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Aceptó una taza de café de Tara mientras se despojaba de la cazadora y la colgaba cerca de la vieja estufa de gas. Tara, discretamente, se fue a ayudar a su padre en la cocina para dejarnos solos a Bennett y a mí.

– Charlie -dijo él a la vez que me estrechaba la mano.

– ¿Cómo le va, señor Patchett? -pregunté. Se me hizo raro hablarle de usted. Me sentí como si tuviera diez años, pero con hombres como él uno esperaba que le dieran permiso antes de tomarse ciertas confianzas en el tratamiento. Me constaba que todos sus empleados lo llamaban «señor Patchett». Para algunos de ellos tal vez fuese una figura paterna, pero era su jefe, y le mostraban el debido respeto.

– Puedes tutearme, hijo. Cuanto menos formal sea esto, mejor. Creo que nunca había hablado con un detective privado, salvo contigo, y únicamente cuando venías a comer a mi establecimiento. Aparte de eso, sólo los he visto en la televisión y el cine. Además, para serte sincero, tu reputación me pone un poco nervioso.

Me examinó, y vi que por un momento posaba la mirada en la cicatriz de mi cuello. Una bala me había herido ahí el año anterior, de refilón pero a profundidad suficiente para dejar una marca indeleble. Al parecer, de un tiempo a esa parte venía acumulando no pocos costurones y señales. Cuando muriese, podrían exhibirme en una vitrina como ejemplo disuasorio para otros que acaso sintieran la tentación de seguir una trayectoria de palizas, balazos y electrocuciones similar a la mía. Aunque, claro está, quizá todo eso hubiera sido simple cuestión de mala suerte. O de buena, según se mirase.

– No te creas todo lo que oigas -dije.

– No me lo creo, y aun así me preocupas.

Me encogí de hombros. En su rostro se advertía una sonrisa irónica.

– Pero no tiene sentido andarse con dudas -prosiguió- Quiero darte las gracias por dedicarme tu tiempo. Seguramente eres un hombre ocupado.

No lo era, pero fue una gentileza por su parte insinuar que tal vez lo fuese. Desde que me devolvieron la licencia a principios de año, tras ciertos malentendidos con la policía estatal de Maine, llevaba una vida más bien tranquila. Había hecho algún que otro trabajo para las compañías de seguros, encargos aburridos que en general no requerían mayor esfuerzo que permanecer sentado en un coche y pasar las hojas de un libro en espera de que un cretino con supuestas lesiones derivadas de su actividad laboral empezara a levantar piedras pesadas en su jardín. Pero el trabajo para las compañías de seguros, con la economía tal como estaba, era escaso. La mayoría de los detectives privados del estado sobrevivían a duras penas, y yo me había visto obligado a aceptar cualquier encargo, incluidos algunos tras los cuales me entraban ganas de bañarme en lejía. Había seguido a un tal Harry Milner mientras se trajinaba a tres mujeres distintas a lo largo de una semana en diversos moteles y apartamentos, manteniendo a la vez un empleo estable y llevando a sus hijos a los entrenamientos de béisbol. Su esposa sospechaba que tenía un lío, pero, como no es de extrañar, se llevó un verdadero chasco al enterarse de que el marido estaba envuelto en la clase de enredo sexual de amplio alcance relacionado normalmente con el vodevil francés. Con todo, la capacidad que tenía Harry para administrar el tiempo era casi admirable, como lo eran también sus niveles de energía. Milner tenía sólo un par de años más que yo, y si yo hubiese intentado mantener a cuatro mujeres satisfechas todas las semanas, habría muerto de enfermedad coronaria, probablemente mientras me daba un baño de hielo para reducir la hinchazón. Y aun así ése fue el encargo mejor remunerado que recibí en una temporada, y ahora volvía a trabajar tras la barra del Great Lost Bear en Forest Avenue un par de días al mes, más que nada para pasar el rato.

– No estoy tan ocupado como podría pensarse -contesté.

– Entonces tendrás tiempo para escucharme hasta el final, supongo.

Asentí, y dije:

– Antes de empezar, me gustaría decirte que lo sentí mucho al saber lo de Damien.

Yo no conocí a Damien Patchett más de lo que conocía a su padre, ni hice el menor esfuerzo por asistir al funeral. Los periódicos trataron el tema con discreción, pero todo el mundo sabía cómo murió Damien Patchett. Fue la guerra, sostenían algunos. Sólo en apariencia se quitó la vida él mismo. En realidad lo mató Iraq. Bennett contrajo el rostro en una expresión de dolor.

– Gracias. En cierto modo, como quizás hayas imaginado, es la razón por la que estamos aquí. Se me hace un poco raro plantearte esto a ti. Ya me entiendes, por las cosas a las que te dedicas: en comparación con los hombres a los que has perseguido y matado, lo que yo tengo que ofrecerte igual te resulta un tanto aburrido.

Estuve tentado de contarle mis experiencias ante la habitación de un motel mientras, dentro, la gente participaba en actos sexuales ilícitos; o sentado en un coche durante horas con una cámara en el salpicadero esperando a que alguien se agachara de repente a levantar piedras.

– A veces lo aburrido viene bien, para variar.

– Ya, en eso te creo -convino Patchett.

Posó la mirada en el periódico desplegado ante mí y torció de nuevo el gesto. «Sally Cleaver», pensé. «Maldita sea, debería haber apartado el diario antes de llegar Bennett.»

Sally Cleaver trabajaba en la cafetería Downs cuando murió.

Tomó un sorbo de café y no volvió a hablar durante al menos tres minutos. La gente como Bennett Patchett no llegaba a aquella edad con una salud casi intacta por haberse andado con prisas. Funcionaban al ritmo de Maine, y si uno tenía que tratar con ellos, cuanto antes aprendiese a adaptar el reloj al de ellos, tanto mejor.

– Trabaja para mí cierta camarera -dijo por fin-, una buena chica. Puede que recuerdes a su madre, una tal Katie Emory.

Katie Emory había estudiado conmigo en el instituto de Scarborough, si bien nos movíamos en círculos distintos. Era una de esas chicas a quienes les gustaban los deportistas, y a mí no me interesaban mucho ni los deportistas ni las chicas que los rondaban. Cuando regresé a Scarborough en la adolescencia, tras la muerte de mi padre, no estaba de humor para andar en compañía de nadie, y solía ir a la mía. Todos los chicos del pueblo habían formado pandillas muy estables, y aunque uno quisiera, no era fácil introducirse en ellas. Al final entablé algunas amistades y en general no irrité a demasiada gente. Aunque yo sí me acordaba de Katie, dudo que ella se hubiese acordado de mí, al menos en circunstancias normales. Pero mi nombre había saltado a la prensa más de una vez en el transcurso de los años, y quizás ella, y otros como ella, lo leyeron y se acordaron del muchacho que había llegado a Scarborough para estudiar los dos últimos cursos de secundaria, arrastrando ciertas historias acerca de su padre policía, un policía que había matado a dos adolescentes antes de quitarse él mismo la vida.

– ¿Cómo le va?

– Vive en algún pueblo de la Aerolínea, más al norte. -La Aerolínea era el nombre que los lugareños daban a la carretera Estatal 9, que iba de Brewer a Calais-. Se ha casado tres veces. Ahora se ha juntado con un músico.

– ¿De verdad? Yo apenas la conocía.

– Mejor. Ahora podrías ser tú quien se hubiese juntado con ella.

– No es mala idea. Era guapa.

– Tampoco ahora es una mujer fea, supongo -afirmó Bennett-. Un poco más ancha de cintura de lo que quizá tú recuerdes, pero quien tuvo, retuvo. Y la hija ha salido a ella.

– ¿Cómo se llama, la hija?