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– No. Todavía.

– Bien. Le toca a usted participar.

– ¿Y si no lo hago?

– Entonces ya puede marcharse. Esto es un trueque, señor Parker. Usted quiere mi ayuda. Yo estoy dispuesta a ofrecérsela, pero sólo a cambio de algo: que admita de buena voluntad si reconoce o no algunos de los síntomas que voy a exponerle. Me basta con que responda de manera general. No quedará constancia de esta conversación. Si en el futuro viniera a explicarme con mayor profundidad su experiencia, le estaría agradecida. Incluso puede que le resultase beneficioso o terapéutico. En cualquier caso, volvemos a lo que le he dicho al principio. Usted está aquí para informarse sobre el TEPT. Ésta es su oportunidad.

No pude por menos de admirarla. Podría haberme marchado, pero no habría aprendido nada, excepto a no infravalorar a las mujeres con aspecto de boxeador, y a esa conclusión ya había llegado mucho antes de conocer a Carrie Saunders.

– Adelante -dije. Intenté disimular el tono de resignación. Creo que no lo conseguí.

– El estrés postraumático se divide en tres categorías principales. La primera va acompañada de flashbacks, la reexperimentación del suceso que quizás haya desencadenado el trastorno, o más comúnmente, y de menor gravedad, de una serie de pensamientos intrusivos, no deseados, que pueden parecer flashbacks pero no lo son. Me refiero a sueños y malos recuerdos a cierto nivel, o a establecer asociaciones con el suceso a partir de situaciones que no guardan relación: le sorprendería saber a cuántos soldados les molestan los fuegos artificiales, y he visto a hombres traumatizados tirarse al suelo al oír un portazo, o incluso el ruido de una pistola de juguete. Lo ocurrido puede revivirse realmente a otro nivel, hasta el punto de que parece tan real que altera la vida cotidiana, la normalidad. Un colega mío lo llama «producción de fantasmas». Personalmente no me gusta el término, pero me consta que algunas personas que padecen ese estado se identifican con el concepto.

La consulta quedó en silencio. Un pájaro pasó al otro lado de la ventana y, por efecto del sol, su sombra revoloteó dentro del despacho: algo invisible, separado de nosotros por un cristal y la pared de ladrillo, por la solidez de lo real, dejando sentir su presencia entre nosotros.

– Tuve flashbacks, pensamientos intrusivos, o como quiera que los llame -contesté por fin.

– ¿Graves?

– Sí.

– ¿Frecuentes?

– Sí.

– ¿Qué los provocaba?

– La sangre. Ver a una niña por la calle, con su madre o sola. Cosas sencillas. Una silla. Un cuchillo. Los anuncios de cocinas. Ciertas formas, formas angulosas. No sé por qué. Con el paso del tiempo, las imágenes que originaban el problema se fueron reduciendo.

– ¿Y ahora?

– Me pasa rara vez. Tengo pesadillas, pero no muy a menudo.

– ¿Y por qué cree que es así?

Me daba cuenta de que yo iba reduciendo al mínimo las pausas al contestar para no dar a Saunders la impresión de que tal vez había encontrado un filón interesante que explorar. La perspectiva de que yo creyese que me habían rondado los fantasmas de mi mujer y mi hija, o una versión siniestra de ellas sustituidas después por formas menos amenazadoras pero igualmente incognoscibles, se habría considerado un interesante filón incluso en una sesión de terapia de grupo con Hitler, Napoleón y Jim Jones. Dadas las circunstancias, me complació que mi respuesta a su última pregunta fuese casi inmediata.

– No lo sé. ¿Por el paso del tiempo?

– El tiempo no cura todas las heridas. Eso es un mito.

– Tal vez uno, simplemente, se acostumbra al dolor.

Ella asintió.

– Puede que incluso llegue a echarlo de menos cuando ya no lo sienta.

– ¿Usted cree?

– Si ese dolor le da un objetivo, podría ser.

Si ella quería otra respuesta, no iba a obtenerla. Pareció darse cuenta porque siguió adelante.

– Se dan también síntomas de evitación: insensibilidad, distanciamiento, aislamiento social.

– ¿No salir de casa?

– Puede no ser tan literal. Podría consistir sólo en mantenerse alejado de personas o lugares relacionados con el incidente: familia, amigos, antiguos compañeros. A quienes lo padecen les resulta difícil sentir apego por algo. Pueden pensar que no tiene sentido, que no hay futuro para ellos.

– En mi caso, hubo cierto distanciamiento -admití-. Sentí que no formaba parte de la vida normal. Para mí eso no existía. Sólo había caos, siempre a punto de desencadenarse.

– ¿Y los compañeros?

– Los eludía, y ellos me eludían a mí.

– ¿Los amigos?

Pensé en Ángel y Louis, que me aguardaban fuera en su coche.

– Algunos de ellos no permitieron que los eludiera.

– ¿Se enfadó usted con ellos por eso?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque eran como yo. Compartían mi objetivo.

– ¿Cuál?

– Encontrar al hombre que mató a mi mujer y mi hija. Encontrarlo y hacerlo pedazos.

Ahora las respuestas se sucedían con más rapidez. Estaba sorprendido, incluso furioso conmigo mismo por permitir que aquella desconocida hurgara bajo mi piel, pero encontré en ello cierto placer, una especie de liberación. Quizás era simple narcisismo, o quizá yo no había sido tan clínicamente incisivo conmigo mismo desde hacía mucho tiempo, si es que alguna vez lo había sido.

– ¿Tenía la sensación de que había un futuro para usted?

– Un futuro inmediato.

– Que consistía en matar a ese hombre.

– Sí.

Se había inclinado un poco sobre la mesa, y advertí en sus ojos un resplandor blanco. No supe de dónde procedía hasta que caí en la cuenta de que veía mi propia cara reflejada en el fondo de sus pupilas.

– Síntomas de agitación nerviosa -prosiguió-. Dificultad para concentrarse.

– No.

– Reacciones exageradas al sobresalto.

– ¿Como al ruido de un disparo?

– Por ejemplo.

– No, mis reacciones a los disparos no eran exageradas.

– Rabia. Irritabilidad.

– Sí.

– Insomnio.

– Sí.

– Estado hiperalerta.

– Justificadamente. Mucha gente parecía desear mi muerte.

– Síntomas físicos: fiebre, cefalea, mareos.

– No, no en exceso.

Volvió a reclinarse en el asiento. Casi habíamos terminado.

– Culpabilidad del superviviente -dictaminó en voz baja.

– Sí -contesté.

Sí, a todas horas.

Carrie Saunders salió de la consulta y regresó con dos tazas de café. Sacó varios sobres de azúcar y una tarrina de leche del bolsillo y los dejó en el escritorio.

– No hace falta que se lo diga, ¿verdad? -preguntó mientras se echaba tal cantidad de azúcar que la cucharilla habría podido mantenerse en posición vertical por sí sola.

– No, pero tampoco es usted la primera en intentarlo.

Tomé un sorbo de café. Era fuerte y amargo. Entendí por qué lo endulzaba tanto.

– ¿Y ahora cómo le va? -preguntó.

– Me las arreglo.

– ¿Sin tratamiento?

– Encontré una salida a mi rabia. Es permanente, y terapéutica.

– Da caza a otras personas. Y a veces las mata.

No contesté. Me limité a preguntar:

– ¿Dónde sirvió?

– En Bagdad. Era comandante, al comienzo estaba adscrita a la Fuerza Expedicionaria Caballo de Hierro del Campamento Bum, en Baquba.

– ¿El Campamento «Bum»?

– Porque había muchas explosiones. Ahora se llama Campamento Gabe, por un zapador, Dan Gabrielson, que resultó muerto en Baquba en 2003. Cuando llegué, no teníamos ni lo básico: ni tuberías, ni aire acondicionado, nada. Para cuando me fui, había CHEWS, agua corriente para las duchas y las letrinas, red eléctrica, y habían empezado a instruir a la Guardia Nacional Iraquí.