Tenía una voz extraña, como si hablara desde el interior de una cueva, o del tronco hueco de un árbol. Resonaba, y no tenía por qué.
Phineas dio un paso hacia la niña, quitándose ya el abrigo para cubrirle los hombros, y de pronto advirtió que Misty tironeaba otra vez de las zarzas, ahora con el rabo entre las patas. Era evidente que el esfuerzo le causaba dolor, y aun así estaba decidida a zafarse. Cuando el nuevo intento tampoco dio fruto, se volvió hacia la niña y gruñó. Phineas vio el temblor de la perra a la luz de la luna, y el pelo erizado en su cuello. Cuando miró atrás, la niña había retrocedido medio metro adentrándose en el bosque.
– Ayúdame -repitió-. Me he perdido, y estoy sola.
Ahora Phineas recelaba, aunque no habría sabido decir por qué, como no fuera por la palidez de la pequeña y el efecto que su presencia tenía en la perra. Aun así, fue hacia ella y ella se alejó un poco más, hasta que al final el claro quedó ya a espaldas de Phineas y ante él estaba sólo el bosque, el bosque y la forma imprecisa de la niña entre los árboles. Phineas bajó la linterna, pero la niña no se desvaneció entre las sombras del bosque, sino que siguió irradiando una leve luminiscencia, y aunque Phineas veía el vaho de su propio aliento ante sí, la niña no exhalaba un vaho parecido, ni siquiera cuando volvió a hablar.
– Por favor, estoy sola y tengo miedo -dijo-. Ven conmigo.
Levantó la mano para indicarle con señas que se acercara, y él vio la mugre bajo sus uñas, como si hubiera salido escarbando de un lugar oscuro, un escondrijo de tierra, gusanos y bichos que correteaban.
– No, pequeña -dijo Phineas-. Creo que no voy a ir a ningún sitio contigo.
Sin apartar la mirada de ella, retrocedió hasta hallarse junto a Misty, se agachó y empezó a cortar las zarzas a cuchilladas. Los tallos se resistían a desprenderse y eran pegajosos al tacto. Incluso mientras los segaba le pareció sentir que otros empezaban a enrollarse alrededor de sus botas, pero más tarde se dijo que probablemente la cabeza le estaba jugando una mala pasada, como si ese pequeño detalle pudiera explicar aquella mala pasada mucho mayor de la niña resplandeciente en la espesura del bosque, pidiendo a un viejo que se reuniera con ella bajo su enramada. Percibió la ira de la pequeña y su frustración, y sí, su tristeza, porque en efecto estaba sola, y en efecto estaba asustada, pero no quería que la salvaran. Quería infligir su soledad y su miedo a otro, y Phineas no sabía qué sería peor: morir en el bosque sin más compañía que la niña, hasta que finalmente el mundo ennegreciera; o morir y luego, al despertar, descubrir que era como ella, que vagaba entre los árboles buscando a otros con quienes compartir su sufrimiento.
Al final, Misty quedó libre. La perra huyó como una exhalación y al cabo de un momento se detuvo para asegurarse de que su amo la seguía, porque ni siquiera en el alivio de verse libre quiso abandonarlo allí, como él no la había abandonado a ella. Poco a poco, Phineas fue tras Misty, sin apartar la mirada de la niña, permaneciendo atento a ella el mayor tiempo posible, hasta que ya no la veía y se encontraba de nuevo en terreno conocido.
Y por eso Phineas Arbogast dejó de ir a su cabaña en los bosques de Rangeley, donde quizás aún podían verse sus ruinas en algún lugar entre Rangeley y Langdon, rodeadas ya de zarzas mientras la naturaleza se apropiaba de ella.
La naturaleza, y una niña de piel pálida y luminosa, que en vano buscaba a un compañero de juegos.
Yo todavía conservaba una edición antigua de un folleto que me dio Phineas. Se titulaba Maine te invita y era una publicación del Departamento de Promoción Turística de Maine, aparecida a finales de los años treinta o principios de los cuarenta, ya que la carta de salutación en la cara interior de la cubierta era del gobernador Lewis O. Barrows, que ocupó el cargo desde 1937 hasta 1941. Barrows era un republicano de la vieja escuela, uno de esos ante los que sus descendientes más recalcitrantes habrían cambiado de acera para no cruzarse con éclass="underline" ajustó el presupuesto, mejoró la financiación del sistema escolar público y reinstauró las pensiones de jubilación, a la vez que redujo el déficit. Rush Limbaugh lo habría calificado de socialista.
El folleto era un conmovedor homenaje a unos tiempos lejanos en que era posible alquilar una cabaña de categoría alta por treinta dólares semanales, y cenar pollo por un dólar. La mayoría de los lugares que se mencionaban ya habían desaparecido -el hotel Lafayette de Portland, el Willows y el Checkley en Prouts Neck-, y los autores encontraban algo agradable que decir casi de cualquier sitio, incluso de aquellos pueblos donde ni siquiera los propios habitantes entendían por qué se quedaban allí, y menos aún por qué alguien de fuera iba a querer viajar allí durante las vacaciones.
Dedicaba una página completa a Langdon, una localidad a medio camino entre Rangeley y Stratton, y era interesante observar cuántas veces aparecía el nombre de Proctor en los anuncios: entre otros, estaban el Centro de Acampada Proctor, y la Cafetería Bald Mountain, de E. y A. Proctor, y el excelente restaurante Lakeview de R H. Proctor. Saltaba a la vista que por aquel entonces los Proctor eran los amos de Langdon, y el pueblo tenía suficiente gancho turístico -o eso pensaban los Proctor- para justificar varios anuncios muy visibles, cada uno adornado con una fotografía del establecimiento en cuestión.
El encanto que en su día hubiese podido tener Langdon para los visitantes, fuera cual fuese, ya no estaba presente, eso si no había sido de buen principio una fantasía fruto de las ambiciones de los Proctor. En la actualidad no era más que una calle con casas decrépitas y comercios en franco declive, más cerca de la frontera con New Hampshire que de la canadiense, pero de fácil acceso desde uno y otro lado. La cafetería Bald Mountain seguía en pie, pero daba la impresión de que no hubiese servido una comida al menos en una década. En la única tienda del pueblo, un cartel anunciaba que estaba cerrada por defunción y volvería a abrir al cabo de una semana. El letrero tenía fecha del 10 de octubre de 2005, lo que inducía a pensar en la clase de periodo de duelo reservado normalmente a la muerte de los reyes. Aparte de eso, había una peluquería, un taxidermista y un bar llamado Belle Dam, nombre que podía ser un ingenioso juego de palabras refiriéndose a las presas, dams, de Rangeley o, como parecía más probable al verlo de cerca, el resultado de la pérdida de la letra «e» al final de «dame». En las calles no se veía un alma, aunque había un par de coches aparcados. Irónicamente, sólo en el establecimiento de taxidermia se advertían señales de vida. La puerta estaba abierta, y un hombre que vestía un mono salió a observarme mientras yo tomaba conciencia de la vitalidad urbana de Langdon, calculé unos sesenta años o más, pero quizás era mayor y mantenía a raya los estragos de la edad, gracias acaso a las sustancias conservantes con que trabajaba.
– Esto está muy tranquilo -dije.
– Puede ser -contestó a la manera de alguien que no estaba del todo convencido de que así fuera, y al que, no obstante, si se diera el caso, ya le parecía bien.
Volví a mirar alrededor. A mi modo de ver, no cabía discusión alguna, pero tal vez él sabía algo que yo ignoraba sobre lo que ocurría detrás de todas aquellas puertas cerradas.
– Hace más calor que en un infierno metodista -añadió.
Tenía razón. Mientras estaba en el coche no me había dado cuenta, pero empecé a sudar nada más bajarme. El taxidermista, por su parte, más que sudar se cocía en su propio jugo. Una nube de diminutos mosquitos flotaba en torno a nosotros.
– ¿No se llamará usted Proctor por casualidad? -pregunté.
– No, yo soy Stunden.
– ¿Me permite que le haga unas preguntas, señor Stunden?