Cuando Herodes acabó de comer todo lo que pudo, se entretuvo con el café. Al fin y al cabo tenía tiempo de sobra. Aún tardaría en anochecer, y Herodes trabajaba mejor en la oscuridad. Entonces haría una visita al señor Rojas. Herodes no tenía intención de esperar hasta el día siguiente para iniciar las negociaciones. En realidad, no tenía la menor intención de negociar.
19
Lejos de allí, en un apartamento de la Rue du Seine en París, justo encima de la sala de venta de los prestigiosos anticuarios Rochman et Fils, estaba a punto de cerrarse un trato. Emmanuel Rochman, el último de un largo linaje de Rochmans que se habían ganado holgadamente la vida con la venta de las antigüedades más raras, esperaba que el hombre de negocios iraní sentado frente a él se dejara de rodeos y anunciara la decisión que, como ambos sabían, había tomado ya. Al fin y al cabo, ese encuentro cara a cara en presencia de las antigüedades no era más que el último paso de una larga negociación iniciada muchas semanas antes, y piezas tan poco comunes y hermosas como esas que tenía delante difícilmente le serían ofrecidas otra vez: dos delicadas tallas de marfil de las tumbas de las reinas asirias de Nimrud y un par de exquisitos sellos cilíndricos de lapislázuli, datados cinco mil quinientos años atrás y, por tanto, los objetos más antiguos de esa clase que Rochman había conseguido poner a la venta.
El iraní dejó escapar un suspiro y se revolvió en la silla. A Rochman le complacía tratar con iraníes. Éstos habían demostrado especial interés en hacerse con las piezas robadas en el Museo de Iraq que salían al mercado, a pesar de que ellos, como los jordanos, se habían visto obligados al final a ceder la mayor parte del botín en su haber. Si bien muchos miles de objetos seguían desaparecidos, se había recuperado gran parte de los más valiosos. Las oportunidades para adquirir tesoros iraquíes eran cada vez más escasas, y la cantidad que estaban dispuestos a desembolsar los coleccionistas había aumentado de forma proporcional. Aunque Rochman no había coincidido nunca con ese comprador en particular, llegaba sólidamente recomendado por dos antiguos clientes que habían gastado mucho dinero en la tienda de Monsieur Rochman, sin preocuparse más de lo necesario sobre cuestiones como la procedencia y la documentación.
– ¿Habrá más? -preguntó el iraní. Se hacía llamar señor Abbas, «el León», que era a todas luces un seudónimo, pero su paga y señal de dos millones de dólares había sido autorizada por el banco sin el menor obstáculo, y quienes la avalaban habían asegurado a Rochman que, para el señor Abbas, dos millones de dólares representaban apenas las ganancias de un día. No obstante, Rochman empezaba a cansarse de la cacería de ese león en particular. «Vamos», pensó, «sé que vas a comprarlos. Di que sí y acabemos de una vez.»
– No como éstos -contestó Rochman, y enseguida se lo pensó mejor. A saber qué beneficios extra generaría un poco de paciencia-. Tallas de marfil como éstas, u otras siquiera la mitad de hermosas, difícilmente volverán a salir a la superficie. Si las rechaza, desaparecerán. En cuanto a los sellos… -Hizo un movimiento oscilante con la mano derecha en el ademán universal para indicar posibilidad, decantándose por el lado de la negación-. Pero si queda satisfecho con esta adquisición en particular, quizá podamos poner a su disposición otras piezas de calidad similar.
– ¿Y la procedencia?
– La Casa de Rochman responde de todo lo que vende -contestó Rochman-. Por supuesto, si surgiera alguna complicación legal, el comprador sería el primero en enterarse, pero tengo la seguridad de que, en este caso en concreto, no se producirán tales dificultades.
Era la respuesta habitual que daba Rochman en las infrecuentes ocasiones en que transgredía realmente los límites de la legalidad. Desde luego, a veces existían dudas en torno al lugar de partida de ciertos tesoros antiguos, pero aquí eso no era problema. Tanto él como Abbas conocían la procedencia de las tallas de marfil y los sellos. Sólo que no era necesario mencionarla en voz alta, y ningún recibo acompañaría esa venta en particular.
Abbas asintió, aparentemente satisfecho.
– Bien, me doy por contento -dijo-. Procedamos.
Metió la mano en el bolsillo, extrajo un bolígrafo de oro y pulsó el extremo superior para sacar la punta.
– No va a necesitar un bolígrafo, Monsieur Abbas -empezó a decir Rochman, y fue en ese momento cuando echaron la puerta abajo e irrumpieron varios policías armados.
El señor Abbas sonrió y dijo:
– Me llamo Al-Daini, Monsieur Rochman. Mis colegas y yo tenemos que hacerle unas preguntas…
20
Ángel y Louis se habían instalado conmigo en casa, y sospeché que esa noche habían hecho turnos para dormir, a sabiendas de que podían atacarnos de un momento a otro. A la mañana siguiente estuvimos repasando durante una hora todo lo que yo sabía acerca de Joel Tobias. Él era el vínculo principal, y hablar al respecto fue un ejercicio útil. El hecho de que hubiera servido en el ejército ayudó, porque implicaba que existía un rastro de papeles oficiales para buena parte de su vida. Todo parecía bastante claro. Se había alistado en 1990, recién salido del instituto de Bangor, y en el periodo de instrucción se había especializado en conducción de camiones. Le habían dado la baja por invalidez en 2007 tras estallar una bomba de fabricación casera mientras escoltaba suministros médicos a la Zona Verde de Bagdad, atentado en el que perdió parte de la pantorrilla izquierda y dos dedos de la mano izquierda. Cuando ese mismo año regresó más adelante a Maine, solicitó un permiso para conducir vehículos comerciales en Maine tras haber superado la prueba escrita, el reconocimiento de la vista y el examen práctico en carretera. También obtuvo la licencia para el transporte de mercancías peligrosas después de dejar sus huellas digitales en una base de datos y superar el control de antecedentes obligatorio de la Administración para la Seguridad en el Transporte. Hasta ahí, todo en orden.
Encontré una necrológica de su madre en el Bangor Daily News con fecha del 19 de julio de 1998, y otra de su padre, que había servido en Vietnam, de abril de 2007. Mencionaba que su hijo, Joel, servía también en el ejército y que se recuperaba después de haber sido herido durante el cumplimiento de su deber. Aparecía incluso una fotografía de Tobias ante la tumba. Vestía el uniforme de gala e iba con muletas. No tenía hermanos. Joel Tobias era hijo único.
Sentí una desagradable punzada: la culpabilidad de quien no había hecho ningún sacrificio por su país frente a quien sí lo había hecho. A primera vista daba la impresión de que Tobias había servido con honor, y había sufrido por ello. Yo nunca había contemplado la opción del ejército al acabar mis estudios, pero respetaba a quienes sí se la plantearon. Me pregunté qué había inducido a Tobias a alistarse. ¿Fue la historia familiar, la convicción de que debía seguir los pasos de su padre? Aunque, por otra parte, su padre no había sido militar de carrera. Según la necrológica, lo habían reclutado. Muchos hombres habían regresado de Vietnam con el firme deseo de que sus hijos no pasaran por lo mismo que ellos. Considerando que Tobias se había alistado voluntariamente, supuse que al hacerlo pretendía rebelarse contra su viejo o buscar su aprobación.
Abrí a continuación el expediente de Bobby Jandreau, que había ido al mismo instituto de Bangor que Tobias, aunque los separaba más de una década. Durante el último periodo de servicio en Iraq, Jandreau resultó gravemente herido durante un enfrentamiento armado en Gazaliya. La primera bala lo alcanzó en la parte superior del muslo, y mientras yacía en el suelo, los milicianos chiítas que habían atacado el convoy siguieron disparándole en las piernas con el fin de atraer a sus camaradas para que fueran a rescatarle y causar más bajas en el pelotón. Al final consiguieron sacar de allí a Jandreau y llevarlo a lugar seguro, pero tenía las piernas destrozadas. Se consideró que la amputación era la única alternativa.