En la cama estaban las llaves de la furgoneta, con la funda vacía de una pistola.
Seguí registrando la cabaña, y así encontré un sobre con dinero. Se hallaba debajo del colchón, sin cerrar, y contenía 2.500 dólares en billetes de veinte y cincuenta, todos bien colocado cara arriba. Ni siquiera allí, en pleno bosque, tenía mucho sentido que un hombre dejara dinero así bajo el colchón, pero la verdad era que nada de aquello tenía mucho sentido. Caía por su propio peso que Proctor no había puesto los pies en la cabaña, ni en la furgoneta, desde hacia un tiempo. Si hubiese tenido intención de marcharse, se habría llevado el dinero y la furgoneta. Si la hubiese dejado por alguna avería, se habría llevado igualmente el dinero. Volví a mirar el sobre. Estaba limpio y nuevo. No había pasado mucho tiempo debajo del colchón.
Volví a dejar el dinero donde lo había encontrado y me acerqué al motel. Sólo la recepción permanecía sin tapiar. La puerta no estaba cerrada con llave, así que eché un vistazo al interior. Saltaba a la vista que Proctor la había utilizado como almacén: en un rincón guardaba latas de comida -alubias, chili y estofado, sobre todo-, junto con grandes paquetes de papel higiénico y unas cuantas mosquiteras viejas. Un leve zumbido salía de algún sitio. Más allá del mostrador había una puerta cerrada, que daba, cabía suponer, a un despacho. Levanté la trampilla del mostrador y entré. Allí el sonido era más fuerte. Empujé la puerta con el pie.
Ante mí tenía una consola de madera con dieciséis bombillas pequeñas dispuestas en hileras de cuatro, cada una con su número. El sonido procedía de un altavoz situado junto a la consola. Supuse que era un antiguo sistema intercomunicador, que permitía a los huéspedes ponerse en contacto con la recepción sin usar un teléfono. Nunca había visto nada semejante, pero tal vez los Proctor no se tomaron la molestia de instalar teléfonos en todas las habitaciones cuando se inauguró el motel, u optaron inicialmente por un sistema menos convencional y luego lo conservaron a modo de curiosidad. La consola no tenía marca, y pensé que quizás era de fabricación casera. En todo caso, era evidente que el motel tenía aún suministro eléctrico.
El sonido me inquietaba. Tal vez se debiera sólo a un fallo, pero ¿por qué ahora? Por otro lado, con o sin suministro, era raro que el sistema siguiera funcionando después de tantos años. Aunque también es cierto que antiguamente construían las cosas para que durasen, y hoy día resultaba deprimente lo mucho que nos sorprendían los trabajos bien hechos. Examiné la consola, golpeteando las bombillas una tras otra.
Cuando toqué la bombilla de la habitación número quince, produjo un parpadeo rojo.
Desenfundé la pistola, volví a salir y recorrí las puertas de la derecha. Al llegar a la catorce, vi que habían retirado los tornillos del tablero con el que se había tapiado la puerta, y ahora el tablero se hallaba sólo apoyado contra el marco. Pero cuando me acerqué a la habitación número quince, el tablero permanecía en su sitio. Aun así, oí dentro el zumbido reverberante del intercomunicador.
Me apoyé en la sección de pared que separaba las dos puertas y llamé.
– ¿Señor Proctor? ¿Está usted ahí?
No hubo respuesta. Aparté con un rápido movimiento el tablero de delante de la habitación catorce. La puerta estaba cerrada. Probé el picaporte y se abrió sin dificultad. La luz del día iluminó el armazón desnudo de una cama colocado verticalmente contra la pared, lo que dejaba casi todo el espacio despejado. Las dos mesillas de noche estaban en un rincón, una encima de la otra. Aparte de eso, no había ningún otro mueble. En la alfombra, que olía a moho, se veían hebras blancas. Cogí una y la sostuve al trasluz: era viruta de madera. Al lado de las mesillas descubrí un par de trozos de gomaespuma. Deslicé la mano por la alfombra y percibí las marcas dejadas por algún tipo de caja. Con cautela, me aproximé al pequeño cuarto de baño situado al fondo, pero estaba vacío. Las habitaciones catorce y quince no se hallaban comunicadas mediante una puerta.
Me disponía a salir cuando reparé en unas señales en la pared. Tuve que alumbrarlas con la linterna para verlas bien. Tenían forma de huellas de manos, pero parecían grabadas a fuego en la pintura. Cuando las rocé con los dedos, desprendieron ceniza y pintura descascarillada. Experimenté una desagradable sensación de contaminación, y aunque la cama estaba desnuda, y la habitación húmeda, presentí que había sido ocupada recientemente, tanto que casi pude oír el eco menguante de una conversación.
Volví a salir y examiné la entrada tapiada de la habitación número quince. El tablero debería haber estado sujeto mediante tornillos, igual que en las otras puertas ante las que había pasado, pero no se veían las cabezas. Sin hacerme grandes ilusiones, logré deslizar los dedos por la brecha entre el tablero y la puerta y tiré.
El tablero se soltó fácilmente, tanto que casi caí de espaldas. Advertí que lo sostenía apenas un único tornillo largo que traspasaba el marco y el tablero. El tornillo había sido colocado desde el interior, no desde fuera. Esta vez, cuando accioné el picaporte, la puerta no se abrió. Asesté una patada a la puerta, pero estaba bien cerrada. Regresé al coche y saqué una palanca del maletero, pero tampoco con ella tuve suerte. La puerta había sido atrancada con firmeza desde dentro. Opté por intentarlo con el tablero que tapaba la ventana. Fue más fácil, ya que estaba sujeto al marco con clavos, no con tornillos. Al desprenderse, reveló un cristal grueso y mugriento, agrietado, pero no roto, a causa de un par de orificios de bala. Dentro las cortinas estaban corridas.
Aunque no sin cierto esfuerzo, conseguí romper el grueso cristal con la palanca y de inmediato me puse a cubierto tras la pared por si acaso quien estuviera dentro se hallaba aún en condiciones de pegarme un tiro, pero del interior no llegó sonido alguno. En cuanto percibí el olor, supe por qué. Aparté las cortinas y entré en la habitación.
Habían roto la cama y clavado los tablones al marco de la puerta para atrancarla. Más clavos, introducidos en ángulo oblicuo, sujetaban la puerta al marco, aunque algunos se habían salido, parcialmente o por completo, como si quien los había colocado se lo hubiese replanteado después y hubiese empezado a retirarlos; eso, o eran tan largos que habían traspasado totalmente el marco y alguien desde fuera los había hundido a martillazos, aunque no vi las señales en las puntas.