de Joel.

Necesitaba dormir. Pronto las piernas y los pies le dolerían por las horas de trabajo, pero la verdad era que los pies siempre le dolían. Incluso llevando los mejores zapatos del mundo, que en todo caso ella no habría podido permitirse, no con su paga, habría experimentado el inevitable dolor en los talones y las plantas tras una jornada de ocho horas de pie. Pero el señor Patchett era mejor jefe que la mayoría, mejor, de hecho, que cualquiera de los que ella había tenido antes, y ésa era una de las razones por las que deseaba quedarse en la cafetería Downs. Ya había trabajado al servicio de suficientes canallas para reconocer a una buena persona cuando la encontraba, y sentía gratitud por el número de horas que el señor Patchett le permitía trabajar. La cafetería podía prescindir sobradamente de una camarera, y ella, por ser una de las empleadas más recientes, estaría entre las primeras en ver la puerta, pero él la mantenía en el puesto. Cuidaba de ella, igual que cuidaba de todas las personas que trabajaban para él, y eso, en una época en que las empresas reducían el personal a la más mínima, decía mucho de un hombre dispuesto a recortar un poco las ganancias a fin de permitir vivir al prójimo.

Pero el interés del señor Patchett por ella era un problema, sobre todo desde que el detective privado había empezado a «meter la nariz», como decía Joel. Tendría que llevar cuidado en sus conversaciones con el señor Patchett, igual que había intentado andarse con pies de plomo cuando el detective se presentó en la casa, y aun así acabó hablando más de la cuenta.

El primero en detectar la presencia del detective fue Joel. Joel tenía un sexto sentido para esas cosas. Para ser hombre, era muy perspicaz. Cuando ella estaba triste, o cuando le rondaba por la cabeza alguna preocupación, se daba cuenta sólo con mirarla, y ella nunca había conocido a un hombre así. Quizá no había tenido suerte al elegir pareja hasta que apareció Joel y en realidad la mayoría de los hombres estaban tan en sintonía como él con sus mujeres, pero lo dudaba. Joel no era un hombre corriente en ese sentido, ni en otros.