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– Y yo que pensaba que le caía bien, inspector.

– Y me cae bien. Imagínese lo que dicen de usted aquellos a quienes no les cae bien. En fin, si no está dispuesto a venirse abajo y confesar, ¿quiere al menos contarme algo útil? -preguntó Walsh.

– Se llama Harold Proctor, o supongo que es él, o lo era -contesté-. No lo conocía, así que no puedo asegurarlo.

– ¿Qué lo trae por estos lares?

– Estoy investigando el suicidio de un joven de Portland, un ex militar.

– ¿Al servicio de quién?

– El padre del chico.

– ¿Cómo se llama?

– El padre se llama Bennett Patchett. Es el dueño de la cafetería Downs, en Scarborough.

– ¿Qué pinta Proctor en eso?

– Es posible que Damien Patchett, el hijo, coincidiera con él en algún momento. Proctor asistió al entierro de Patchett. Pensé que podía aportar algún dato acerca del estado anímico de Damien antes de quitarse la vida.

– ¿«Aportar algún dato acerca del estado anímico»? Habla usted bien, debo reconocerlo. ¿Hay alguna duda acerca de cómo murió ese chico, Patchett?

– No que yo sepa. Se pegó un tiro en el bosque cerca de Cape Elizabeth.

– ¿Y cómo es que su padre le paga un buen dinero por investigar su muerte?

– Quiere saber qué empujó a su hijo a matarse. ¿Tan difícil es entenderlo?

A nuestras espaldas apareció la unidad forense, avanzando con dificultad por el sendero. Walsh tocó a su compañero en el brazo.

– Elliot, ve a ponerlos al corriente, oriéntalos en la dirección correcta.

Soames obedeció, pero no antes de formarse en su frente, por lo demás tersa, una ligera arruga de insatisfacción por verse apartado de la conversación mientras las personas mayores hablaban. Tal vez no fuera tan inepto como parecía.

– ¿Es nuevo? -pregunté.

– Es bueno. Ambicioso. Quiere resolver crímenes.

– ¿Se acuerda usted de cuando era así de joven?

– Yo nunca fui bueno, y si hubiese sido ambicioso, ahora estaría en otra parte. Aunque todavía me gusta resolver crímenes. Me da un objetivo. Sin eso, tengo la sensación de que no me gano el sueldo, y un hombre debe ganarse el sueldo. Lo que nos lleva de vuelta al tema de Patchett. -Miró por encima del hombro hacia Soames, que hablaba con un hombre que estaba poniéndose un mono blanco de protección-. A mi compañero le gusta hacer las cosas de manera oficial -explicó-. Mecanografía los informes sobre la marcha. Todo muy ordenado. -Se volvió hacia mí-. Yo, en cambio, tecleo como uno de los monos de Bob Newhart, y prefiero escribir los informes al final, no al principio. Así que mi impresión, extraoficial, es que está usted investigando el suicidio de un veterano, y eso lo ha traído hasta aquí, donde ha encontrado a otro veterano que también parece víctima de una herida de bala autoinfligida, sólo que consiguió vaciar casi todo un cargador contra alguien que estaba fuera antes de pegarse un tiro más en su propio cráneo. ¿Lo he entendido bien?

«Fuera.» La palabra me dio que pensar. Si la amenaza se hallaba fuera, ¿por qué Proctor había disparado contra las paredes de la habitación? Era ex militar, así que la mala puntería no podía ser la excusa. Pero la habitación estaba cerrada desde dentro, así que la amenaza no podía hallarse dentro, con él.

¿O sí?

Me reservé estas reflexiones, y me limité a contestar:

– Hasta ahí sí.

– ¿Qué edad tenía Patchett?

– Veintisiete años.

– ¿Y Proctor?

– Unos cincuenta, diría. O poco más. Sirvió en la primera guerra de Iraq.

– ¿Diría usted que era un hombre sociable?

– No tuve el placer de conocerlo.

– Pero él vivía aquí, y Patchett en Portland.

– En Scarborough.

– Los separan muchos kilómetros.

– Supongo. ¿Es esto un interrogatorio, inspector?

– Los interrogatorios implican luces intensas, y hombres sudorosos en mangas de camisa, y gente intentando llamar a un abogado. Esto es una conversación. La cuestión es: ¿cómo se conocieron Proctor y Patchett?

– ¿Tiene eso mucha importancia?

– Tiene importancia porque usted ha venido aquí, y porque los dos están muertos. Vamos, Parker, deme alguna opción.

No tenía mucho sentido callarme todo lo que sabía, pero decidí reservarme una parte, por si acaso.

– Al principio pensé que quizá Proctor fuera uno de los veteranos encargados de recibir a los soldados recién llegados del servicio activo, y Patchett y él se conocieran así, pero ahora contemplo la posibilidad de que Patchett y Proctor participaran en un negocio juntos.

– Patchett y Proctor. Eso suena a bufete de abogados. ¿Qué clase de negocio?

– No lo sé con seguridad, pero esto se encuentra cerca de la frontera, y recientemente se ha usado como almacén. Hay virutas de madera y bolas de gomaespuma en la habitación contigua a la del cadáver, y marcas en el suelo que parecen de cajas de embalaje. Quizá valga la pena traer a un perro rastreador.

– ¿Piensa que podrían ser drogas?

– Es posible.

– ¿Ha echado un vistazo dentro de la cabaña?

– Sólo para ver si él estaba allí.

– ¿La ha registrado?

– Eso sería ilegal.

– Ésa no es la respuesta a la pregunta, pero supondré que lo ha hecho. Yo lo habría hecho, y usted tiene al menos tan pocos escrúpulos como yo. Y como hace bien su trabajo, habrá encontrado un sobre lleno de dinero bajo el colchón.

– ¿Ah, sí? Qué interesante.

Walsh, apoyándose en mi coche, posó la vista primero en la cabaña, luego en la furgoneta y por último en el motel, y después volvió a recorrerlo todo con la mirada en sentido inverso. Adoptó una expresión de seriedad.

– Así que tiene dinero, comida en la nevera, bebida y caramelos suficientes para abastecer a una tienda, y parece que la furgoneta funciona. Sin embargo, se atrinchera en una habitación del motel, dispara contra la puerta y la ventana, y para acabar se mete la pistola en la boca y aprieta el gatillo.

– El teléfono, el televisor y la radio estaban destrozados -dije.

– Eso he visto. ¿Lo hizo él o fue otra persona?

– La cabaña no parecía revuelta. Todos los libros seguían en las estanterías, la ropa en el armario, y el colchón en la cama. Si alguien la hubiese registrado a fondo, habría encontrado el dinero.

– En el supuesto de que fuera ésa la intención.

– He hablado con un hombre de Langdon, un tal Stunden. Es el taxidermista, pero también lleva el bar.

– Ése es el encanto de los pueblos pequeños -comentó Walsh-. Si pudiese añadir a su lista de funciones la de enterrador, sería indispensable.

– Stunden me contó que Proctor estaba un tanto trastornado. Creía que le rondaban fantasmas.

– ¿Fantasmas?

– Es la palabra que usó Stunden, pero él pensó que podía tratarse de un síntoma del estrés postraumático, como consecuencia de su período de servicio en Iraq. No habría sido el primer soldado en volver con heridas mentales además de físicas.

– ¿Como el hijo de su cliente? Dos suicidios, dos personas que se conocían. ¿No le resulta extraño?

No contesté. Me pregunté cuánto tardaría Walsh en relacionar las muertes de Proctor y Damien con el anterior suicidio de Bernie Kramer en Quebec y el suicidio con asesinato de Brett Harlan. Y en cuanto lo hiciese, localizaría también con toda probabilidad a Joel Tobias. Tomé nota mentalmente para pedirle a Bennett Patchett que, si mantenía alguna conversación con la policía del estado, omitiese el nombre de Tobias, al menos de momento.

Cuatro soldados, tres del mismo pelotón y uno relacionado tangencialmente con los demás, todos muertos a causa de heridas en apariencia autoprovocadas, junto con la esposa de uno de ellos, que había tenido la desgracia de encontrar a su marido con una bayoneta en la mano. Había consultado los artículos de prensa sobre esas muertes, y no me costó adivinar, leyendo entre líneas, que tanto Brett como Margaret Harlan habían tenido un final atroz.