Así y todo, Karen había preferido no mencionarle a Joel la visita del detective. No habría sabido decir por qué exactamente, no al principio, salvo por una vaga sensación de que Joel no era franco con ella en cuanto a ciertos aspectos de su vida, y por sus propios temores respecto a la seguridad de él, motivo por el que se le había escapado alguna que otra cosa en la conversación con el detective. Karen había visto cómo lo afectaban las muertes de sus amigos: Joel tenía miedo, aunque no quisiera exteriorizarlo. Y ahora había vuelto a casa con la tirita en la cara y las heridas en las manos, negándose a hablar de lo que le había pasado. En lugar de eso, empezó a bajar al sótano cajas que descargaba del camión, y a veces hacía muecas de dolor si alguna le rozaba las heridas.
Y cuando por fin se acostó Joel…
Bueno, la cosa no fue muy bien.
Karen dejó escapar un suspiro y se desperezó. El reloj había avanzado dos dígitos. Seguía sin oírse nada, ni la cadena del váter ni la puerta del frigorífico. Se preguntó qué estaría haciendo Joel, pero le daba miedo ir a buscarlo, y más después de lo sucedido horas antes. Karen se preguntó si Joel había mantenido oculto ese aspecto de él hasta entonces, y si ella se había equivocado al juzgarlo. No, no es que se hubiera equivocado. Había sido inducida a error. La habían tomado por tonta. La habían manipulado, y habían abusado de ella, y el responsable era un hombre al que apenas conocía.
Ella deseaba marcharse de los apartamentos de Patchett. Sí, había agradecido la habitación y la compañía de las otras mujeres, pero esos sitios eran siempre lugares de paso, pensaba, a pesar de que una de las camareras, Eileen, ya llevaba quince años allí. Eso no le sucedería a Karen; no quería vivir como una solterona, conforme a las anticuadas normas del señor Patchett, sin aceptar compañía masculina en la casa. Al principio creyó que quizá Damien le proporcionaría una escapatoria, pero él no mostró interés en ella. Karen llegó incluso a pensar que era gay, pero Eileen le aseguró que no. Damien había tenido un escarceo amoroso con la anterior jefa de camareras entre los dos periodos que estuvo de servicio, e inicialmente dio la impresión de que aquello podía cuajar en una relación permanente, pero ella no quiso convertirse en mujer de un soldado, o peor aún, en viuda de un soldado, y todo quedó en nada. Karen pensaba que al señor Patchett le habría gustado que ella y Damien formaran pareja, y cuando éste volvió a casa definitivamente, su padre hizo cuanto pudo para unirlos, invitando a Karen a cenar con ellos y mandándola con Damien a comprar género y hablar con los proveedores. Pero para entonces ella ya salía con Joel, a quien conoció por mediación de Damien. Cuando finalmente permitió que Joel fuera a buscarla al trabajo por primera vez, vio la decepción en el rostro del señor Patchett. Él no dijo nada, pero fue evidente, y a partir de entonces ya nunca la trató con la misma naturalidad que antes. Cuando murió su hijo, Karen sospechó que tal vez él la consideraba de algún modo culpable de lo ocurrido, que creía que si Damien hubiese tenido a alguien a quien querer, y que lo quisiera a él, no se habría quitado la vida. Quizás era eso lo que se escondía detrás de su decisión de contratar al detective: el señor Patchett le guardaba rencor por salir con Joel, pero la tomaba con éste, no con ella.
Joel ganaba un buen dinero con su camión, más del que, opinaba Karen, podía o debía ganar un camionero autónomo. Casi todos sus encargos implicaban el paso por la frontera canadiense. Ella había intentado sonsacarle algo más, y él le había dicho que transportaba lo que fuera necesario transportar, pero, por el tono que empleó, quedó muy claro que ese tema de conversación no era de su agrado ni tenía intención de seguir hablando, y ella lo dejó correr. Aun así, sentía curiosidad…
Pero quería a Joel. Eso lo había decidido un par de semanas después de conocerlo. Sencillamente lo sabía. Era un hombre fuerte, era amable, y era mayor, así que entendía el mundo mejor que Karen, y eso a ella le daba seguridad. Tenía su propia vivienda, y cuando le pidió que se instalara allí, ella contestó que sí casi sin dejarle acabar la frase. Además era una casa, no un apartamento donde andarían tropezándose con las paredes y sacándose de quicio uno al otro. Allí había espacio de sobra: dos dormitorios en el piso de arriba, y una habitación más pequeña; una amplia zona de estar y una cocina bonita, y un sótano donde él guardaba sus herramientas. Y Joel era limpio, más limpio que la mayoría de los hombres que había conocido. Sí, el cuarto de baño había requerido un buen repaso, y la cocina también, pero no estaban sucios, sino sólo desordenados. Ella lo había hecho de buena gana. Estaba orgullosa de la casa de los dos. Así la veía ella: la casa «de los dos». No sólo de él, ya no. Poco a poco, ella iba imponiendo elementos de su propia personalidad, y él se lo permitía gustosamente. Había jarrones con flores, y más libros que antes. Incluso había seleccionado cuadros para las paredes. Cuando le preguntó si le gustaban, él contestó que sí e hizo el esfuerzo de examinarlos uno a uno, como si los valorara para su venta en fecha futura. Pero Karen supo que sólo lo hacía por complacerla. En gran medida era un hombre sin interés por los adornos, y Karen dudaba que hubiera reparado siquiera en los cuadros si ella no se los hubiera señalado, pero agradecía que se hubiera tomado la molestia de aparentar interés.
¿Era un buen hombre? Karen no lo sabía. Al principio pensaba que sí, pero en las últimas semanas Joel había cambiado mucho. Por otro lado, suponía que todos los hombres cambiaban una vez que conseguían lo que querían. Dejaban de ser tan afectuosos como antes, tan solícitos. Era como si adoptasen una imagen para atraer a las mujeres y luego se despojaran lentamente de ella una vez alcanzado el objetivo. Algunos se desprendían de esa imagen antes que otros, y bien sabía Dios que Karen había visto a algunos hombres pasar de cordero a lobo en un abrir y cerrar de ojos, después de una sola copa, pero en el caso de Joel el cambio había sido más gradual, y justo por eso resultaba en cierto modo más perturbador. Al principio, sólo se lo veía distraído. Ya no le hablaba tanto, y a veces reaccionaba bruscamente cuando ella insistía en mantener una conversación. Karen pensó que tal vez tenía algo que ver con sus heridas. A veces le dolía la mano. Había perdido dos dedos de la mano izquierda en Iraq, y no oía del todo bien con el oído izquierdo. Tuvo suerte. Ninguno de los otros soldados alcanzados por la bomba de fabricación casera sobrevivió. Joel casi nunca hablaba de aquello, pero ella ya sabía más que suficiente. Él se ausentaba mucho, por sus viajes en camión, y estaban también sus compañeros del ejército, los que antes visitaban la casa, aunque ya no. A ella apenas le hablaban, y uno en concreto, Paul Bacci, le ponía la carne de gallina por cómo recreaba la mirada en su cuerpo, deteniéndose en los pechos, en las ingles. Cuando llegaban, Joel cerraba la puerta de la sala de estar, y ella oía el monótono zumbido de sus voces a través de las paredes, como insectos atrapados en las cavidades.
– ¿Joel?
No hubo respuesta. Deseó ir a buscarlo, pero estaba asustada. Estaba asustada porque él había vuelto a pegarle. Había sido al interrogarlo sobre las heridas, cuando abrió la puerta del baño y vio que se aplicaba una pomada en las quemaduras de las manos, y en la otra quemadura espantosa de la cara. Él le contestó con otra pregunta:
– ¿Por qué no me has dicho nada de tu visitante? -inquirió, y Karen tardó un momento en caer en la cuenta de que se refería a Parker, el detective. Pero ¿cómo se había enterado? Ella aún buscaba una respuesta adecuada cuando Joel lanzó la mano derecha y la alcanzó. No con fuerza, y él mismo pareció sorprenderse tanto como ella, pero había sido una bofetada de todos modos, en la mejilla izquierda, y al tambalearse hacia atrás topó contra la pared. Esta vez fue distinto de la primera: en ese otro caso fue un accidente, de eso estaba segura. En esta ocasión, en cambio, el golpe contenía poder y veneno. Él se disculpó de inmediato, pero ella corría ya hacia el dormitorio. Tardó un par de minutos en seguirla. Intentó hablarle una y otra vez, pero ella se negó a escucharlo. Era incapaz de escucharlo de tanto como lloraba. Al final, se conformó con abrazarla, y ella notó que se quedaba dormido; al cabo de un rato también a ella la invadió el sueño, porque era una escapatoria para no pensar en lo que Joel acababa de hacerle. La despertó durante la noche para pedirle otra vez perdón, y la rozó con los labios, y buscó su cuerpo con las manos, y se reconciliaron.