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Yo sabía todo esto porque su nombre apareció en un artículo sobre los veteranos heridos de Maine que intentaban afrontar la vida fuera del ejército. Damien Patchett salía mencionado por haber salvado la vida a Jandreau, pero si el periodista pidió declaraciones a Damien, él se negó a darlas. En el artículo, Jandreau reconocía sus difíciles circunstancias. Hablaba de su adicción a los fármacos, que estaba superando gracias a la ayuda de su novia. En palabras del propio periodista: «Jandreau mira por la ventana de su casa de Bangor, aferrado a los brazos de la silla de ruedas. "Nunca pensé que acabaría así", dice. "Como casi todos, era consciente de que esto podía ocurrir, pero siempre pensé que sería otro el herido, no yo. Intento encontrarle un aspecto positivo a esto, pero no lo hay, yo no lo veo. Es una mierda, así de simple." Su novia, Mel Nelson, le acaricia el pelo con ternura. Ella tiene lágrimas en los ojos, pero los de Jandreau están secos. Es como si siguiera en estado de shock, o como si ya no le quedaran lágrimas que derramar».

– Eso sí que es una desgracia -comentó Ángel.

Louis, que también leía el texto en pantalla, guardó silencio.

No encontré ninguna dirección de Bobby Jandreau en Bangor, pero el artículo comentaba que Mel Nelson trabajaba como administradora de la compañía maderera de su padre en Veazie. Cuando llamé estaba sentada ante su escritorio, y mantuvimos una larga conversación. A veces la gente parece estar esperando la llamada oportuna. Resultó que ya no era novia de Bobby, y esa situación no era de su agrado. Se preocupaba por Bobby y lo quería, pero él la había rechazado y ella no entendía por qué. Cuando colgué, tenía la dirección y el número de teléfono de Bobby Jandreau, y sentía admiración por Mel Nelson.

Carrie Saunders telefoneó mientras desayunábamos. Sería falso decir que le entusiasmaba la perspectiva de conocerme, pero yo había aprendido a no tomarme de manera personal esa clase de reacciones. Le dije que trabajaba para Bennett Patchett, el padre de Damien, y ella, antes de colgar, se limitó a emplazarme al mediodía en su consulta del Centro Médico de la Administración de Veteranos de Togus, en Augusta. Louis y Ángel me siguieron de cerca todo el viaje hasta Augusta. Me interesaba ver qué ocurría mientras viajábamos hacia el norte, pero no detectaron indicio alguno de persecución.

21

Carrie Saunders tenía la consulta a un paso de los Servicios de Salud Mental. Su nombre -sencillamente «Dra. Saunders»- aparecía grabado en una placa de plástico junto a la puerta, y cuando llamé, abrió una mujer de alrededor de treinta y cinco años, rubia, con el pelo corto y la complexión de un boxeador de pesos ligeros. Llevaba una camiseta oscura y pantalón de vestir negro, y se le notaban unos músculos bien definidos en los antebrazos y los hombros. Medía algo menos de un metro setenta y tenía la piel cetrina. La consulta era pequeña y el espacio disponible estaba aprovechado al máximo: a mi derecha había tres archivadores y a mi izquierda estanterías con manuales de medicina y cajas de cartón llenas de documentos. De las paredes colgaban enmarcados los títulos y diplomas de la Universidad de Servicios Uniformados de las Ciencias de la Salud de Bethesda, en Maryland, y del Walter Reed. Un imponente papel daba fe de una especialización en psiquiatría de catástrofes. Una resistente moqueta gris cubría el suelo. El escritorio, un mueble funcional, estaba ordenado. Junto al teléfono había un café en un vaso desechable y los restos de un bagel.

– Como cuando puedo -dijo a la vez que recogía lo que quedaba del almuerzo-. Si tiene hambre, podemos ir a tomar algo a la cafetería.

Le contesté que por mí no hacía falta. Señaló la silla de plástico frente al escritorio y esperó a que me sentara antes de acomodarse ella.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor Parker?

– Según tengo entendido, usted investiga el trastorno de estrés postraumático.

– Así es.

– Con especial énfasis en el suicidio.

– En la prevención del suicidio -corrigió ella-. ¿Puedo preguntarle quién le ha hablado de mí?

Probablemente se debió a mi natural antipatía por la autoridad, en particular a la clase de autoridad que representaban los militares, pero me pareció mejor no mencionar de momento a Ronald Straydeer.

– Preferiría no decírselo -contesté-. ¿Le supone eso algún problema?

– No, era simple curiosidad. No suelen venir a verme detectives privados.

– Al hablar por teléfono, no me ha preguntado cuál era el motivo de mi visita.

– He hecho algunas indagaciones sobre usted. Se ha labrado toda una reputación. No podía rechazar la oportunidad de conocerlo.

– Mi reputación se ha exagerado. No se crea todo lo que lea en los periódicos. Sonrió.

– No he leído sobre usted en los periódicos. Prefiero tratar con personas.

– Eso es algo que tenemos en común.

– Puede que sea lo único. Dígame, señor Parker, ¿ha hecho alguna terapia?

– No.

– ¿Ni siquiera un tratamiento para el duelo?

– No. ¿Busca clientes?

– Como usted ha mencionado, me interesa el estrés postraumático.

– Y yo le parezco buen candidato.

– ¿Usted no lo cree? Sé lo que les sucedió a su mujer y su hija. Fue espantoso, casi más de lo humanamente soportable. Digo «casi» porque yo serví a mi país en Iraq, y lo que vi allí, lo que padecí allí, me cambió. Trato a diario con las consecuencias de la violencia. Podría decirse que dispongo de un contexto en el que situar la angustia por la que usted pasó, y por la que tal vez pasa aún.

– ¿Eso viene a cuento de algo?

– Viene a cuento si está aquí para hablar del estrés postraumático. Lo que averigüe usted hoy en esta consulta dependerá de si comprende o no el concepto. Y esa comprensión puede ser infinitamente mayor si es capaz de establecer un vínculo personal, aunque sea periférico. ¿Me he explicado bien hasta este punto?

Mantenía la sonrisa. Aunque no llegaba al paternalismo, poco le faltaba.

– Perfectamente.

– Bien. Mis investigaciones aquí forman parte de un esfuerzo continuado del ejército para abordar los efectos psicológicos del combate, tanto en aquellos que han servido y han recibido la baja por invalidez, como en aquellos que lo han abandonado por razones ajenas a las heridas. Ése es uno de los aspectos. El otro tiene que ver con la prevención activa del trauma. De momento estamos introduciendo programas de resistencia emocional destinados a mejorar el rendimiento en el combate y minimizar los efectos en la salud mental, incluido el TEPT, la ira, la depresión y el suicidio. Estos síntomas han podido identificarse cada vez con mayor claridad conforme los soldados cumplían sucesivos periodos de servicio.

»No todo soldado que experimenta el trauma padece de estrés postraumático, del mismo modo que en la vida civil los individuos reaccionan de manera distinta ante situaciones como la agresión, la violación, los desastres naturales o la muerte violenta de un ser querido. Se producirá una respuesta en forma de estrés, pero el TEPT no es una consecuencia automática. También inciden la psicología, la genética, el estado físico y los factores sociales. Un individuo con una buena estructura de apoyo…: familia, amigos, intervención profesional…, tiene menos probabilidades de desarrollar un TEPT que, por ejemplo, una persona solitaria. Por otro lado, es muy posible que cuanto más tarde en desarrollarse el TEPT, más graves sean las consecuencias. Por lo general, el estrés postraumático inmediato empieza a mejorar después de tres o cuatro meses. El TEPT diferido puede aparecer a más largo plazo, hasta diez años después o más, y por tanto es más difícil de tratar. -Se interrumpió-. Bueno, por ahora se ha terminado la lección. ¿Alguna pregunta?