– ¿CHEWS? -pregunté. Tenía la impresión de estar escuchando a alguien hablar en pidgin.
– Unidades de vivienda prefabricadas. Para usted, cajas grandes.
– Debió de resultarle duro ser mujer soldado en un sitio así.
– Lo fue. Esta es una guerra nueva. Antes las mujeres soldado no vivían ni luchaban junto a los hombres, no como ocurre ahora. Eso ha conllevado sus propios problemas. En rigor, no podemos incorporarnos a unidades de combate, así que estamos «adscritas». A la hora de la verdad, luchamos y morimos como los hombres. Quizá no en igual cantidad, pero en Iraq y Afganistán han muerto unas cien mujeres, y centenares han sido heridas. Aun así, siguen llamándonos zorras y tortilleras y putas. Seguimos expuestas al acoso y las agresiones de nuestros propios hombres. Todavía nos aconsejan que paseemos de dos en dos en nuestras propias bases para evitar las violaciones. Pero no me arrepiento de haber servido a mi país, ni por un momento. Por eso estoy aquí: hay muchos soldados con los que aún se está en deuda.
– Ha dicho que empezó en el Campamento Bum. ¿Y después?
– Me trasladaron al Campamento Caballo de Guerra, y luego a Abu Ghraib como parte de la reestructuración de la prisión.
– ¿Puedo preguntarle, si no es indiscreción, cuáles eran sus responsabilidades?
– Al principio traté con los prisioneros. Queríamos información, y ellos, lógicamente, se mostraban hostiles, sobre todo después de lo ocurrido en la prisión al principio. Era necesario encontrar otras maneras de inducirlos a hablar.
– Cuando dice «otras maneras»…
– Ya habrá visto las fotografías: humillación, tortura…, simulada o no. Eso no benefició a nuestra causa. Aquellos idiotas que se rieron de eso en la radio no se hacían la menor idea del impacto que tuvo. Dio a los iraquíes una razón más para odiarnos, y lo pagaron los militares. Por culpa de Abu Ghraib murieron soldados norteamericanos.
– Sólo unas cuantas manzanas podridas.
– En Abu Ghraib no pasó nada que no contara con el visto bueno de los de arriba, a nivel general y en los detalles.
– Y entonces llegó usted con un enfoque nuevo.
– Yo, y otros. Nuestra máxima era muy sencilla: nada de tortura. Si se tortura a un hombre o una mujer, al cabo de un tiempo dirá exactamente lo que uno desea oír. Al final, lo único que quieren es que la tortura termine.
Debió de ver algo en mi rostro, porque dejó de hablar y me miró fijamente por encima del café.
– ¿Ha sufrido usted esa clase de agresión?
No contesté.
– Lo interpretaré como un «sí» -dijo-. Incluso una presión moderada, y con eso me refiero al dolor físico que no genera en uno el miedo a la muerte, deja huella. Desde mi punto de vista, una persona que ha padecido torturas no vuelve a ser la misma nunca más. Esa experiencia la despoja de una parte de sí, se la extirpa de raíz. Llámelo como quiera: paz de espíritu, dignidad. A veces me pregunto incluso si tiene nombre. En todo caso, ejerce un profundo efecto desestabilizador en la personalidad a corto plazo.
– ¿Y a largo plazo?
– Bueno, en su caso, ¿cuánto tiempo ha pasado?
– ¿Desde la última vez?
– ¿Le ha ocurrido más de una vez?
– Sí.
– Dios santo. Si tuviera ante mí a un soldado en su situación, me aseguraría de que se somete a terapia intensiva.
– Me tranquiliza saberlo. Volviendo a usted…
– Después de mi etapa en Abu Ghraib pasé a dedicarme a la asesoría psicológica y la terapia. Ya muy al principio quedó claro que los niveles de estrés traían problemas, y aumentaron cuando los militares instituyeron los periodos de servicios reiterados, los reenganches forzosos, y empezaron a incorporar a reservistas. Me integré en un equipo de salud mental que trabajaba en la Zona Verde, pero con responsabilidad concreta sobre dos bases de operaciones: Punta de Flecha y Caballo de Guerra.
– Punta de Flecha. Ahí tenía su base el Tercero de Infantería, ¿no?
– Algunas brigadas, sí.
– ¿Se topó alguna vez con alguien de una unidad Stryker cuando estaba allí?
Dejó la taza. Le cambió la expresión.
– ¿Para eso ha venido, para hablar de los hombres de Stryker C?
– Yo no he mencionado Stryker C.
– Ni falta que hace.
Esperó a que yo siguiera.
– Por lo que sé, tres miembros de Stryker C, todos conocidos entre sí, han muerto por su propia mano -dije-. Uno de ellos se llevó consigo a su mujer. Eso a mí me suena a clúster de suicidios, cosa que probablemente sea de su interés.
– Lo es.
– ¿Habló usted con alguno de esos hombres antes de morir?
– Hablé con todos ellos, pero con Damien Patchett de manera informal. El primero fue Brett Harlan. Acudía al Centro de Ayuda al Veterano de Bangor. También era drogadicto. Para él fue útil que el dispensario del programa de intercambio de jeringuillas estuviera al lado de un centro de veteranos.
No supe si hablaba en broma.
– ¿Qué le contó?
– Eso es confidencial.
– Está muerto. A él ya no le importa.
– Aun así, no voy a revelar el contenido de mis conversaciones con él, pero puede deducir claramente que padecía un trastorno de estrés postraumático, aunque…
Se interrumpió. Esperé.
– Experimentaba fenómenos auditivos -añadió, un poco a su pesar.
– Oía voces, pues.
– Eso no se corresponde con los criterios de diagnóstico del TEPT. Se acerca más a la esquizofrenia.
– ¿Investigó más?
– Él abandonó el tratamiento. Y luego murió.
– ¿El problema se desencadenó a raíz de algún suceso concreto?
Saunders desvió la mirada.
– Por lo que pude averiguar no fue nada concreto.
– ¿Qué quiere decir?
– Tenía pesadillas y le costaba dormir, pero era incapaz de relacionarlo con un hecho concreto. Es lo máximo que estoy dispuesta a decir.
– ¿Existía alguna señal de que pudiera llegar a asesinar a su mujer?
– Ninguna. ¿De verdad cree que nos habríamos quedado al margen si hubiésemos previsto ese riesgo? Vamos, por favor.
– ¿Es posible que el mismo estímulo indujera a los tres a actuar como actuaron?
– No sé bien si acabo de entenderlo.
– ¿Podría haber ocurrido algo en Iraq que los llevase a alguna forma de… trauma colectivo?
Contrajo los labios en un asomo de sonrisa.
– ¿Está inventándose términos psiquiátricos, señor Parker?
– Me ha parecido una manera bastante exacta de expresarlo. No se me ocurre ninguna otra.
– Bueno, como intento no está mal. Traté con Bernie Kramer dos veces, poco después de su regreso. Por entonces mostraba síntomas leves de estrés, similares a los de Brett Harlan, pero ninguno de ellos mencionó que hubieran sufrido en Iraq un hecho traumático común. Kramer se negó a seguir el tratamiento. A Damien Patchett lo vi brevemente después de la muerte de Bernie Kramer, como parte de mi investigación, y tampoco él habló de nada que pudiera corresponderse con lo que usted plantea.
– Su padre no comentó que estuviera en tratamiento.
– Eso es porque no lo estaba. Hablamos un rato después del funeral de Kramer, y posteriormente nos vimos una vez, pero hubo terapia formal. De hecho, habría dicho que Damien parecía muy bien adaptado, salvo por el insomnio.
– ¿Recetó fármacos a alguno de esos hombres?
– Forma parte de mi trabajo cuando es necesario. No me entusiasma medicar en exceso a los pacientes con problemas. Eso sólo sirve para enmascarar el dolor, sin afrontar el problema subyacente.
– Pero sí recetó fármacos.