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Pero no, en realidad, no fue así. Ella accedió por él, no por su propio deseo. No quería que se sintiera mal, ni quería que… le hiciera daño.

Sí, eso era. Eso era lo que la horrorizaba.

Ahora, tendida a oscuras, cayó en la cuenta de que su imagen de él había cambiado tanto como él. Al principio deseaba que Joel fuese un buen hombre, o al menos mejor que los otros con quienes había salido antes, pero en el fondo ahora pensaba que no lo era, no de verdad, no si era capaz de pegarle así, no si estaba cambiando tan radicalmente. En el sexo ya no había ternura. De hecho, él la había lastimado al despertarla un rato antes, y cuando ella le pidió que fuera un poco más delicado, se limitó a terminar con lo suyo y darse la vuelta, ofreciéndole la espalda desnuda.

– Te estoy hablando -dijo Karen, y le tiró del hombro para que la mirara. Notó que se ponía tenso, y cuando al final se volvió, la expresión de su rostro, incluso en la oscuridad, la indujo a retirar la mano y alejarse tanto de él como permitía la cama. Por un momento había tenido la certeza de que volvería a pegarle, pero no fue así.

– Déjame en paz -contestó, y ella vio algo en sus ojos que tal vez fuera miedo, y le dio la sensación de que se dirigía a ella y quizás a alguien más, a una entidad invisible cuya presencia sólo él advertía.

Después, Karen se adormiló y tuvo aquel sueño. No podía llamarlo pesadilla, en realidad no, pese a que la había inquietado. En él se veía atrapada en un espacio reducido, casi como un ataúd, pero que a la vez era mayor y menor que eso, a lo cual no le encontraba el menor sentido. Le costaba respirar y se le llenaban la boca y la nariz de polvo.

Pero lo peor de todo era que no estaba sola. Percibía allí una presencia, con ella, y le susurraba. Karen no entendía qué le decía, ni sabía siquiera si las palabras iban destinadas a ella, pero esa presencia no dejaba de hablar.

Llegó un ruido de abajo, un sonido anormal que no pertenecía a la oscuridad de su casa. Era una risa, interrumpida de inmediato. Tenía algo de infantil, y era a la vez desagradable. Parecía una espontánea efusión de alegría ante una palabra o un acto que causaba más conmoción que gracia. Era una risa ante algo de lo que uno no debería reírse.

Con cuidado, apartó las sábanas y bajó los pies al suelo. Las tablas no crujieron. Joel se había ocupado personalmente de casi todas las reformas de la casa, y se enorgullecía de su solidez. Avanzó con sigilo por la alfombra y abrió más la puerta. Entonces oyó susurros, pero era la voz de Joel, no las voces de los otros, las voces de su sueño. Los otros. No se había dado cuenta antes. No era uno solo, sino más de uno. Había muchas voces, y todas hablaban en la misma lengua, pero con palabras distintas.

Siguió hasta la escalera, y allí se arrodilló y miró a través de los balaustres. Joel estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, junto a la puerta del sótano. Tenía las manos en el regazo y se tironeaba de los dedos. Le recordó a un niño pequeño y casi sonrió al verlo.

Casi.

Conversaba con alguien situado al otro lado de la puerta del sótano. Siempre mantenía esa puerta cerrada con llave. A ella no le preocupaba demasiado, al menos al principio. Había bajado con él para ayudarlo a subir pintura durante su primera semana allí, y le había parecido que abajo no había nada aparte del habitual revoltijo de cajas, trastos y aparatos viejos. Desde entonces había bajado en muy raras ocasiones, y siempre con Joel. Él no le había prohibido entrar en el sótano. Era demasiado listo para eso y, en todo caso, ella no tenía ninguna razón para hacerlo. Además, nunca le habían gustado los espacios oscuros, y a eso se debía probablemente que aquel sueño la hubiese alterado tanto.

Mientras observaba desde arriba contuvo el aliento, esforzándose por oír lo que Joel decía. Susurraba, pero Karen no oía respuesta alguna a sus palabras. Hablaba durante un momento y luego escuchaba antes de contestar. A veces asentía en silencio, como si siguiera un diálogo que sólo él oía.

Volvió a reírse, tapándose la boca con las manos para ahogar el sonido. Levantó la vista instintivamente, pero Karen quedaba oculta entre las sombras.

– Eso no se hace -dijo Joel-. Sois muy malos.

A continuación pareció escuchar una vez más.

– Lo he intentado -respondió-. No puedo. No soy capaz.

Volvió a callarse. Adoptó un semblante serio. Karen lo oyó tragar saliva y creyó percibir su miedo incluso desde esa altura por encima de él.

– No -dijo Joel con determinación-. No, eso no lo haré. negó con la cabeza-. No, por favor. Me niego. No podéis pedirme eso. No podéis.

Se llevó las manos a los oídos en un intento de aislarse de la voz que sólo él oía. Se puso en pie, sin apartar las manos de la cara.

– Dejadme en paz -dijo levantando la voz-. Callad. Basta ya de susurros. Dejad de susurrar.

Al empezar a subir por la escalera chocó contra la pared.

– Basta -dijo, y ahora ella notó su voz distorsionada por el llanto-. ¡Basta, basta, basta!

Karen retrocedió hasta la habitación y se arrebujó entre las sábanas segundos antes de que él abriera la puerta. Entró tan ruidosamente que ella no pudo evitar reaccionar, pero se esforzó en fingir somnolencia y sorpresa.

– Cariño -dijo ella, levantando la cabeza de la almohada-. ¿Estás bien?

Él no contestó.

– ¿Joel? -insistió ella-. ¿Qué pasa?

Lo vio avanzar hacia ella y tuvo miedo. Joel se sentó en el borde de la cama y le acarició el pelo.

– Siento haberte pegado -se disculpó-. Pero nunca te haría daño de verdad. Eso no.

Karen sintió que el vientre se le contraía de tal manera que temió tener que ir corriendo al baño para no ensuciarse. El efecto lo causaron esas dos palabras, «de verdad», como si en cierto modo no hubiese nada de malo en hacer daño a alguien un poco de vez en cuando, pero sólo si se lo merecía, sólo si se trataba de una tontuela entrometida que hacía preguntas innecesarias o recibía a fisgones en la cocina. Sólo en esos casos. Y el castigo sería acorde con la falta, y después ella se abriría de piernas ante él y harían las paces, y todo estaría en orden porque él la quería, y así se comportaba la gente que se quería.

– Cuando te pegué -prosiguió-, no era yo. Era otro. Era como si yo fuera un títere y alguien tirase de los hilos. Yo no quiero hacerte daño. Te amo.

– Lo sé -contestó Karen, procurando disimular el temblor en su voz, y consiguiéndolo sólo en parte-. Cariño, ¿qué te pasa?

Joel se inclinó, y ella sintió sus lágrimas cuando la rozó con la mejilla. Lo abrazó.

– He tenido una pesadilla -dijo él, y Karen oyó al niño que llevaba dentro. Aun entonces bajó la vista y lo sorprendió mirándola fijamente, y por un momento advirtió en sus ojos una expresión fría y recelosa, e incluso, pensó Karen, risueña, como si los dos estuvieran jugando a algo pero sólo él conociera las reglas. Al cabo de un instante esa expresión desapareció, y él cerró los ojos mientras le acariciaba los pechos con los labios. Ella lo estrechó pese a sentir el impulso de apartarlo, de salir corriendo de la casa y no volver nunca más.