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– ¿Y qué dijo?

– Para entonces ya llevaba unas cuantas copas encima, y eso incluso antes de entrar en el Dame, pero me dijo que le rondaban fantasmas. -Dejó flotar la palabra en el aire por un momento, esperando a que la carne muerta y las pieles viejas la cubriesen y le diesen forma-. Dijo que oía voces, que no le dejaban dormir. Le aconsejé que fuera a ver a un médico militar, que a lo mejor tenía eso del estrés postraumático, o como se llame.

– ¿Qué le decían esas voces?

– No las entendía. No le hablaban en inglés. Fue entonces cuando me quedó claro que tenía que ver con algo que le pasó allí. Hablamos del tema un poco más, y dijo que quizá se pusiera en contacto con alguien.

– ¿Y lo hizo?

– No lo sé. Esa fue la última vez que entró en el bar. Pero me quedé preocupado, y al cabo de una semana me acerqué a su casa para ver cómo andaba. Había un coche aparcado frente a su cabaña, así que deduje que tenía visita y decidí no molestarlo. Cuando echaba marcha atrás cuesta abajo, se abrió la puerta de la cabaña y salieron cuatro hombres. Harold era uno de ellos. No reconocí a los otros tres. Se limitaron a verme marchar. Pero más tarde esos tres vinieron aquí y se plantaron donde está usted ahora. Me preguntaron qué hacía en casa de Harold. El negro, el que más habló, fue muy correcto, pero me di cuenta de que no le gustaba que yo me hubiese presentado allí. Les dije la verdad: que era amigo de Harold y estaba preocupado por él, que últimamente no parecía el mismo. Me dio la impresión de que le bastaba con eso. Me explicó que eran viejos compañeros de Harold del ejército, y que a Harold no le pasaba nada.

– ¿No vio ninguna razón para dudar de su palabra?

– Eran militares, de eso no cabía duda. Tenían el porte. Uno cojeaba un poco y le faltaba algún dedo. -Stunden levantó la mano izquierda-. Pensé que era una herida de guerra.

Joel Tobias.

– ¿Y el tercero?

– No dijo gran cosa. Un hombre grande, calvo. No me gustó nada.

Ése era Bacci, pensé, recordando la fotografía anotada de Ronald Straydeer. A Karen Emory tampoco le caía bien. Me pregunté sí fue él quien sugirió violarme en el Blue Moon.

– El caso es que el calvo me preguntó si sería capaz de embalsamar a una persona, y bromeó acerca de ciertos trofeos para su pared -explicó Stunden-. «Haji», fue la palabra que utilizó: trofeos haji para su pared. Supuse que se refería a terroristas. El otro, ese amigo suyo de la mano mutilada, lo mandó callar.

– ¿Y usted no ha vuelto a hablar con Harold desde esa noche en el bar?

– No. Lo he visto un par de veces de pasada, pero no ha vuelto al Dame.

Stunden no tenía nada más que añadir. Le di las gracias por su tiempo. Me pidió que no le dijera a Harold Proctor que habíamos hablado, y se lo prometí. Mientras nos dirigíamos a la puerta, Stunden preguntó:

– Ese chico, el que se mató, ¿dice usted que su padre lo notó cambiado antes de morir?

– Sí.

– ¿Cambiado?, ¿cómo, si no es indiscreción?

– Se distanció de sus amigos. Se volvió paranoico. Le costaba dormir.

– Como Harold.

– Sí, como Harold.

– Puede que cuando usted haya hablado con él me acerque por allí para ver cómo está. Quizá yo pueda convencerlo antes de que…

Su voz se apagó gradualmente. Le estreché la mano.

– Creo que haría bien, señor Stunden. Intentaré pasar por aquí antes de irme, para contarle cómo ha ido.

– Se lo agradecería -respondió.

Me indicó cómo llegar a la casa de Proctor, y luego, cuando me alejé en el coche, levantó la mano en un gesto de despedida. Hice lo mismo, y la fragancia del jabón que Stunden usaba para lavarse, y que había impregnado mi mano, se propagó por el coche. Era intensa, pero no lo bastante, ya que por debajo se percibía el olor animal a carne y pelo quemado. Abrí la ventanilla, pese al calor y los bichos, pero no se disipó. La tenía en la piel y me acompañó hasta el motel de Proctor.

24

Pese a las indicaciones de Stunden, me las arreglé para pasar de largo ante el desvío al motel en el primer intento. Me había dicho que se veían los vestigios de un gran cartel frente a la entrada del camino de acceso, pero el bosque se había espesado en torno a él y sólo por casualidad alcancé a verlo entre el follaje a la vuelta. En la madera putrefacta apenas se distinguían unas letras rojas desvaídas, junto con lo que podía ser una cornamenta de ciervo, pero una flecha verde que en su día habría destacado en contraste con el fondo blanco del cartel ahora no era más que otro tono en la paleta de colores estival.

Su origen como centro de acampada era evidente, ya que se hallaba en lo alto de un sendero curvo que se dirigía hacia el oeste a través de un denso bosque. El sendero estaba plagado de baches y hacía tanto tiempo que no se mantenía a raya la maleza que las plantas arañaban el costado del coche; aun así, advertí ramas rotas y vegetación aplastada en algunos puntos, y en la tierra se veían con toda claridad las huellas de un vehículo pesado, como las pisadas de un dinosaurio en lento proceso de fosilización.

Al final fui a dar a un claro. A mi derecha había una pequeña cabaña, sus puertas y ventanas cerradas a cal y canto pese al calor. Probablemente era una reliquia del centro de acampada original. Por su antigüedad, desde luego podría serlo. Vi lo que parecía un anexo más moderno en la parte de atrás, donde la zona de vivienda se había ampliado para habitarla a largo plazo. Entre la cabaña y mi coche había una furgoneta Dodge roja.

Otro camino de tierra llevaba de la cabaña al motel. Era un típico complejo en forma de ele, con la recepción en el ángulo donde se unían los dos brazos y un cartel de neón vertical con la palabra motel, en desuso desde hacía tiempo, señalando al cielo. Me pregunté si en su día era visible desde la carretera, ya que el motel se hallaba situado en una especie de hondonada natural. Quizá costaba demasiado mantener las cabañas del centro de acampada, y los Proctor consideraron que la clientela permanecería fiel a ellos cuando se adaptaron a los tiempos y convirtieron aquello en un motel, pero era obvio que Stunden tenía razón: nada en el motel de los Proctor inducía a pensar que había sido buena idea construirlo. Ahora las puertas y ventanas de todas las unidades estaban tapiadas, la hierba asomaba entre la piedra agrietada del aparcamiento, y la hiedra trepaba por las paredes y los tejados planos. Si seguía en pie el tiempo suficiente, se incorporaría a las filas de los pueblos fantasma y las viviendas abandonadas que tanto abundaban en el estado.

Toqué la bocina y esperé. No salió nadie de la cabaña ni del bosque. Me acordé de lo que Stunden había dicho de Proctor. Un veterano instalado allí, en pleno monte, probablemente tenía un arma, y si Proctor estaba tan perturbado como Stunden había dado a entender, no me convenía que me viese como una amenaza. Su furgoneta se hallaba allí, así que no podía haber ido muy lejos. Volví a tocar la bocina y luego salí del coche y me encaminé hacia la cabaña. Al pasar junto a la furgoneta, eché un vistazo a la cabina. En el asiento del acompañante había un paquete de donuts abierto. Lo habían invadido las hormigas.

Golpeé la puerta de la cabaña con los nudillos y llamé a Proctor por su nombre, pero no recibí respuesta. Escruté el interior a través de una ventana. Vi la televisión reventada en el suelo y, al lado, trozos de un teléfono esparcidos. La cama estaba sin hacer, y una sábana amarillenta formaba un rebujo en el suelo, como un helado derretido.

Volví a la puerta, casi esperando ver salir del bosque a Proctor, airado, blandiendo un arma y hablando entre dientes de fantasmas, y accioné el picaporte. Cedió sin más. Se oía el zumbido de las moscas, y columnas de hormigas avanzaban por el suelo de linóleo. La cabaña entera apestaba a tabaco. Eché un vistazo al frigorífico. La leche aún no había caducado, pero eso era allí lo que más se aproximaba al concepto de dieta sana, porque el resto consistía en la clase de comida ante la que un dietista perdería la voluntad de vivir: comida preparada barata, hamburguesas para calentar en microondas, carne enlatada. No había el menor indicio de la presencia de fruta o verdura, y al menos la mitad del espacio lo ocupaban botellas de Coca-Cola normal. En el rincón, la bolsa de basura rebosaba de envoltorios de patatas fritas, pollo y hamburguesas de establecimientos de comida rápida, latas de Red Bull aplastadas y frascos vacíos de Viks Nyquil. Aparte de latas de sopa y alubias, los estantes de la cocina de Proctor almacenaban esencialmente caramelos y galletas. También encontré un par de tarros grandes de café, y media docena de botellas de ginebra y vodka baratas. Junto a la cama habla más frascos de Nyquil, unos cuantos antihistamínicos y Sominex. Proctor vivía a base de estimulantes -azúcar, bebidas energéticas, cafeína, nicotina- y luego usaba fármacos que no necesitaban receta para ayudarlo a dormir. Vi también una caja vacía de clozapina, recetada hacía poco por un médico local, lo que significaba que Proctor había estado tan desesperado como para buscar ayuda profesional. La clozapina era un antipsicótico empleado como sedante y servía también para tratar la esquizofrenia. Me acordé de mi conversación con la hermana de Bernie Kramer, y de que, antes de quitarse la vida, Kramer decía que oía voces. Me pregunté qué voces oiría Harold Proctor.