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– Ya ha empezado a hacérmelas, por lo que se ve.

Esbozaba una sonrisa sesgada, pero sin la menor malevolencia. Se limitaba a romper la monotonía de la vida cotidiana en Langdon. Se apartó del marco de la puerta y me indicó con la cabeza que lo siguiera al interior. Dentro estaba a oscuras. Dispuestas en el suelo o colgadas de las viejas vigas había cornamentas, etiquetadas y numeradas. Una lubina negra recién disecada y montada en su soporte descansaba en lo alto de una nevera, y a la derecha se alzaban estanterías repletas de tarros de productos químicos, pintura y ojos de cristal de diversas clases. En un lado de la nevera se había coagulado un hilo de sangre, que más tarde había corroído el metal. Dominaba la sala un banco de trabajo de acero sobre el que en ese momento había una piel de ciervo y una desolladora de hoja redonda. La carne desechada se amontonaba en el suelo bajo el banco. Vi que conocía su oficio: ponía especial cuidado en limpiar el cuero hasta la dermis, sin dejar el menor residuo de grasa que pudiera convertirse en ácido, con lo que después podía oler mal el cuero o caerse el pelo. Cerca tenía un maniquí de la cabeza de un ciervo hecho con gomaespuma, esperando a que le revistieran la piel. Todo olía a carne muerta. No pude evitar fruncir la nariz.

– Perdone por el olor -se disculpó-. Yo ya ni lo noto. Hablaría con usted en la calle, pero tengo que acabar esta piel de ciervo, y además estoy trabajando en un par de patos para la misma persona.

Señaló dos recipientes transparentes de maíz molido, donde dejaba los patos a desengrasar.

– Es imposible descamar la piel de un pato -explicó-. No resistiría.

Como jamás había sentido el menor deseo de descamar un pato, me limité a comentar que aún no era temporada de caza.

– El ciervo murió de muerte natural -contestó Stunden-. Tropezó y cayó encima de una bala.

– ¿Y los patos?

– Se ahogaron.

Mientras trabajaba con la descarnadora, empezó a sudar aún más.

– Parece una tarea pesada -observé.

Stunden se encogió de hombros.

– El ciervo se las trae. Las aves acuáticas no tanto. Puedo dejar listo un pato en un par de horas, e incluso dar rienda suelta a mi lado artístico. Hay que tener cuidado con los colores, o no queda bien. Me embolsaré quinientos dólares por ésos. Y me consta que el tipo pagará, cosa que no siempre pasa. Corren tiempos difíciles. Ahora exijo una paga y señal; antes no hacía falta.

Siguió descarnando la piel del ciervo. El sonido resultaba un tanto desagradable.

– ¿Y qué le trae por Langdon?

– Busco a un tal Harold Proctor.

– ¿Está metido en algún problema?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Sin ánimo de faltarle al respeto, pero tiene usted todo el aspecto de esos hombres que sólo aparecen cuando hay problemas.

– Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.

– Eso no contesta a mi pregunta. ¿Está Harold metido en algún problema?

– Podría ser, pero no por mí.

– ¿Le ha llovido algún dinero?

– Se lo repito: podría ser, pero no por mí.

Stunden apartó la vista de su trabajo.

– Vive en las afueras, al lado del motel de la familia, más o menos a un kilómetro y medio en dirección oeste. Pero si no conoce la carretera, es como encontrar una aguja en un pajar.

– ¿El motel sigue en activo?

– Aquí lo único que sigue en activo soy yo, y no sé si podré decirlo durante mucho tiempo. El motel lleva cerrado diez años o más. Antes era un centro de acampada, pero los moteles parecían estar a la orden del día, o eso pensaron los Proctor. Era de los padres de Harold, pero murieron y el motel se cerró. De todos modos, nunca dio mucho dinero. Para un motel, está mal situado, allí perdido en el monte. Harold es el último Proctor. Cuesta creerlo. Antes eran dueños de medio pueblo, y la otra mitad les pagaba arriendos, pero no se reproducían mucho, los Proctor; ni eran muy guapos, ahora que lo pienso, cosa que tal vez tuviera algo que ver. Las Proctor eran tirando a feas, me parece recordar.

– ¿Y los hombres?

– Verá, yo no me fijaba en los hombres, así que no puedo decírselo. -Le chispearon los ojos en la penumbra, e imaginé que el señor Stunden acaso habría sido todo un rompecorazones en sus tiempos si hubiese habido allí alguna fémina con quien poner a prueba sus encantos aparte de esas mujeres feas de la familia Proctor-. Cuando empezaron a morir, el pueblo murió con ellos. Ahora vamos tirando con el turismo con el que Rangeley no da abasto, lo que no es gran cosa.

Esperé mientras acababa de trabajar con el cuero. Apagó la descarnadora y se limpió la grasa de las manos con jabón lavavajillas.

– Debo advertirle que Harold no es muy sociable -dijo-. Nunca ha sido lo que podría decirse extrovertido, pero volvió tocado de Iraq, de la primera guerra, no de ésta. En general vive allí muy aislado. De vez en cuando me cruzo con él por la carretera, y los domingos lo veo en el Our Lady of the Lakes, en Oquossoc, pero eso es todo. Ahora lo máximo que consigo arrancarle es un gesto con la cabeza. Como le he dicho, nunca ha sido precisamente cordial, pero hasta hace no mucho siempre saludaba y hacía algún comentario sobre el tiempo. Venía al Belle Dam y, si estaba de humor, hablábamos. -Lo pronunció «bel deim»-. Por si lo dudaba, yo soy también el dueño de ese bar. Durante la temporada de caza me saco unos pavos. El resto del año no es más que una ocupación para entretenerme por las noches.

– ¿Le ha hablado alguna vez de su época en Iraq?

– Por lo general prefería beber solo. Se compraba la bebida en New Hampshire o al otro lado de la frontera canadiense y se la llevaba a su casa, pero una vez por semana salía del bosque y se relajaba un poco. Él odia aquello. Decía que se pasaba la mayor parte del tiempo aburrido o cagado de miedo. Pero, le diré… -Se interrumpió, y siguió secándose las manos a la vez que me evaluaba con la mirada-. ¿Por qué no me cuenta a qué se debe su interés por Harold antes de que siga adelante?

– Da la impresión de que lo protege.

– Éste es un pueblo pequeño, si es que llega a pueblo. Si no nos cuidamos entre nosotros, ¿quién va a hacerlo?

– Y sin embargo Harold le preocupa lo suficiente como para hablar de él con un desconocido.

– ¿Quién ha dicho que estoy preocupado?

– De lo contrario no estaría usted hablando conmigo, y lo veo en sus ojos. Ya se lo he dicho: no pretendo hacerle daño. Por si le interesa saberlo, trabajo para el padre de un ex soldado que sirvió en Iraq esta última vez. Su hijo se suicidó después de volver a casa. Según parece, el comportamiento del chico había cambiado las semanas previas a su muerte, y su padre quiere saber a qué podría deberse. Harold conocía un poco al chico, creo, porque asistió al entierro. Sólo quería hacerle unas preguntas.

Stunden movió la cabeza con pesar.

– Ésa es una carga difícil de sobrellevar. ¿Tiene usted hijos?

Ante esa pregunta siempre tardaba un poco en contestar. «Sí, tengo una hija. Y en su día tuve otra.»

– Una niña -respondí.

– Yo tengo dos chicos, de catorce y diecisiete años. -Debió de advertir algo en mi expresión, porque aclaró-: Me casé ya mayor. Demasiado mayor, creo. Ya era un hombre de costumbres fijas, y nunca conseguí perder el interés por las chicas. Ahora mis hijos viven con su madre en Skowhegan. Yo no querría que se alistaran en el ejército. Si uno de mis hijos quisiera alistarse, le haría saber lo que opino al respecto, pero no intentaría impedírselo. Aun así, si tuviera un hijo en Iraq o Afganistán, me pasaría todas las horas del día rezando por él. Creo que me costaría algunos de los años que me quedan de vida.

Se apoyó en el banco de trabajo.

– Como le he dicho, Harold cambió -continuó-. No es sólo a causa de la guerra y su herida. Creo que está enfermo, por dentro. -Se tocó la sien para que no me llevara a engaño en cuanto al carácter de los trastornos de Proctor-. La última vez que entró en el bar, y de eso hará un par de semanas, lo noté distinto, como si no durmiera bien. Habría dicho que estaba asustado. Tan evidente era que no pude evitar preguntarle qué le pasaba.