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– Trazodona -contestó.

– ¿A Damien Patchett?

– No, sólo a Kramer y Harlan. A Damien le aconsejé que consultara con su médico si no dormía bien.

– Pero sus problemas no acababan ahí.

– Por lo visto, no. En el caso de Damien, es posible que la muerte de Kramer fuera el catalizador en la aparición de sus propias complicaciones. Para serle sincera, me sorprendió que Damien se quitara la vida. Pero en el funeral hablé con varios ex compañeros de Kramer, incluido Damien, y me ofrecí a proporcionarles asistencia psicológica si deseaban recibirla.

– ¿Con usted?

– Sí.

– Porque le habría venido bien para su investigación.

Saunders se enfadó por primera vez.

– No, porque les habría venido bien a ellos. Esto no es sólo un ejercicio académico, señor Parker. Se trata de salvar vidas.

– Con Stryker C no parece haber dado muy buen resultado -comenté. Estaba provocándola, y no sabía por qué. Sospeché que me sentía molesto conmigo mismo por haberme abierto a ella y ahora pretendía vengarme. Fuera cual fuese la razón, debía ponerle fin, cosa que precipitó ella levantándose e indicándome que nuestro tiempo había terminado. Me puse en pie, le di las gracias por la información y me volví para marcharme.

– Ah, una última cosa -dije, mientras ella empezaba a abrir carpetas en el escritorio para reanudar su trabajo.

– Sí -contestó sin alzar la mirada.

– ¿Asistió usted al funeral de Damien Patchett?

– Sí. Bueno, estuve en la iglesia. Habría ido también al cementerio pero no fui.

– ¿Me permite preguntarle por qué?

– Se me comunicó que no sería bien recibida.

– ¿Quién se lo comunicó?

– Eso no es asunto suyo.

– ¿Joel Tobias?

Se quedó inmóvil por un instante, pero enseguida siguió pasando las páginas.

– Adiós, señor Parker -se despidió-. Si quiere mi opinión profesional, aún le quedan muchos conflictos por resolver. Yo que usted hablaría con alguien de todo eso. Alguien que no sea yo -añadió.

– ¿Significa eso que no quiere incluirme en su investigación?

Esta vez sí alzó la mirada.

– Creo que ya sé lo suficiente sobre usted -respondió-. Cierre la puerta al salir, por favor.

22

Bobby Jandreau vivía aún en Bangor, a poco más de una hora al norte de Augusta, en una casa en lo alto de Palm Street, a un paso de Stillwater Avenue. Una vez más, Ángel y Louis me siguieron en todo momento, pero llegamos a casa de Jandreau sin percances. Desde fuera no parecía gran cosa: una sola planta, con la pintura levantada como piel enferma y una franja de césped que pronto quedaría invadida por las malas hierbas pero hacía lo posible por disimularlo. Lo mejor que podía decirse del exterior era que no despertaba ninguna expectativa que el interior no pudiera cumplir. Jandreau acudió a la puerta en su silla de ruedas. Vestía un pantalón de chándal gris, con las perneras pinzadas a la altura de los muslos, y una camiseta a juego, tan manchado lo uno como lo otro. Estaba echando tripa y la camiseta ni siquiera pretendía camuflarla. Llevaba el pelo casi rapado, pero estaba dejándose una barba descuidada. La casa olía a rancio: en la cocina, a sus espaldas, vi platos amontonados en el fregadero, y cajas de pizza tiradas en el suelo junto al cubo de la basura.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó.

Saqué mi licencia y me identifiqué. Él la cogió y la sostuvo en el regazo, fijando la mirada en ella igual que si examinara la fotografía de un niño desaparecido presentada por la policía, como si a fuerza de observarla al final fuera a recordar dónde había visto al chico. Al terminar, me la devolvió y dejó caer las manos entre los muslos, donde las vi retorcerse nerviosamente como animales pequeños luchando entre sí.

– ¿Lo envía ella?

– ¿Quién?

– Mel.

– No. -Habría deseado preguntarle por qué iba Mel a mandar a un detective privado a su casa, ya que no había percibido señal alguna de ese nivel de conflicto en mi conversación con ella, pero no era el momento, todavía no. Así pues, dije-: Quería hablar con usted sobre el tiempo que estuvo sirviendo en el ejército.

Esperé a que preguntara la razón, pero no lo hizo. Se limitó a retroceder con su silla y me invitó a pasar. Se advertía en él cierta cautela, quizá por la conciencia de su propia vulnerabilidad y el hecho de que, hasta el día de su muerte, estaba condenado a alzar la vista para mirar a los demás. Conservaba unos brazos fuertes y musculosos, y, cuando entramos en la sala de estar, vi un soporte con mancuernas al lado de la ventana. Siguió mi mirada y dijo:

– Las piernas ya no me sirven, pero no por eso voy a abandonar el resto de mi cuerpo. -No habló con hostilidad ni a la defensiva. Era una simple afirmación-. Con los brazos es fácil. Con el resto… -se dio una palmada en el vientre- no tanto.

Como no supe qué decir, no dije nada.

– ¿Quiere un refresco? No tengo nada más fuerte. He decidido que no me conviene tener a mano ciertas tentaciones.

– No me apetece nada. ¿Le importa que me siente?

Señaló una silla. Vi que, en cuanto al interior, mi primera impresión había sido errónea, o al menos injusta. La sala estaba limpia, aunque un poco polvorienta. Había libros -sobre todo de ciencia ficción, pero también de historia, relacionados en su mayoría con Vietnam y la segunda guerra mundial, por lo que pude ver, y algunos sobre mitología sumeria y babilónica-, y tenía allí la prensa del día, el Bangor Daily News y el Boston Globe. Pero advertí una mancha en la moqueta, donde recientemente se había derramado algo y luego no había quedado del todo limpio, y otra en la pared y el suelo entre la sala de estar y la cocina. Me dio la impresión de que Jandreau se esforzaba por mantener las cosas en orden, pero un hombre en silla de ruedas tenía sus limitaciones en cuanto a lo que pudiera hacer con una mancha en la moqueta, a menos que volcara la silla.

Jandreau me observaba atentamente, calibrando mis reacciones a su espacio vital.

– Mi madre viene un par de veces por semana para ayudarme con las cosas que yo no puedo hacer. Estaría aquí a diario si la dejara, pero no hace más que dar la lata. Ya sabe cómo son las madres.

Asentí con la cabeza.

– ¿Qué pasó con Mel?

– ¿La conoce?

No quería decirle que había hablado con ella sin preparar antes el terreno.

– Leí la entrevista que le hicieron a usted en el periódico el año pasado. Allí vi la foto de Mel.

– Se marchó.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Porque fui un gilipollas. Porque ella no pudo aceptar esto. -Se dio unas palmadas en las piernas, y luego rectificó-: Mejor dicho, porque yo no pude aceptarlo.

– ¿Por qué habría ella de contratar a un detective?

– ¿Cómo?

– Me ha preguntado si me enviaba Mel. Sólo sentía curiosidad por saber qué lo ha llevado a pensar eso.

– Tuvimos una discusión antes de irse, una discrepancia por dinero, por la propiedad de ciertas cosas. He pensado que quizá lo había contratado para llevar eso más lejos.

Mel había mencionado algo a ese respecto al hablar conmigo. La casa estaba a nombre de los dos, pero ella todavía no había buscado asesoría legal en cuanto a su situación. La ruptura era reciente, y aún albergaba esperanzas de reconciliación. Así y todo, algo en el tono de Jandreau delató que mentía, como si sus preocupaciones no se redujeran a una cuestión doméstica.

– ¿Y me ha creído cuando le he dicho que no me enviaba ella?

– Sí, supongo. No parece usted la clase de hombre que intentaría dar una paliza a un lisiado. Y si lo fuera, en fin…

Movió la mano derecha con gran rapidez. El arma era una Beretta, oculta en una funda improvisada sujeta a la parte inferior de la silla. La sostuvo en alto durante unos segundos, apuntada al techo, y la devolvió a su escondrijo.