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En esa habitación había más muebles que en la contigua: incluía una cómoda alargada y un soporte de televisión, además de dos camas individuales y dos mesillas. Estaba todo amontonado en un rincón, tal y como un niño habría construido una fortaleza en su casa. Me acerqué. Un hombre yacía desmadejado en el rincón detrás de los muebles, con la cabeza apoyada en el botón del intercomunicador empotrado en la pared. Una mancha difusa de sangre y hueso se extendía detrás de su cabeza. Medio sostenía una Browning con la mano derecha. Tenía el cuerpo hinchado, y tan invadido de gusanos e insectos que se creaba una impresión de movimiento y vida. Se habían cebado en los ojos, dejando las cuencas vacías. Me tapé la boca con la mano, pero el hedor era demasiado intenso. Me asomé por la ventana, respirando entrecortadamente, y procuré no vomitar. Cuando me recobré, me quité la chaqueta y me cubrí la cara con ella. A continuación llevé a cabo un rápido reconocimiento de la habitación. Había una caja de herramientas junto al cadáver, además de una pistola de clavos. No se veía la menor señal de comida ni agua. Deslicé los dedos por el revestimiento metálico de la puerta y noté más orificios de bala. Los iluminé con la linterna y vi más en las paredes. Conté doce en total. El cargador de una Browning contenía trece balas. Había reservado la última para sí mismo.

En el Lexus llevaba una botella de agua. La usé para quitarme de la boca el sabor a putrefacción, pero aún notaba el olor en la ropa. Ahora apestaba a jabón, a ciervo muerto y a hombre muerto.

Telefoneé al 911 y esperé a que llegara la policía.

Los nombres seguían obsesionándolo. Estaba Gazaliya, quizás el barrio más peligroso de Bagdad, donde todo había terminado, y estaban también Dora y Sadiya, lugares donde mataron a los basureros para que la inmundicia se amontonara en las calles y fuera imposible vivir allí. Estaba la mezquita de Um al-Qura, en el oeste de Bagdad, foco de la insurgencia suní, que, en un mundo ideal, ellos habrían borrado de la faz de la tierra sin más. Estaba el hipódromo de Amiriya, donde se compraba y vendía a las víctimas de los secuestros. Desde el hipódromo, una carretera conducía directamente a Garma, controlada por los insurgentes. En cuanto te llevaban a Garma, estabas perdido.

En Al-Adhamiya, el bastión suní en Bagdad, cerca del río Tigris, los escuadrones de la muerte chiítas se vestían de policía e instalaban falsos puestos de control para atrapar a sus vecinos suníes. En teoría, los chiítas estaban de nuestro lado, pero en realidad no había nadie de nuestro lado. Por lo que él veía, la única diferencia entre suníes y chiítas residía en la manera de matar. Los suníes decapitaban: una noche, él y otros dos vieron una decapitación en un DVD que les entregó su intérprete. Todos querían verla, pero él se arrepintió de pedirlo nada más aparecer las primeras imágenes. Salía el hombre, amedrentado: no era un americano, porque no querían ver morir a uno de los suyos, sino un pobre desdichado, chiíta, que se había equivocado de camino en un desvío, o se había detenido cuando debería haber pisado el acelerador y haberse arriesgado con las balas. Lo que más le chocó fue la naturalidad del verdugo, lo ajeno que parecía a su tarea: aquella forma de cortar metódica, sobria, práctica, como si se tratase del sacrificio ritual de un animal; una muerte espantosa, pero sin sadismo más allá del hecho mismo de matar. Después, todos coincidieron en sus comentarios: no permitáis que me cojan. A la menor posibilidad de que eso ocurra, y si lo veis, matadme. Matadnos a todos.

Los chiítas, por su parte, torturaban. Sentían especial afición por el taladro eléctrico: rodillas, codos, entrepierna, ojos. Así eran las cosas: los suníes decapitaban, los chiítas martirizaban, y todos rezaban al mismo dios, sólo que existían ciertas discrepancias sobre quién debía ser el sucesor del profeta Mahoma tras su muerte, y por eso ahora cortaban cabezas y taladraban huesos. Todo se reducía a qisas: la venganza. No se sorprendió cuando el intérprete le dijo que, según el calendario islámico, aún estaban en el siglo XV: 1424 o algo así, cuando él llegó a Iraq. No le extrañó en absoluto, porque aquella gente se comportaba como en la Edad Media.

Pero ahora formaban parte de una guerra moderna, una guerra librada con gafas de visión nocturna y armas pesadas. Respondían con lanzagranadas, y morteros, y bombas escondidas dentro de perros muertos. A falta de eso, se valían de piedras y cuchillos. Respondían a lo nuevo con lo viejo; armas viejas y nombres viejos: Nergal y Ninazu, y aquel cuyo nombre se perdió. Tendieron la trampa y esperaron a que llegaran.

25

Los primeros en presentarse en el motel de Proctor fueron dos agentes de la policía estatal llegados de Skowhegan. Yo no los conocía, pero uno de ellos había oído hablar de mí. Tras un breve interrogatorio, me permitieron quedarme en el Lexus mientras esperábamos a los inspectores. Los agentes estuvieron charlando, pero a mí me dejaron en paz hasta que, pasada una hora poco más o menos, aparecieron los inspectores. Para entonces el sol ya se ponía, y encendieron las linternas para proceder al reconocimiento del lugar.

Casualmente, conocía a uno de ellos. Se llamaba Gordon Walsh, y al apearse del coche ofrecía todo el aspecto de un auténtico matón; viéndolo con sus gafas de sol, parecía un gran insecto que había evolucionado hasta el punto de poder ponerse un traje. Había jugado al fútbol en la universidad y se mantenía en forma. Me sacaba diez o quince centímetros de estatura, y sus buenos veinte kilos de peso. Una cicatriz le atravesaba el mentón allí donde alguien había tenido la temeridad de rajarlo con una botella cuando aún era agente. No quería ni pensar qué había sido del agresor. Es probable que aún intentaran extraerle la botella quirúrgicamente de allí donde Walsh se la hubiera metido.

Lo acompañaba un inspector más joven y de menor envergadura a quien no reconocí. Tenía cierto aire de novato, un barniz de severidad que no disimulaba del todo su incertidumbre, como un potrillo que intenta estar a la altura del corcel que lo engendró. Walsh me miró pero no dijo nada; luego siguió a uno de los agentes hasta la habitación donde yacía el cadáver de Proctor. Antes de entrar, se puso un poco de Vicks VapoRub bajo la nariz. Aun así, no se quedó dentro mucho tiempo, y respiró hondo varias veces al salir. A continuación, su compañero y él fueron a la cabaña y pasaron allí un rato curioseando. Después examinaron la furgoneta, sin prestarme la menor atención de forma muy intencionada. Obviamente, Walsh encontró las llaves, y metiendo el brazo por la ventanilla de la furgoneta puso en marcha el motor. Arrancó a la primera. Lo apagó y dijo algo a su compañero antes de que los dos decidieran dedicarme por fin un poco de su tiempo.

Walsh, chupeteando una patilla de las gafas y emitiendo chasquidos de desaprobación, se acercó a mí.

– Charlie Parker -dijo-. En cuanto he oído su nombre, he sabido que iba a entretenerme más que de costumbre.

– Inspector Walsh -contesté-. He oído temblar a los malhechores y he sabido que usted andaba cerca. Veo que aún subsiste a base de carne cruda.

– Mens sana in corpore sano. Y viceversa. Eso es latín. Las ventajas de una educación católica. Le presento a mi compañero, el inspector Soames.

Soames asintió, pero no dijo nada. Tenía la boca rígida, y le sobresalía el mentón como a Dudley, el policía montado de los dibujos animados. Seguro que le rechinaban los dientes por la noche.

– ¿Lo ha matado usted? -preguntó Walsh.

– No, no lo he matado yo.

– Vaya por Dios, tenía la esperanza de dejar el caso resuelto antes de las doce de la noche si usted confesaba. Seguramente me habrían dado una medalla por meterlo por fin entre rejas.