Bacci, por su parte, era un matón calvo que sólo quería su dinero, y tenía suerte de que Tobias no le hubiera roto aún la crisma por las miradas que lanzaba a Karen Emory.
«Somos una gran familia feliz», pensó Mallak, «y cuanto antes se acabe esto, mejor.»
– Bien -dijo Tobias-. En marcha.
Mientras tanto, dos hombres viajaban hacia el norte en un sedán marrón anónimo, acercándose lentamente a Bangor, tras dejar atrás Lewiston, Augusta y Waterville. Uno de ellos, el acompañante, llevaba un ordenador en el regazo. De vez en cuando recargaba el mapa en la pantalla, pero el punto parpadeante no se movía.
– ¿Eso aún funciona? -preguntó Twizell.
– Parece que sí -contestó Greenham. Mantenía la mirada en el punto parpadeante. Permanecía cerca del cruce de Palm y Stillwater, no muy lejos de la casa de Bobby Jandreau-. Tenemos un blanco fijo -confirmó, y Twizell dejó escapar un gruñido de satisfacción.
Mientras Greenham y Twizell pasaban por Lewiston, Rojas, todavía un tanto aturdido por el anestésico dental administrado recientemente, y ya con dolor en la boca, se hallaba sentado ante una mesa tallando la placa de roble rojo que emplearía como pedestal para los intrincados sellos. Los tenía al lado sobre un paño negro mientras trabajaba, sintiendo su reconfortante presencia, un recordatorio del potencial de belleza que existía en este mundo.
Y Herodes conducía hacia el norte, cada vez más cerca de Rojas, agradeciendo la ausencia del Capitán, agradeciendo que de momento su dolor fuera tolerable. Y mientras él avanzaba, otro se aproximaba a él.
Porque también el Coleccionista estaba en camino.
Tercera parte
P: ¿A qué disparaba?
R: Al enemigo, señor.
P: ¿A la gente?
R: Al enemigo, señor.
P: ¿No eran siquiera seres humanos?
R: Sí, señor.
P: ¿Eran hombres?
R: No lo sé, señor…
Testimonio del teniente William Calley, consejo de guerra por la matanza de My Lai, 1970
23
Yo apenas conocía los lagos de Rangeley, la zona del estado de Maine al noroeste de Portland, colindante por el este con New Hampshire y justo al sur de la frontera canadiense. Tenía fama de paraíso para los deportistas, fama que le venía ya del siglo XIX. Nunca había encontrado grandes motivos para viajar allí, aunque recordaba vagamente haber pasado por la región de niño, con mis padres en los asientos delanteros del querido LeSabre de mi padre, de camino a algún otro sitio, Canadá, tal vez, porque no imagino a mi padre yéndose tan lejos sólo para visitar el este de New Hampshire. Por alguna razón que nunca acabé de entender, siempre receló de New Hampshire, pero de eso hace mucho tiempo, y mis padres ya no están aquí para preguntárselo.
No obstante, guardaba otro recuerdo nítido de Rangeley, y procedía de un tal Phineas Arbogast, que fue amigo de mi abuelo y a veces cazaba en los bosques de Rangeley, donde su familia tenía una cabaña y, por lo visto, siempre la había tenido, ya que Phineas Arbogast poseía hondas raíces en Maine, y probablemente sus orígenes se remontaban hasta los nómadas que pasaron a Norteamérica desde Asia once mil años antes por el brazo de tierra convertido ahora en las islas Aleutianas, o se remontaban como mínimo a un peregrino empecinado que había huido al norte para escapar de los peores rigores del puritanismo. De niño, su manera de hablar me resultaba casi ininteligible, porque Phineas habría podido representar a su país en un concurso de arrastrar las palabras. Habría sido capaz de alargar incluso una palabra sin ninguna vocal que alargar. Habría sido capaz de hacerlo Hasta en polaco.
Mi abuelo apreciaba a Phineas, un hombre que, si conseguías obligarlo a sentarse y llegabas a comprenderlo, era un pozo de conocimientos históricos y geográficos. Cuando envejeció, parte de ese saber, inevitablemente, empezó a escapar de su cerebro, e intentó plasmarlo en un libro antes de que se le escurriera entre los dedos, pero no tuvo paciencia para completar la obra. Él pertenecía a una tradición más antigua, una tradición oraclass="underline" contaba sus historias en voz alta para que otros a su vez las recordaran y las transmitieran, pero al final los únicos que lo escuchaban eran personas casi tan viejas como él. Los jóvenes no querían oír las historias de Phineas, no en esa época, y para cuando ciertos estudiosos de una universidad acudieron en busca de gente como él con la intención de consignar sus relatos, Phineas contaba esas historias a sus vecinos ya entrada la noche en el camposanto.
Así que el recuerdo que conservo es de Phineas y mi abuelo sentados junto a la lumbre: Phineas hablando, mi abuelo escuchando. Por entonces mi padre ya había muerto, y esa noche mi madre había salido, así que estábamos los tres solos, al calor de los leños invernales. Mi abuelo había preguntado a Phineas por qué ya no iba tanto a su cabaña, y Phineas tardó un momento en contestar. No era su pausa habitual, unos segundos para tomar aire y ordenar sus pensamientos antes de iniciar un tortuoso camino plagado de anécdotas. No, esa vez su silencio traslucía incertidumbre y -¿era posible?- reticencia a seguir adelante. Así que mi abuelo esperó, con curiosidad, y también yo, hasta que al final Phineas Arbogast nos contó por qué ya no iba a la cabaña en el bosque cerca de Rangeley.
Un día estaba cazando ardillas con su perra, Misty, una mestiza cuya ascendencia era tan compleja como la de algunas familias reales y que, como correspondía, se comportaba igual que una princesa bastarda. Phineas no les sacaba ningún provecho a las ardillas que mataba: simplemente era un animal que no le gustaba. Misty, como de costumbre, se le adelantó a todo correr, y al cabo de un rato Phineas ya no la veía ni oía. La llamó con un silbido, pero no regresó, y Misty, pese a darse tantos humos, era una perra obediente. Por tanto, Phineas fue en su busca, adentrándose más y más en el bosque y alejándose más y más de su cabaña. Empezó a oscurecer, y él siguió buscando, porque no estaba dispuesto a dejarla allí sola. La llamó por su nombre, una y otra vez, sin obtener respuesta. Comenzó a temerse que un oso la hubiera atacado, o un lince o un gato montés, hasta que al final le pareció oír los gemidos de Misty, y se dejó guiar por el sonido, alegrándose de conservar aún casi intactos, a sus setenta y tres años, el oído y la vista.
Llegó a un claro y allí estaba Misty, apenas visible con la luna ya en el cielo. Unas zarzas se le habían enredado en las patas y el hocico y, al forcejear para zafarse, se había quedado atrapada de tal modo que lo único que podía hacer era gemir débilmente. Phineas desenvainó su cuchillo, y se disponía a liberarla cuando advirtió un movimiento a su derecha y enfocó en esa dirección con la linterna.
De pie al borde del claro había una niña de unos seis o siete años. Tenía la piel muy pálida y el cabello oscuro. Llevaba un vestido negro de tela tosca y unos sencillos zapatos negros. No parpadeó ante el potente haz de la linterna, ni levantó las manos para protegerse los ojos. De hecho, pensó Phineas, daba la impresión de que fuera por completo indiferente a la luz; era como si su piel la absorbiese, ya que parecía emitir un resplandor blanquecino desde dentro.
– ¿Qué haces tú aquí, pequeña? -preguntó Phineas.
– Me he perdido -contestó la niña-. Ayúdame.