Выбрать главу

El estrés daña la mente: eso era lo que nadie entendía, nadie que no hubiera estado allí, nadie entre quienes se habían quedado en casa. Ni siquiera el ejército lo entendía, no hasta que fue demasiado tarde. Descansa y relájate, decían. Pasa un tiempo con la familia. Haz el amor con tu novia. Mantente ocupado. Busca un empleo, establece una rutina, acógete a la normalidad.

Pero él no podía, ni habría podido aunque las piernas no se le acabasen a medio muslo, porque el estrés es como un veneno, una toxina que se propaga por el organismo, sólo que afecta a un único órgano vitaclass="underline" el cerebro. Recordaba que a los trece años se había visto envuelto en un accidente de tráfico en la Federal 1, poco antes de la muerte de su padre. No fue un choque grave: un camión se había saltado un semáforo en rojo y había embestido el coche en el que viajaban por el lado del acompañante. Él iba detrás, en el lado del conductor. Por pura suerte, había un concesionario de automóviles en ese tramo de la carretera y, si hacía buen tiempo, colocaba enfrente unos cuantos coches antiguos bonitos. A él le gustaba mirarlos, imaginarse al volante de los mejores de ellos. En cualquier otro momento habría viajado en el lado del copiloto, para poder hablar con su padre, y a saber qué habría ocurrido entonces. Pero el hecho es que no les pasó nada, excepto por la sacudida que ambos se llevaron y, en su caso, algún que otro corte con los cristales rotos. Cuando la grúa se marchó y la policía de Scarborough los acompañó a casa, él palideció y empezó a temblar hasta vomitar el desayuno.

Ése era el efecto del estrés. Te trastornaba, física y mentalmente. Y si uno se veía sometido a situaciones de estrés un día tras otro, intercaladas con paréntesis de tedio, de matar el tiempo con juegos, o comiendo, o echando una cabezada, o escribiendo la tarjeta mensual obligatoria a casa para informar a los allegados y a los seres queridos de que aún no habías muerto, sin verle el final a eso porque el periodo de servicio se alargaba una y otra vez, al cabo de un tiempo las neuronas se te contaminaban tanto que ya no se recuperaban, y el cerebro empezaba a reconfigurarse, modificándose sus modos de funcionamiento. Las prolongaciones de las neuronas en el hipocampo, el responsable del aprendizaje y la memoria a largo plazo, comenzaban a deteriorarse. La capacidad de respuesta de la amígdala, que rige la conducta social y la memoria emocional, cambiaba. La corteza prefrontal media, que interviene en la formación del miedo y los remordimientos, y nos permite interpretar lo que es real y lo que es irreal, se alteraba. Se observaba un trastorno similar de la configuración en los esquizofrénicos, los sociópatas, los drogadictos y los reclusos con condenas largas. Te convertías en la escoria, y la culpa no era tuya, porque no habías hecho nada malo, simplemente habías cumplido con tu deber.

En la Guerra de Secesión, lo llamaron «corazón irritable». Para los soldados de la primera guerra mundial fue «ansiedad de combate», y en la segunda guerra mundial, «fatiga de batalla» o «neurosis de guerra». Más tarde se convirtió en «síndrome post Vietnam», y ahora era TEPT. A veces se preguntaba si también los romanos y los griegos tenían un término para eso. A su regreso había leído la Ilíada, parte de su esfuerzo por comprender la guerra a través de la literatura, y creyó ver, en el dolor de Aquiles por su amigo Patroclo y en la posterior rabia, algo de su propio dolor por los camaradas que había perdido, sobre todo por Damien.

Te dejan así. Pierdes el control de las emociones. Pierdes el control de ti mismo. Pasas a ser una persona deprimida, paranoica, alejada de quienes te quieren. Te crees que sigues en la guerra. Luchas con las sábanas por la noche. Te distancias de los seres queridos, y te abandonan.

Y tal vez, sólo tal vez, empiezas a creer que te persiguen, que te hablan demonios desde unas cajas, y cuando no puedes complacerlos, cuando no puedes hacer lo que ellos quieren, te vuelven contra ti mismo, y te castigan por tus deficiencias.

Tal vez, sólo tal vez, ese momento de destrucción se recibe con alivio.

18

Herodes llegó a Portland en tren a las once y media de la mañana, sin más equipaje que una bolsa portatrajes negra, con el cuero viejo pero en perfecto estado, testimonio de la calidad de su confección. No le disgustaba volar, y rara vez sentía la necesidad de llevar algo encima que durante un registro en el aeropuerto pudiera crearle complicaciones o resultarle incluso manifiestamente inoportuno, pero en la medida de lo posible prefería viajar en tren. Le recordaba épocas más civilizadas en que el ritmo de vida era más lento y la gente disponía de tiempo para los pequeños gestos de cortesía. Por otra parte, debido a su frágil salud, los viajes largos al volante de un coche le resultaban incómodos, y potencialmente peligrosos, ya que la medicación que tomaba para mantener bajo control el dolor a menudo le provocaba somnolencia. Por desgracia, ése no era un problema en el momento presente: había reducido la dosis para mantener la cabeza despejada, y por tanto sufría. En un tren, podía levantarse y deambular arriba y abajo por el vagón, o tomar algo de pie en la cafetería, cualquier cosa con tal de distraerse de los martirios del cuerpo. Había ocupado un asiento en un vagón tranquilo en Penn Station y desplegado una sonrisa de satisfacción al salir el tren de debajo de la tierra y adentrarse en la brumosa luz del sol. Llevaba la boca oculta tras una mascarilla quirúrgica azul, que sólo atrajo una o dos miradas entre las personas que pasaron por su lado.

Advirtió la presencia del Capitán justo cuando el perfil urbano de Manhattan se perdía de vista. El Capitán estaba sentado al otro lado del pasillo, visible únicamente en el cristal de la ventana, y sólo en parte: era una mancha, un borrón, una figura en movimiento capturada por la lente de una cámara cuando todo alrededor permanecía quieto. A Herodes le resultaba más fácil verlo cuando no lo miraba directamente.

El Capitán iba vestido de payaso. Muchas cosas podían decirse del Capitán, pensó Herodes, pero su afición por lo tradicional era indiscutible. Vestía una chaqueta a rayas blancas y rojas, un bombín pequeño por debajo del cual asomaba parte de una desgreñada peluca roja. Del pelo artificial colgaban telarañas, y Herodes creyó distinguir la forma de alguna que otra araña paseándose por ellas. Tenía los antebrazos en los apoyaderos del asiento, y unos guantes blancos, manchados, le cubrían casi por completo las manos, excepto las puntas de los dedos, cuyas uñas negras y afiladas sobresalían de la tela. Con el índice de la mano derecha tamborileaba rítmicamente, levantándolo despacio y dejándolo caer, como un mecanismo contrayéndose y disparándose una y otra vez. El Capitán llevaba el rostro pintado con maquillaje blanco de barra, y la boca, grande y roja, torcida en una expresión de disgusto. Manchas de colorete teñían sus mejillas, pero las cuencas de los ojos eran huecos negros. El Capitán mantenía la mirada fija al frente y sólo movía el dedo.

El vagón iba lleno, pero el asiento del Capitán, pese a estar en apariencia desocupado, permanecía vacío, al igual que el asiento contiguo al de Herodes, como si parte del aura del Capitán se hubiese propagado más allá del pasillo. La mujer sentada junto a la ventana al lado del Capitán era anciana, y Herodes vio crecer su malestar conforme transcurría el viaje. Se revolvía en el asiento. Intentó acodarse en el reposabrazos compartido, pero sólo conseguía mantener la postura un par de segundos antes de retirar el brazo y frotarse la piel con desagrado. A veces arrugaba la nariz, contraía el rostro en una mueca de asco. Empezó a pasarse las manos por el pelo y la cara, y cuando Herodes miró su reflejo, vio que unas cuantas arañas del Capitán habían empezado a colonizar los mechones grises de la mujer. Al final, cogió su abrigo y su bolsa de viaje y se marchó del vagón. Otros pasajeros atravesaban el vagón después de cada estación regional, y si bien algunos se detenían ante los dos asientos vacíos, un instinto atávico los impulsaba a seguir adelante.